Por NELSON RIVERA
El aforismo es concentración. Forma literaria donde la brevedad se ofrece indisociable de la intensidad. Andrew Hui propone una tesis: el aforismo se produce frente la filosofía como su referente ineludible. Antes, en contra y después de la filosofía. Oscila entre el fragmento y el sistema filosófico. En su cristalización, el aforismo denuncia la incapacidad de la filosofía de explicarlo todo. “Heráclito es anterior a Platón y a Aristóteles, y se opone a ellos. Pascal se sitúa después de Descartes y frente a él, Nietzsche es posterior y contrapuesto a Kant y Hegel”. Mientras el filósofo se aferra a líneas discursivas, el autor de aforismos sigue sus intuiciones, se dispersa, aparece aquí y allá con sus frases luminosas. Como si su presea consistiese en desconocer o “dar la espalda a los grandes sistemas de pensamiento”. Hui recuerda la tesis de Lacoue-Labarthe y Jean Luc Nancy: el fragmento está fuera de la obra, pero la complementa.
La extrema reducción del aforismo, su carácter de pieza comprimida, le otorga el poderío de lo inagotable. Hermenéuticamente inagotable. Expresiones mínimas generan ejercicios de interpretación recurrentes y sin final. Un ejemplo clásico, “la naturaleza gusta esconderse”, la inquietante anotación de Heráclito, acumula 2.500 años de lecturas, ejercicios de análisis y debates. La interpretación de frases de Confucio o de Jesús de Nazaret constituyen los primeros capítulos de la hermenéutica. Esto conduce a una posible conclusión: el aforismo habita cerca de ciertos extremos teológicos o filosóficos.
En el aforismo subyacen tensiones. El que sea una entidad única y diferenciada —solitaria— no impide su gregarismo. Los autores, a menudo, producen series. Iteran. Ensayan variaciones de algunas ideas. “Cada aforismo podría estar perfectamente completo en sí mismo, como afirma Schlegel, pero también constituyen un nodo dentro de una red, a menudo transnacional y de gran longevidad, capaz de una expansión constante. Y los mejores autores de aforismos modernos nunca se limitaron a escribir uno solo, sino casi siempre en cantidades ingentes”.
Diferenciado del refrán —verdad comúnmente aceptada—, del epigrama —donde reina el ingenio— o de la máxima —de voluntad moralizante—, el autor se inclina por un enunciado de cinco palabras: dicho breve que requiere interpretación. Y es que el aforismo desata al pensamiento, lo conecta más allá de lo obvio, lo encamina hacia preguntas cuyas respuestas se ofrecen como líneas en el horizonte. Remueve la pasividad.
Como sus antecedentes —el proverbio, el dicho—, también el aforismo aparece en las más remotas tradiciones de Egipto, de la antigua China y en varias culturas europeas. Hui recuerda la afirmación de otros estudiosos: los aforismos precedieron a la filosofía, como lo demuestran los dichos breves de los presocráticos. Así mismo, son numerosos los dichos de los sabios, que más adelante aparecieron incorporados en la literatura evangélica de Israel. En Grecia el aforismo es anterior a Homero. La palabra aphorismo aparece por primera vez en el llamado Corpus Hipocrático, conformado por 457 sentencias: La vida es corta, la ciencia larga; la oportunidad es elusiva, el experimento peligroso, el juicio es difícil.
Hui construye una suerte de caracterología del aforismo, proveniente de los siete autores a los que estudia. En ellos localiza componentes comunes —me atrevo a llamarlos engranajes—, presentes en todos: atracción por lo oculto; relación con expresiones o metáforas de lo infinito; “discontinuidad como condición de la obra”; tendencia a la repetición (decir, más o menos lo mismo, de distintas maneras); y una forma —una estética— cuyo principio más evidente es lo inacabado.
Maestros antiguos
De las Analectas de Confucio —libro que recoge las enseñanzas del maestro recogidas por sus alumnos—, proviene la premisa: a mayor concisión, más voluminosos serán los comentarios. De Confucio escribió Elías Canetti: tan relevante como lo que dice, es lo que no dice. La estela confuciana sugiere una enseñanza: que el silencio puede llegar a ser prudente y benévolo. Invita a pensar que hay un vínculo entre silencio y bondad, una virtud en la concisión, en el mínimo uso de las palabras.
Heráclito encarna lo oscuro y oracular. Sus frases condensan los acertijos que proliferaban en la antigüedad, en la región mediterránea. “Disfrazan su sentido con el velo de la metáfora, los homónimos y los dobles sentidos”. Como si hubiesen sido creados para ser interpretados. O como si ciertos hechos tuviesen existencia para imponer al hombre la obligación de ser desentrañados.
