Por LEÓN SARCOS
El prestigio cosechado a lo largo de su vida por los grandes creadores en las ciencias y en las artes, cuando se hace público, también es patrimonio de quien los aprueba, los admira o los utiliza para aprender. Por eso, quien encarna acopio de méritos que dan buena fama, cuando se trata de literatura, tiene una alta responsabilidad con sus lectores presentes y a futuro. Lo que haga con esos reconocimientos confirma o desdice en el tiempo la calidad humana y espiritual, que en mi opinión cuenta mucho, a la hora de evaluar integralmente a un artista.
Mario Vargas Llosa, autor de Medio siglo con Borges, (colección de artículos, conversaciones, reseñas y notas) y de una obra rica y diversa, así como Octavio Paz, García Márquez, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges, por solo citar a algunos, forma parte de esa generación de artistas que con su vocación y talento único se ganaron un puesto en el alma de la cultura latinoamericana y mundial, son parte de una pléyade, cada uno con las especificidades de su obra, que supo dejar una huella inmarcesible en el mundo del arte.
Muchos de sus seguidores tienen opiniones divergentes sobre sus trabajos y sobre algunas facetas de su vida; en el caso de García Márquez, su cerrada amistad con Castro; en el de Borges, su nacionalismo militarista en sus comienzos y su visita y almuerzo con el general Augusto Pinochet. Son críticas más bien asociadas al mundo político ideológico, que nada tiene que ver en el caso de ambos con la calidad de su obra literaria. Pero son lícitas; cada bando político se acerca o se aleja de sus vidas cuando se tocan esos tópicos.
Cuando a algún escritor le ha tocado opinar, y más allá, hacer juicio de la obra de alguno de ellos, como ha ocurrido con la de Borges, las han hecho con un desprendimiento prístino. Es el caso de Carlos Fuentes: Mi primer libro de Borges lo compré en la librería Ateneo, en la calle Florida… Mi vida cambió. Aquí estaba al fin la conjunción perfecta de mi imaginación y mi lengua, excluyente de cualquier otra lengua, pero incluyente de todas las imaginaciones posibles o la de Ítalo Calvino: Si tuviera que decir quién ha realizado a la perfección, en la narrativa, el ideal estético de Valery en cuanto a exactitud de imaginación y de lenguaje, construyendo obras que responden a la rigurosa geometría del cristal y a la abstracción de un razonamiento deductivo, diría sin vacilar Jorge Luis Borges.
Ningún escritor que actúa de crítico de algún colega puede utilizar para evaluarlo su propia obra y establecer comparaciones, como lo hace Vargas Llosa en su libro sobre Borges, por la misma razón que la ética de un profesional de la medicina le impide, si es cirujano, operar a un hijo o a su esposa, o a un comandante de batallón tener bajo su mando a alguno de sus hijos. La primera condición de un crítico es marcar distancia con sus inclinaciones personales para intentar limpieza y justicia.
Acontece igual con el reconocimiento obtenido por la acumulación de premios como el Nobel de Literatura, el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Planeta, el Premio Alfaguara y muchos otros. Toda la vida desde que se crearon han estado en entredicho; no hay premiación ecuánime: todas adolecen parcialmente de fallas que de alguna manera las desacreditan. En el caso del Nobel, el más prestigiado, entregado por la academia sueca, el libro de Laura Vaccaro, Los premios Nobel de literatura, además de riguroso y muy bien escrito, resulta indispensable a la hora de conocer incoherencias, vicisitudes e injusticias en la entrega de este galardón.
No es la premiación lo que legitima a un escritor; esta ayuda refuerza; es la calidad de su literatura en el presente, cuyo veredicto definitivo pertenece al tiempo y a los lectores, que siempre son quienes tienen la última palabra. No es la letra de la música que suena hoy la que hará bailar a los devotos del mañana; sobrevivirá solo la excepcional, la que pueda ser disfrutada a gusto por las generaciones que vendrán, por el amplio espectro de su temática, la calidad indiscutible de su prosa y la grandeza de estilo y estructura, para lo cual los premios y los doctorados no cuentan.
