Cumplidas tres semanas de guerra, es obvio que el panorama se presenta mucho más complicado de lo que esperaba Vladimir Putin: una conquista relativamente rápida del territorio ucraniano y una reacción internacional con mucha alharaca pero poca resistencia efectiva (como diríamos, mucho ruido y pocas nueces). Es indudable que el ex agente de la KGB (ese hombre de corta estatura tan frío como un reptil, según la caricaturesca pero aguda descripción de Madeleine Albright) no hizo bien los cálculos en esta ocasión. Quizás extrapoló al presente la reacción casi contemplativa que hubo en Occidente y el mundo en general cuando se apropió de Crimea en 2014, y declaró repúblicas independientes a Donetsk y Lugansk.
Es posible, por otra parte, que Putin haya planificado y pensando su invasión bajo el presupuesto de que la política exterior estadounidense estaba indeleblemente marcada por el nacionalismo de Trump, que se tradujo en el notorio desdén hacia los compromisos globales por parte de Estados Unidos, como se reflejó en su abandono del Acuerdo climático de París, la renuencia a seguir sosteniendo financieramente a la OTAN, y otros puntos que, en definitiva implicaron, poco más o poco menos, la renuncia de la potencia a mantener su papel de “policía del mundo”, como sucedió en una parte considerable del siglo XX y lo que va del siglo XXI. Si fue así, cometió un gran error de cálculo y apreciación: aunque es cierto que Biden ha coqueteado con mantener puntualmente algunas de las políticas -domésticas y exteriores- de Trump, en general puede decirse que ha retomado firmemente la línea histórica de su país de un compromiso activo con los asuntos globales (no en balde, una de sus primeras decisiones fue volver al citado acuerdo parisino, así como apoyar sin reticencias a la OTAN; ha sido notable, asimismo, la preocupación de coordinar políticas con la Unión Europea, entre ellos, por cierto, la crisis venezolana).
Esta inequívoca vocación globalista se ha ratificado con la invasión de Ucrania. Más contundentes no podían haber sido las respuestas de Estados Unidos, Europa y otros países occidentales. En términos generales, las sanciones han sido devastadoras, ya que impactan gravemente en múltiplos campos de la economía y las finanzas rusas, y ya sabemos que para ganar una guerra no basta la simple superioridad militar, sino también tener un buen presupuesto y buenos aliados. Y en estos terrenos Putin, en este momento, lleva las de perder.
Si partimos de la vívida concertación global de ánimos y voluntades que ha generado la agresión, no es exagerado decir que Occidente está viviendo un momento estelar (¿será un simple suspiro o logrará mantenerse por algún tiempo?) que al menos morigera o matiza la clara decadencia que padece su hegemonía en las últimas décadas: la invasión de Ucrania no solo ha concitado la indignación y el apoyo activo de una gran mayoría de los Estados y gobernantes, sino también de las empresas privadas, la sociedad civil y la población en general, asumiendo todos, implícita o explícitamente, la cultura política de la democracia, el imperio de la ley, la división de poderes y el respeto de los derechos humanos. Para medir la profundidad de esta reacción, basta pasearse por el nivel de compromiso y empatía que deben tener los ciudadanos comunes de tantos países para enrolarse en las milicias de apoyo a Ucrania (según algunas informaciones, ya van más de 20.000) arriesgando su vida; o las pérdidas potenciales que sufrirán conglomerados importantes (McDonald’s, Samsung, Apple, Visa, Mastercard, etc.) al dejar de operar o vender en Rusia (pudiendo incluso hasta perder sus activos, según la reciente amenaza del impetuoso zar).
La intensidad de este sentimiento y de esta respuesta nos señalan que estamos, en cierta forma, en un segundo capítulo de la guerra de civilizaciones de la que habló Huntington, después de aquel capítulo inicial del 11 de septiembre de 2001: luce evidente que en Ucrania no solo son intereses geopolíticos los que están en juego, sino también valores, instituciones, creencias y filosofías de vida. Quizás la diferencia principal entre las dos confrontaciones está en el carácter y fisonomía de los dos rivales: mientras en el primer caso quien estuvo en lisa no fue un Estado concreto sino grupos diversos del fundamentalismo islámico (un rival ubicuo, que estaba -y sigue estando- en todas partes, con avatares incluidos) en esta oportunidad se trata, al contrario, de un solo Estado, solitario y decadente pero todavía poderoso y con ansias de protagonismo.
Hasta el momento, en fin, las cosas no lucen nada bien para Putin, quien quizás no sufra propiamente una derrota militar (la superioridad de fuerzas es abismal) pero si un fuerte estrangulamiento que lo vaya desgastando progresivamente, hasta llevarlo a una retirada forzosa o a buscar una salida diplomática, que significaría seguramente, en cualquiera de los casos, su salida del poder.
No obstante, nadie puede cantar victoria todavía. Aunque lleva plomo en las alas, él tiene aún varios factores a su favor, empezando por su férreo dominio interno, alcanzado después de anular, eliminar o controlar a principales líderes y partidos opositores. Luego, él se ha convertido en un experto en lidiar con las sanciones y uno de los rasgos de su Estado mafioso es, precisamente, los grandes ingresos que obtiene con la economía de ilícitos (aunque parece claro que poco o nada puede hacer frente a la anulación de la mayor parte de sus reservas en divisas y en oro).
Por otra parte, él tratará de convencer a China de que le tienda la mano de diversas formas, y aunque es difícil saber qué pasará en este sentido, la lógica indica que China lo auxiliará, pues es un aliado, en fin de cuentas, en el proyecto de Xi Jinping de disputar la hegemonía a Estados Unidos en el ordenamiento mundial; aunque el gigante asiático tendrá que evaluar los costos de apoyar una acción que contraviene totalmente su postura de defensa de la soberanía y la autodeterminación de los pueblos (la informaciones de última hora revelan que Estados Unidos ya detectó el auxilio chino).
El líder ruso, finalmente, -y esta es la parte más preocupante de todo- tendrá siempre la opción de intentar escalar el conflicto internacionalmente, involucrando a terceros países -europeos o fuera de Europa- solo con el objetivo producir una situación eventualmente catastrófica, que obligue -posiblemente- a un acuerdo que evite una derrota contundente y su salida del poder. En este sentido quizás apunte su decisión, apenas a una semana de comenzada la invasión, de alertar al Ejército en cuanto a las armas nucleares. A este respecto -sobra decirlo- Estados Unidos y la UE deberán en adelante saber equilibrar sabiamente la firmeza en sus objetivos y la prudencia diplomática.
@fidelcanelon
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