En la página web del ilegítimo Tribunal Supremo de Justicia, el lector puede encontrar la ponencia emitida por la Sala de Casación Social (número 15, del 24 de febrero de 2022), que condena a una empresa a pagar a los deudos (la viuda y un hijo) una indemnización de 2.000 bolívares por concepto del daño moral causado por la muerte del trabajador Ricardo Iván Álvarez Valiente, en un accidente automovilístico ocurrido el 30 de noviembre de 2007. Hay que detenerse en lo que esto significa: que el tribunal considera que una compensación justa por el daño moral causado por la muerte de un trabajador es de 2.000 bolívares, cifra aproximada a los 500 dólares.
Compárese esta decisión, cuyo fondo es nada menos que la pérdida de una vida humana, con la sentencia que el mismo ilegítimo Tribunal Supremo de Justicia emitió en contra del diario El Nacional, por un delito que no cometió ―inocencia comprobada hasta la saciedad―, y que le ordenó pagar, bajo el supuesto genérico de daño moral a Diosdado Cabello, un monto aproximado de 13,5 millones de dólares.
¿Qué hay entre estos dos extremos señalados aquí? Una cantidad enorme de sentencias que favorecen, de forma sistemática e implacable, a los capitostes del régimen, a sus aliados, a los enchufados y a sus empresas, a los depredadores del medioambiente, a los esquilmadores de las riquezas minerales del país, a los altos mandos que roban, extorsionan, secuestran y torturan a indefensos, y que con ferocidad abierta e impune despojan, menoscaban, ridiculizan, desconocen los derechos de los millones de ciudadanos que no forman parte del PSUV, de las redes CLAP o de las mafias que se reparten el país en secciones del territorio bajo su control.
Repito: ¿qué hay entre una sentencia y la otra, entre la familia de Ricardo Iván Álvarez Valiente y Diosdado Cabello? Pues hay una distancia política y social insalvable. Cabello es parte sustantiva de la oligarquía que domina a su antojo el destino del país, uno de los más poderosos jefes oligarcas de Venezuela, mientras que los familiares de trabajador fallecido no son sino eso: familia de un simple trabajador que vivía en el estado Anzoátegui. En la tabla de precios con que se juzga a las personas, Cabello ocupa un lugar, no diré que privilegiado, sino mucho más que eso: un sitial de absoluto poderío, impunidad y descaro.
Que nadie lo dude: en Venezuela el régimen mantiene una tabla de precios, con la que aplasta nuestras vidas. Esa tabla de precios es la que establece que las vidas de millones de personas no valen nada o valen muy poco. Es la que determina que personas que no han cometido delito alguno, como el periodista Roland Carreño, permanezcan encerradas en mazmorras, solo por haber ejercido el derecho constitucional de tener unas opiniones contrarias al régimen, y por realizar actividades legítimas y legales, destinadas a cambiar el curso de las cosas en Venezuela.
La tabla de precios del régimen ha creado dos estatutos en Venezuela. De una parte, un pequeño grupo, 2% o 3% de la población venezolana, que vive envuelto en un estado de absoluta impunidad y tiene al ilegítimo Tribunal Supremo de Justicia, a los cuerpos represivos, a las fuerzas armadas y a los poderes públicos bajo su control, como sus valedores y garantes. Esta oligarquía chavista no solo controla lo que queda -las ruinas- de las instituciones. También se ha adueñado de las empresas del Estado, de los ingresos petroleros, de la explotación privada de las riquezas del subsuelo, del contrabando de combustibles, del tráfico de minerales a otros países. Los bienes de la Nación y del Estado los reparten como franquicias territoriales. Paramilitares, bandas de delincuentes, grupos del ELN, de las ex FARC, pranes, jefes militares, jefes policiales, grupos del PSUV y otros son los beneficiarios del desguace de Venezuela.
El otro grupo, más de 97% de los venezolanos, vive dentro o fuera de las fronteras y es la inmensa masa de ciudadanos depreciados, de vidas devaluadas, impotentes ante la confabulación de los poderes, exánimes a los que han dejado sin derechos: sin los más elementales servicios públicos, sin servicios hospitalarios, sin educación de calidad, sin un sistema de identificación y extranjería que funcione de forma eficiente, sin instituciones que velen por su integridad, sin fuentes de trabajo, sometidos a la brutalidad de la hiperinflación, de una economía dolarizada que solo sirve a unos pocos, sin una estructura de poderes públicos que los protejan de los abusos y de la muerte que campea en pueblos y ciudades, en las costas y en las zonas fronterizas, en las carreteras y hasta en las vías agrícolas.
Pero todavía hay algo más que añadir: la depreciación de lo humano en nuestro país ya no se esconde. El poder ha perdido la energía del disimulo. Ya ni siquiera intenta envolver sus actuaciones en discursos políticos o ideológicos. Ni se siente obligado a pagar el precio de la ocultación. Simplemente toma lo que necesita, lo que quiere, lo que le complace, mientras la mayoría del país continúa en la senda del hundimiento de sus derechos democráticos, de su calidad de vida y de su perspectiva de futuro.
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