Este llamado, tácito en Heráclito, se expresa de forma evidente en el Evangelio de Tomás (uno de los evangelios apócrifos, compuesto por 114 dichos atribuidos a Jesús de Nazaret). Es allí donde se encuentra el imperativo del desciframiento: Aquel que descubra la interpretación de estas palabras no probará la muerte. Es la incitación a buscar la verdad —mandato de supervivencia, cuerda tendida a la esperanza— que subyace en el aforismo.
Erasmo, Bacon, Pascal
El relato de la obsesión que ocupó a Desiderius Erasmus (Erasmo de Róterdam, 1466-1536) ocupa un capítulo en su vida y en los hitos del Renacimiento. A lo largo de la vida mantuvo su vigilia: investigaba —puede decirse, perseguía—, precisaba, anotaba los Adagia, proverbios de origen griego y latino, que llegaron a sumar 4.215, en los que el sacerdote privilegiaba la presencia de ingenio y novedad. Fue él quien se refirió a ellos como granos de mostaza: “en apariencia, minúsculos e insignificantes, su poder es inmenso”, atributos que están en el núcleo de la moderna comprensión del aforismo.
Francis Bacon (1561-1626), autor del fundamental Aforismos sobre la Interpretación de la Naturaleza y el Reino del Hombre, concluyó que de los saberes de la Antigüedad, solo se habían salvado restos de un gigantesco naufragio. “Bacon concibe el aforismo como una invitación a participar en la empresa de la investigación moderna”. Así, el aforismo tendría un carácter instrumental, pequeña y potente linterna con la cual abrirse paso por los secretos de la Naturaleza. Fue firme al señalar que estimulaban el ingenio e impulsaban ver más allá.
Blaise Pascal (1623-1662) anotaba sus pensamientos en el primer papel que encontraba a mano. A veces, nada más que dos o tres palabras que le sirvieran de guía. Hacia el final de su brevísima vida (vivió solo 39 años), alcanzó a organizar una parte de su obra. Pero esos esfuerzos no cambiaron el estatuto estructural de su desorden ni tampoco aclararon muchos de los enigmas de sus escritos.
La posición de Hui se fundamenta en las tesis de quien ha visto en la obra de Pascal una respuesta a Descartes, en concreto, en el uso insistente del fragmento. “Descartes llega a una estructura arquitectónica, mientras que la ejecución de Pascal es mucho más tambaleante, proclive al titubeo y las fallas”. En Pascal hay un rechazo medular hacia la confianza orgullosa en la razón (“El corazón tiene razones que la razón no comprende”). No olvida los infinitos —Dios, el espacio, los números y el tiempo—. Tampoco la defensa de la soledad y el autocultivo personal, opuestos a la sociabilidad y la conversación ingeniosa que se promovía en el siglo XVII. Hui recuerda la anotación del filósofo y semiólogo francés Louis Marin: “Los pensamientos son un laboratorio textual que permite producir un texto para ponerlo a prueba frente a su forma, que es el fragmento”. La brevedad, como poética, se lee como expresión de la imposibilidad humana ante la totalidad. “Pascal vio el mundo como una cifra”.
Nietzsche y lo inacabado
Esto de Nietzsche sobre “la efectividad de lo incompleto. Igual que las figuras en relieve producen una impresión tan fuerte en la imaginación porque parecen estar a punto de saltar fuera de la pared, pero se han quedado detenidas de repente, así la presentación incompleta y en relieve de una idea, una filosofía entera, es a veces más efectiva que su realización exhaustiva: el espectador tiene más que hacer, se lo incita a seguir elaborando lo que se insinúa a sus ojos con luces y sombras tan intensas, a pensar sobre ello hasta el final y a que supere él mismo el obstáculo que hasta entonces le impedía a la figura en relieve dar un paso adelante y adquirir forma plena”.
Así, el aforismo resulta en una forma literaria perdurable, porque presentado bajo una forma literaria que resulta nítida, pieza única extraída de un fondo brumoso, captura la atención del lector, que puede entonces apropiarse de él, anotarlo en cualquier parte, traerlo a cuento —incluso cuando no lo desea, porque él regresa inesperadamente—, porque su brevedad, su movilidad, su condición liviana y densa a un mismo tiempo, su habilidad para mantenerse vivo en el tiempo, su formato inteligible, su autonomía y el modo en que nos incitan a pensar, lo mantienen adherido a la memoria, listo para recordarnos que, no importa cuándo, al despertar, el aforismo seguirá allí.
*Teoría del aforismo. De Confucio a Twitter. Andrew Hui. Traducción Rodrigo Guijarro Lasheras. Ediciones Cátedra, Grupo Anaya, Madrid, 2021.
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