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Aforismos de Emil Cioran (1911-1995)

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Por EMIL CIORAN

En Shakespeare hay tanto crimen y tanta poesía que sus dramas parecen concebidos por una rosa demente.

 

Ha habido dos cosas que me han colmado de una histeria metafísica: un reloj parado y un reloj en marcha.

 

Nada de lo que sabemos está libre de expiación. Tarde o temprano, terminamos pagando muy caro las paradojas, los pensamientos osados o las indiscreciones del espíritu.

 

Sobre todas las cosas —y en primer lugar sobre la soledad— estás obligado a pensar negativa y positivamente a la vez.

 

El papel del pensador es retorcer la vida por todos sus lados, proyectar sus facetas en todos sus matices, volver incesantemente sobre todos sus entresijos, recorrer de arriba abajo sus senderos, mirar una y mil veces el mismo aspecto, descubrir lo nuevo solo en aquello que no haya visto con claridad, pasar los mismos temas por todos los miembros, haciendo que los pensamientos se mezclen con el cuerpo, y así hacer jirones la vida pensando hasta el final.

 

La palidez es el color que cobra el pensamiento en el rostro humano.

 

Una filosofía de la conciencia no puede terminar más que en una del olvido.

 

Un hombre que practica toda su vida la lucidez, se convierte en un clásico de la desesperanza.

 

A quien no le parezca que después de cada amargura la luna le ha puesto más pálida, los rayos del sol más tímidos y que el devenir pide excusas, cercenando su ritmo, a ese le hace falta la base cósmica de la soledad.

 

La infelicidad es el estado poético por excelencia.

 

En el fondo, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo.

 

¿Qué hombre, al mirarse en el espejo en penumbra, no ha tenido la impresión de encontrarse con el suicida que lleva dentro?

 

Cada problema requiere de una temperatura diferente. Solo a la desdicha le sirve cualquiera…

 

Todo cuanto en nosotros hay de indómito y agitado, de irracional compuesto de sueño y de bestialidad, de deficiencias orgánicas y aspiraciones ebrias, como de explosiones musicales que ensombrecen la pureza de los ángeles y nos hacen mirar desdeñosamente una azucena, constituye la zona primaria del alma. Ahí se encuentra la melancolía en su casa, en la poesía de esas flaquezas.

 

La enfermedad representa el triunfo del principio personal, la derrota de la sustancia anónima que hay en nosotros. Por eso es el fenómeno más característico de la individuación. La salud —incluso bajo la forma transfigurada de la ingenuidad— expresa la participación en el anonimato, en el paraíso biológico de la indivisión, mientras que la enfermedad es la fuente directa de la separación.

 

Todo hombre es su propio mendigo.

 

La amargura es una música alterada por la vulgaridad. Solo existe nobleza en la melancolía. Por ello no carece de importancia saber en qué matiz del tedio por el mundo has estado pensando en Dios…

 

Las autobiografías hay que dirigirlas a Dios y no a los hombres. La propia naturaleza da un certificado de defunción cuando uno se dedica a contar sus cosas a los mortales.

 

Por más pretensiones que tuviéramos, en el fondo, únicamente podemos pedir a la vida que nos permita estar solos. Así le damos la oportunidad de ser generosa e incluso pródiga…

 

Todo lo que no es salud, desde la idiotez hasta la genialidad, es un estado de terror.

 

La sensibilidad por el tiempo es una forma difusa del miedo.

 

La posibilidad de sentirse alegre entre los demás, sobre todo hasta cuando nos cohíbe la mirada de un pájaro, es uno de los secretos más extraños de la tristeza. Todo está helado y te dedicas a derrochar sonrisas; ningún recuerdo te devuelve ya al que fuiste y te sientes con ánimo de inventarte un pasado; la sangre rechaza alientos de amor y las pasiones lanzan llamas frías sobre unos ojos apagados.

 

Los desiertos son los parques de Dios.

 

Sufrir es la manera de estar activo sin hacer nada.


*Tomados de El ocaso del pensamiento. Traducción: Joaquín Garrigós. Tusquets Editores, España, 2022.

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