Por NELSON RIVERA
Como algo que florece ante nuestros ojos. Como si tuviese la propiedad de volver siempre como novedad. Como si cada relectura fuese una primera lectura. Lo leemos y lo sentimos en las inmediaciones. Merodeando a nuestro alrededor, hablándonos. Cuesta hacerse a la idea de que las Meditaciones fueron escritas hace casi dos milenios. Cuesta ajustarse a la idea de que Marco Aurelio no es un hombre de nuestro tiempo. Y que, en lo esencial, no se dirigía a nosotros, sino a sí mismo.
Pierre Hadot reubica a Marco Aurelio (121-180). El emperador-filósofo vivió en una esfera mental muy distinta a la nuestra. Su escritura, y esto es medular, era ejercicio espiritual, realizada con reglas bien definidas. Las Meditaciones no son una sucesión de notas espontáneas. A menudo repetía, con variantes, los pensamientos que derivaban de su condición de estoico.
No dictaba: escribía por sí mismo, en griego, que era la lengua de los filósofos. Como se ha dicho: quizás no haya habido otro hombre que haya sido preparado como él para gobernar el Imperio romano. Tuvo maestros decisivos. A la edad de 39 años se hizo emperador y, de inmediato, asoció al imperio a su hermano adoptivo, Lucio Vero. En funciones, le tocó dirigir campañas militares, actuar ante catástrofes naturales, hacerse cargo de las luchas políticas, padecer la muerte de seres amados.
Marco Aurelio fue un prototípico filósofo de la Antigüedad: llevaba una particular forma de vida (Hadot se extiende sobre este tema en su vibrante La filosofía como forma de vida). Tenía 25 años de edad, aproximadamente, cuando Junio Rústico, su amigo y tutor de conciencia, lo introdujo en las enseñanzas de Epícteto, el filósofo-esclavo, y le inculcó la bondad de lo simple, de la escritura despojada, lo que contrariaba las prédicas de la retórica y la elocuencia. Hadot demuestra que las Meditaciones provienen, sobre todo, del influjo de Epícteto (errata naturae editores publicó en 2015 una valiosa edición que contiene el Manual de Epícteto y un estudio de Hadot).
El fluido estoico
Una vida conforme a la naturaleza: como bien señala Hadot, cuando en marzo de 161 Marco Aurelio se convierte en emperador, el pueblo de Roma sabe que su nuevo gobernante es un filósofo que se asume a sí mismo como estoico, de la estirpe de Cleantes, Zenón, Crisipo y Epícteto (el análisis de las Meditaciones revela que Marco Aurelio conocía más textos de Epícteto de los que han llegado hasta nosotros). Las Meditaciones no tenían título alguno (Hadot expone un detallado recuento de los muchos títulos que ha tenido y han sido fuente de especulaciones sobre su carácter y estructura): que son fragmentos de una obra mayor que se perdió; que son fragmentos de una obra que no llegó a escribirse; que era una especie de diario en el que el emperador consignaba sus pensamientos y preocupaciones.
Hadot precisa: eran “hypomnématas”, notas personales y privadas, que no tenían como finalidad ser publicadas. Escritura del día a día. Variaciones del estado espiritual de su autor. Salvo el libro I (la más perfecta secuencia de gratitud que haya leído), las anotaciones de los libros II al XII tienen distinta extensión y no parecen guiadas por una lógica evidente: a veces describe sus propios defectos, reflexiona sobre cuáles podrían ser las mejores conductas, recuerda a personajes que han tenido alguna significación, vuelve una y otra vez a la cuestión medular de la fragilidad y la condición mortal del ser humano: que las “Meditaciones” hayan llegado hasta nosotros es otro milagro, a lo largo de los siglos, cuyo proceso es desconocido.
Además de las dos señaladas (las escribió para sí mismo; las escribió día a día), la tercera “certeza” de Hadot es que las notas fueron escritas de acuerdo con “una forma literaria muy refinada”, el resultado de ejercicios espirituales, inscritos estos en el dogma mayor del estoicismo: sólo el bien moral, la virtud, es un bien; sólo el mal moral, el vicio, es un mal. De este enunciado mayor surgen muchos de los principios (kephalaia) que se exponen en las Meditaciones: existe lo que depende de nosotros y lo que no depende de nosotros: de ello se deriva que solo de lo que depende de nosotros puede estar bien o mal; el hombre es autor de su propia turbación, que se origina en el modo en que se representa las cosas; a su vez, de lo anterior se desprende esto: todo es juicio, es decir, todo está sujeto al modo en que nos representamos la realidad.