Cuando se cree la cátedra de Meritología, los nuevos especialistas podrán ayudar a elaborar una normativa lo más integral y coherente posible que evite dislates, entre muchos otros, como los de Enrique Echegaray, en 1904; Carl Spitteler, en 1919; Gracia Deledda, en 1926; Pearl S. Buck, en 1938, y más recientemente el de Bob Dylan, en 2016. Pero especialmente el primero, entregado en 1901, a René Prudhomme, entrega que todos los entendidos daban por un hecho que le venía como anillo al dedo al más idealista escritor y mejor pluma de su tiempo, el ruso León Tolstoi.
Es sabido que ni Homero, ni Ovidio, ni Shakespeare, ni Cervantes, ni Dante Alighieri, ni Goethe recibieron reconocimientos de ninguna academia ni de editorial alguna en vida que los hiciera aclamar como clásicos en las letras. Hay nobeles bien concedidos y hay nobeles discutidos y hay nobeles que no se justifican, y son más los grandes que nunca lo recibieron que los mediocres a quienes se les ha concedido.
Digo esto porque Vargas Llosa, con todas las acreditaciones, galardones y premios, en su caso bien merecidos, que pueda tener en el campo de las letras, sustentados en una buena, prolífica y voluntariosa obra que se pasea por varios géneros literarios que incluyen con primacía la novela y el ensayo, no tiene patente de corso para cometer dislates de la naturaleza de los cometidos, en primer lugar, al enjuiciar mezquinamente la obra del escritor argentino, en un libro que debería llamarse, en lugar de Medio siglo con Jorge Luis Borges, Medio Siglo al acecho de Jorge Luis Borges.
En segundo lugar, el ininteligente error que comete un hombre de su talla al decir que él hubiese aconsejado a Gallimard, igual que Gide, no publicar En busca del tiempo perdido; en tercer lugar, sentirse propietario con sus apoyos del juicio político de los demócratas de América Latina y en cuarto lugar permitirse saltos de avestruz en la vida pública que rompen y desdicen de la sensatez de su vida personal y que afianzan el hombre espectáculo que de manera impecable desmanteló en su juicioso ensayo La civilización del espectáculo.
El maestro Vargas Llosa, con su buen arte de escribir y habilidad siniestra, trae a la literatura la obra de Borges para evaluarla, siempre guiado por su pertinaz petulancia, el método de la alabanza mordazmente crítica y demoledora, te reconozco y te exalto, y a su vez te denuesto para que desciendas a donde yo estoy porque no te puedo alcanzar, te abrazo y tengo el puño levantado para pegarte, te beso y luego te cacheteo para que me sientas igual, te elevo y te disminuyo para que tus virtudes desaparezcan y si lo hago con fino estilo y lo puedo hacer alternamente, combinando caricias con cachetones, mucho mejor porque salgo ileso.
¿Porque al acecho? Por la simple razón de que, desde que lo descubrió en Francia, a principios de los 60, le impresionó la forma estrepitosamente solícita en que la élite francesa recibía con aplausos a aquel anciano que nada tenía que ver con la escritura comprometida que pregonaba un referente para la inteligencia de aquel tiempo: Jean Paul Sartre. Lo observaba y aguardaba cuidadosamente como el cazador a su presa para iniciar su sigiloso intento de desconstrucción del genio y la literatura borgiana. Vargas llosa ya tenía que saber de quién se trataba.
Desde el inicio, es clara su intención cuando de entrada le declara con un pretendido poema: De la equivocación ultraísta/de su juventud/pasó a poeta criollista/porteño, cursi, patriotero/y sentimental. Documentando infamias ajenas/para una revista de señoras/se volvió clásico/(genial e inmortal)/
A nadie que tenga la más mínima sensibilidad le es posible aceptar que la expresión anterior pudo ser escrita desde la admiración. Así después enmiende el capote para afirmar: Lo más importante que le ocurrió a la lengua española moderna y uno de los artistas contemporáneos más memorables.
En lo sucesivo, las exaltaciones vendrán acompañadas de ácidos comentarios que desvirtúan o deslucen el halago, o lo contrario, crítica encubierta que, como un edema, desinfla con hielo puesto a manera de alabanza: Narrador perfecto, de cuentos circulares, fríos y cerrados. Ensalza su cosmopolitismo y luego le da la vuelta y lo acusa de provinciano.
