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Tronco e? lavativa, ¿cuánto cuestas transición?

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Poco importa, en realidad. Lo que se necesita se paga, igual que lo que se derrocha, y en el castrismo venezolano no ha sido solo el combustible, se ha derrochado y malbaratado a todo un país. Desde esta semana tenemos una economía tasajeada, enloquecida y de frustración multiplicada. Hemos ingresado formalmente al comunismo, una ideología fundamentada en el fracaso y ruina. Solo los chinos lo han superado después de que Mao finalmente sembrado por el tiempo, y con la tesis de que no importa el color del gato con tal que cace ratones, los jefes son comunistas, pero manejan el país con criterio empresarial.

Con la moneda venezolana –bolívar soberano– el castro-madurismo le quitó valor a cualquier esperanza que pudiera haber quedado por ahí revuelta entre despojos y basura, enfermedades viejas que regresan del pasado y ahora son nuevas; violaciones, abusos, falsedades y presos políticos. Es el epílogo de una sociedad con mucho dinero que nada vale, la máscara y disfraz sobre el cuerpo arrasado por la lepra social, alardes de un régimen que no gobierna, sino que grita, alardea, fracasa y falla.

Ya no hay economía sino papeles y arrugas que se corren. Hay una oposición política y social que crece porque es la única que ha señalado siempre, con coraje y bajo vigilancia, la verdad de lo que ha venido ocurriendo en los últimos años, y una oposición oficialista, complaciente, timorata, cómplice y cooperante que se ha aislado a sí misma atrincherada en promesas vacías que repite sin cesar mientras transige en las realidades, que sobrevive incoherente sobre sus propios encarcelados, inhabilitados y muertos.

Debemos estar claros, esperanza siempre hay, lo que ya no tenemos es país. Nos han convertido y –nos hemos dejado convertir– en fachada de Potemkin –acorazado ruso que se hizo famoso por el motín de sus marineros contra los oficiales en junio de 1905, tiempo después se consideró un primer paso hacia la revolución rusa de 1917 y se convirtió en un símbolo revolucionario gracias a la película muda El acorazado Potemkin, dirigida por Sergéi Eisenstein en 1925–, en un Stalingrado arrasado por nuestra propia dirigencia.

No somos ya una nación solvente sino una deuda costosa y casi impagable, dejamos de ser un pueblo noble y afable para convertirnos en una procesión de irritados energúmenos y llorosos desamparados que sobreviven y mueren sin saber qué hacer ni para dónde ir. Hablamos de una ilusión llamada comunidad internacional que emplazamos a diario y con vehemencia para que nos salve de nosotros mismos, pero al mismo tiempo desplegamos banderas de independencia y soberanía; no sabemos cómo cancelar la gasolina ni la comida, ni siquiera los velorios de nuestros muertos. Y con cinco dígitos menos –además de aquellos tres– y el petro, que nadie conoce, ni respeta ni reconoce, nos engañan, se burlan, y otra vez siguen corriendo tras su propio desastre.

¿Nos recuperaremos? Sí, los países siempre se recuperan. Pero antes deben costear sus propias culpas. Los errores se pagan y son muy costosos; pagaron los alemanes por Hitler y el nazismo que ellos llevaron al poder; cancelaron los rusos por los años del oprobioso e infame stalinismo que sus masas populares enclaustraron en el Kremlin; sufragaron y continúan haciéndolo los cubanos por la brutalidad implacable y asesina del castrismo que recibieron hace décadas con vítores y emociones populares.

Los venezolanos estamos hoy costeando con intereses altísimos lo que elegimos en 1998, incluyendo el secamiento de los partidos que durante los primeros años del siglo XX lucharon hasta imponernos la democracia para después dejarla abandonada entre egoísmos, negocios, ambigüedades y prepotencias. Y no nos engañemos, todavía falta mucho por cancelar antes de que esa mujer que todos conocemos y respetamos –única dirigente venezolana en la cual podemos confiar y seguir creyendo– pueda guiarnos hacia una Venezuela como anhelamos, deseamos y seguimos esperando.

Dejemos de ser habitantes, confíenos en nuestra ciudadanía como ciudadanos, que impere y se imponga siempre la venezolanidad, nunca subestimemos ni descuidemos nuestra capacidad de sobreponernos a esta pesadilla y mal rato que la historia nos obligó vivir.

La transición viene en camino, es inevitable y el tiempo no se detiene, pero será de todo menos fácil. Es la cuota final de nuestra deuda. La más dura de pagar.

@ArmandoMartini

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