Por LUIS PÉREZ-ORAMAS
Decía Paul Valéry, en un aforismo que pudiera Víctor Guédez añadir a esta enciclopedia de pensamientos que ha ido reuniendo —pequeños alephs de sabiduría que lo conducen—: “Sueño: llamamos sueño a cierto recuerdo. Llamamos sueño al recuerdo de un sueño”. Y más adelante: “Sueño es aquello que puede ser convertido en sueño. Cuando despertamos”. Freud, que reinventó la palabra ‘figurabilidad’, nos dejó el abanico abierto de esas tres cifras que se juntan en aquello de nunca llegar a ser hasta más tarde: el sueño, la figurabilidad y, por supuesto, la memoria.
Vivimos a merced del olvido. Pero en nosotros vive, latente, sin que sepamos, el reservorio magnífico de lo inolvidable. Y un día cualquiera, como el sueño, como la memoria, como la intensidad figural haciéndose a la vez extensa y concreta en las figuras, lo inolvidable retorna en nosotros y nos hace saber que el olvido, despertando, incesantemente nos trabaja, y alimenta nuestra savia.
Un día de mi infancia entré, de la mano de mi padre, a la casa de Víctor Guédez. No sabía —como no sabemos nada en la infancia, ese lugar sin voz en el que las palabras de otros comienzan a hacer su nicho en nosotros— en casa de quién entraba. Tampoco recordaba, hasta hace muy poco tiempo, haber ido a esa casa, haber entrado en ese recinto.
Sucede que pocas semanas atrás, durante la clausura forzada por la pandemia, nos tocó celebrar (y a quienes fuimos recipiendarios, también agradecer) la otorgación de los premios AICA, capítulo Venezuela. Entonces, en uno de esos encuentros ‘virtuales’, yo pude ver a Víctor en su casa, rodeado por infinitas bibliotecas. En ese instante volvió lo inolvidable a mí, como a veces vuelve el sueño. Y pude entonces despertar a la memoria de aquel día de infancia, cuando entré, de la mano de mi padre, a la casa de Víctor Guédez.
Vino a mí como una imagen precisa, nítida, impecable. Era la vívida memoria de una casa plena de obras de arte, y con ello la primera experiencia que tuve en mi existencia de una colección, tal como puedo llamarla hoy con un nombre que entonces me faltaba.
Aquel primer asombro fue, como también solo puedo saberlo hoy, un evento formador —quizás también transformador— en mi vida. Me he dedicado por largos años, en buena parte, a estar en el corazón de colecciones de arte —privadas, públicas, personales, ficticias, legendarias—; he contribuido a formar algunas; pero sin duda la primera fue aquella casa de Víctor Guédez en la que las obras se acumulaban ante mis ojos inmensamente abiertos y sin voz, de suelo a techo, como los libros que lo rodeaban el día en que lo inolvidable se hizo en mi memoria nuevamente.
Otro aforismo, éste sí absolutamente conductor de mis investigaciones y de mi escritura en materia de historia del arte, encontrado entre las páginas de Pascal Quignard, viene al caso: “Aquello que olvidamos no nos olvida”.
Valgan estas líneas, a la entrada de otra colección de Víctor Guédez, esta vez de pensamientos aforísticos, percutantes, de brevedad y sabiduría, en la palabra de tantos otros que este libro reúne. Le he dicho a Víctor, casi en forma de disculpa, que en mi apenas juventud (porque al final la vida nos iguala) me esforzaba por entender la amplitud de los registros de su gusto, y de su inteligencia crítica. Hoy sé que su oficio ha sido constante en construir y defender esa amplitud de registro, y por ello este libro es más que una colección: es también una cifra de su obrar, el monograma en forma de enciclopedia manual de pensamientos que lo ha acompañado.
Víctor Guédez no ha cesado de frecuentar el hacer de nuestros artistas, y esa larga y fructífera jornada crítica, acometida en el tiempo en que nuestra escena artística multiplicaba su orfandad, es también una lección: aquella de una vocación hacia el hacer —y como en este libro, hacia el pensar— de los otros desde donde, como en lo inolvidable que retorna, es siempre posible imaginar el futuro.
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