Cuando celebra la primera entrevista que Borges le concede en París, su dibujo del personaje, de parte del autor de La Tía Julia y el escribidor, es más abrumadoramente patético: Aquel Borges que en aquella visita a París se resignó a ofrecer una entrevista al oscuro periodista de la radio y televisión francesa que era este escriba no era aún ese Borges público, esa persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convirtió, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era todavía —óigase bien— un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre.
¿Puede hacerse desde la admiración semejante descripción de una atención concedida por un maestro a un anónimo principiante que debió ser gentil con su agradecimiento a un escritor que ya se perfilaba como una estrella sin igual en el cosmos de las letras?
Es tal el acoso y la acritud del autor de La fiesta del chivo con el comentario de las goteras, y la insistencia en la modesta vivienda en la que habita, en la segunda entrevista de 1981, que Borges se vio obligado a actuar en defensa propia cuando le preguntaron cómo le había ido en la segunda entrevista: Más que un periodista, me ha dado la impresión de que es un agente inmobiliario que quería venderme un apartamento más grande.
Uno de los errores más evidentes lo comete el autor de Cartas a un novelista —excelente ensayo que mucho ha ayudado a académicos y autodidactas que aspiran a escribir— cuando se vuelve juez y parte, y necesariamente concreta el acecho que mantuvo a lo largo de su vida y en el invierno de esta, cuando busca asociar por oposición su obra a la del gran maestro:
Es muy claro que el mundo de Borges no es mi mundo. Reconociendo que es una obra muy lejana, distante de mi propia obra literaria que es más realista, un realismo que no es costumbrista, sino un realismo que acepta todas las dimensiones de la realidad, incluyendo —presten atención— la fantástica de Borges. Yo soy distinto —pero me vendo con él—, pero eso no me impide admirarlo y reconocer en él un escritor extraordinario, fuera de serie y que ha hecho por la lengua, el español, una revolución sin precedente.
Y finalmente, lo que más irrita al autor y del autor de El pez en el agua es que el maestro Borges no quiera cambiar el mundo y sienta desdén por la política. Borges en un primer momento y siempre le resultó incómodo: Era una persona a la que no le interesaba la política, no tenía interés en cambiar la sociedad y más bien hacia literatura fantástica, sus preocupaciones eran el tiempo, la metafísica, las ficciones…
Igual, no tarda en otro pasaje en arremeter contra él: Agasajado y aclamado, era un hombre solitario y con miedo a los afectos. Su obra es un milagro estético del siglo, pero por exceso de razón e ideas, hay en ella algo inhumano.
Para en síntesis levantar el dedo acusador y echarlo a la jauría de su populosa audiencia: Él tuvo héroes militares en sus ascendientes; entonces, tiene simpatía hacia el mundo militar, que aparece en sus cuentos, pero también en su vida, y es algo inevitable de criticarle, porque si uno puede respetar el hecho del golpe contra el peronismo, es muy difícil respetar el hecho que aceptara la invitación de Pinochet y ser condecorado por él.
Borges se había desembarazado de la acusación de nacionalista y militarista de sus primeros años, cuando con su elegante y fina ironía había informado en una entrevista y después reiterado en muchas otras: En el mundo hay actualmente un error al que propendemos todos. Un error del que yo también he sido culpable; ese error se llama nacionalismo y es el causante de muchos males… Yo hasta hace poco me sentía orgulloso de mis ancestros militares; ahora no. Ahora ya no me siento orgulloso. Cuando yo empecé a escribir se me conocía como el nieto del coronel Borges. Felizmente, hoy, el coronel Borges es mi abuelo.
Al igual que Ud., maestro, marcó distancia del castro-comunismo, luego de haber afirmado con ardorosa pasión —ni tan juvenil a los 31 años, para ese entonces—, en su discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos, por La casa verde, el 10 de agosto de 1967: Dentro de diez o veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países como ahora en Cuba, la hora de la justicia social…
Y agregaba con mucho entusiasmo: Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes (…), que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror.
Todos hemos tenido alguna vez goteras en nuestra casa; todo techo se deteriora y casi nunca nos percatamos de que hay que repararlo sino cuando sentimos las gotas; lo vital es que ese cambio se lleve a cabo cuando nos percatemos como humanos del olvido, pues al final, la vida de un hombre es la vida de todos los hombres, dijo alguna vez con su modesta sabiduría el autor de El Aleph.
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