Cuando le comenté a mi amigo el embajador mexicano Jesús Puente Leiva que mi mujer había amanecido amenazando con lo que haría si ella fuese presidente de la República, le pregunté: Embajador, ¿Usted me recibiría en la embajada como asilado? Y me contestó: “Maestro, puede venirse esta misma tarde!”.
¡El asilo es muchas promesas! Es el lugar en el que podemos refugiarnos si nos persigue el régimen político que nos agobia; o si tratamos de escapar de nuestras infamias o si pernoctamos en un lugar que consideramos como nuestro país. Nixon Moreno, dirigente opositor, se refugió en Caracas en la Nunciatura Apostólica; España se negó a dar asilo político al general panameño Manuel Antonio Noriega, el papa Francisco se hospedó en la Nunciatura de Santiago de Chile.
El asilo significa amparo, protección, pero es también la institución benéfica en la que terminan sus vidas algunos ancianos, gentes menesterosas o los locos. Los venezolanos, tan dados a los eufemismos, llaman a estos lugares “Residencias”, pero definen claramente como manicomio el sitio donde los dementes despedazan a sus demonios y arrastran sus delirios disparándolos al sol o a la noche en confusos discursos absurdos y reiterados. La visión popular que generalmente se tiene del patio del manicomio es similar a la que guardamos desde niños del infierno.
Si consideramos que muchos de nosotros nos sentimos agobiados o perseguidos por el régimen bolivariano, o simplemente nos consideramos menesterosos por la precariedad económica que nos golpea y por la escandalosa hiperinflación desatada por la incompetencia de quienes tienen en sus manos los destinos venezolanos, podemos inferir que nos estamos consumiendo en un asilo que es el propio país. Pero el manicomio será el lugar que le conviene a quienes actúan como enajenados manejando la economía del país. Vuelvo a decirlo: somos unos menesterosos asilados en un lugar del mundo que se llama Venezuela, la otrora sucursal del cielo. Si agregamos las amarguras que sufrimos cuando nuestras familias abandonan sus casas y nos sumamos a la tragedia de la diáspora y a las incertidumbres del exilio que les espera, la imagen será la de estar confinados en el narcoestado bolivariano. Será como vivir en una isla pero dentro de una cárcel, como le ocurrió a Reinaldo Arenas: opositor político, homosexual y escritor rebelde, pudriéndose en el Morro o en alguna mazmorra. Le tocó ser tres veces isla en una isla aislada en un mundo que no ha dejado de agonizar en el mar de la felicidad.
Al quedar viudo, a una edad avanzada, comprendí que el mejor asilo para dejar correr mis últimos años es mi casa; allí me muevo con los ojos cerrados porque sé dónde se encuentran las cosas y me siento libre de comportarme a mi manera, es decir, ir y venir, levantarme a ninguna hora precisa; tener música a mi alcance; libros, películas; escribir y, tardíamente, lo sé, tratar de encontrarme a mí mismo.
En mi casa, la energía fluirá libremente. Nadie me inducirá, como en las películas, a tomar una pastilla o beber unas gotas destinadas a doblegarme hasta quedar catatónico o a seguir normas, horarios e instrucciones impuestos por la dirección del asilo o de la Residencia.
Y me escaparé de mi casa las veces que se me antoje, bien sea por la puerta de la calle o por el pensamiento y regresaré lleno de júbilo con el ardor de la vida en mi aliento y abriré y cerraré armarios, gavetas y alacenas sin dar explicaciones; moveré muebles, modificaré la decoración y en mi imaginación escucharé cantar a la alondra; hablaré con mis amigos y contemplaré y regaré los helechos de mi jardín.
Jamás estaré solo porque descubrí, al no más morir mi mujer después de haber compartido mi vida con ella durante más de cincuenta años y conocer juntos los abismos del amor, que ella me sigue acompañando; solo que mudó para el día siguiente su fecha de nacimiento para no coincidir con el cumpleaños de Blanca Ibáñez y cambió de nombre en el último momento: en lugar de Belén se llama ahora Soledad.
Me imagino en el interior de un asilo de ancianos y me crispa verme en él junto a seres desahuciados, languideciendo sin memoria, chapoteando en una tristeza antigua y sin resplandor. Como si Anton Chejov, convertido en el doctor Andrei Efímich Raguin, estuviese en el asilo y no en la sala seis del hospital rural que alberga a los locos. Y no será, precisamente, en un asilo o en la Residencia de ancianos donde voy a iniciar el largo camino que habré de emprender cuando deba navegar hacia la oscuridad. Lo haré desde mi casa y será una suerte para mis hijos porque podrán liberarse de la presunta obligación o responsabilidad de cargar con mis manías y artimañas de viejo y podrán rehacer sus vidas en el país que sabrán elegir.
Para entonces habré conseguido no una enfermera porque no sabría resistir su fingido afecto llamándome “mi amor” o diciéndome “abuelito”, sino alguien que en verdad quisiera cuidarme y consolarme de mis achaques sin sentirse protagonista en el último acto de esta melancólica pieza teatral.
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