Está el dogma que sostiene la unidad, la racionalidad del mundo: todo se origina, llega, metamorfosea y se repite conforme a la voluntad de la Naturaleza Universal, incluso los sufrimientos y la maldad humana. Así, todo es destino. El hombre no es más que un componente en la inmensidad de la Naturaleza, en la infinidad del espacio y del tiempo. En la inmensidad, la vida tiene una duración minúscula. Las cosas son homoeidis: se repiten hasta el infinito y ninguna cosa es extraña a otra, existen encadenadas las unas a las otras. Aspirar a la gloria es vano. Otro dogma que se contrapone al credo platónico: no hay oposición entre la racionalidad y la irracionalidad, ambas están sometidas a la capacidad de juicio del ser humano, a la disciplina de asentimiento.
Escribir como ejercicio espiritual
Inscritas en el pensamiento estoico, las Meditaciones son demostraciones, ejercicios espirituales que responden a las tres disciplinas, a las tres actividades primordiales del alma: el juicio, el deseo y el impulso a la acción. Cada una de las hypomnématas, de las notas que la componen, se refieren a una o a más de una de estas disciplinas: ellas responden a un sistema conceptual, aun cuando su comprensión no constituya un requisito para leer a Marco Aurelio.
Lo que el libro de Hadot añade es un marco de claves y referencias de todo cuanto subyace en ellas. Demuestra que se trata de variaciones sobre un número reducido de temas y explica por qué Marco Aurelio regresa a las mismas fuentes de pensamiento. Más que escritura que pretende “fijar”, lo esencial para el emperador-filósofo era la ejercitación, volver a formular, escribir otra vez. Las anotaciones no son espontáneas, sino el resultado de un programa basado en la acción de escribir: de volver a escribir. Por ello están citados o incorporados los pensamientos de autores como Epícteto y muchos otros.
Esa sensación que experimentamos, de que cada “meditación” acaba-de-ocurrir, proviene de la concentración en el presente, que es uno de los dogmas estoicos: “Quien ve las cosas presentes ya ha visto todo, cuando ha sucedido desde la eternidad y cuanto sucederá indefinidamente: todo es del mismo género y especie”. Pero también de la práctica de Marco Aurelio de otro de los dogmas del estoicismo: la coherencia, del acuerdo moral consigo mismo.
De lo vano y efímero
En numerosas de estas notas, el emperador-filósofo hace patente “la exterioridad absoluta de las cosas exteriores”, con lo que se aproxima a la cuestión de lo vano y lo efímero: “Todo cuanto ves pronto se destruirá y los que ven cómo esto se destruye, pronto también serán destruidos”. Esa exterioridad está impedida de afectar el discurso interior, que sigue siendo libre. “La ciudadela interior” es justo esa condición infranqueable, “el reducto inviolable de la libertad”.
Delimitarse, circunscribir el yo, aprender a deslindarse de las cosas, distinguir entre el yo y la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, reconocer que toda falta implica una contradicción, ejercitarse en la separación del presente del pasado y del porvenir, el beneficio de ir al detalle, al presente de cada experiencia: “La mayoría de los hombres no viven, porque no viven en el presente, sino que siempre están fuera de sí mismos, alienados, empujados hacia atrás o hacia delante por el pasado o el porvenir. Ignoran que el presente es el único punto donde son de verdad ellos mismos, libres, el único punto también que nos da, gracias a la acción y a la conciencia, acceso a la totalidad del mundo”.
Del ánimo de Marco Aurelio
A menudo se repite que Marco Aurelio es uno de los maestros pensadores del pesimismo (de hecho, Schopenhauer lo leyó con devoción). Más preciso sería señalar, como advierte Hadot, que su ocupación consistía en ver las cosas en su realidad desnuda, en tomar distancia de falsos valores como la mezquindad y la vileza. Marco Aurelio promovía la actuación seria (con el alma; para un fin razonable; actuación concentrada, no dispersa), separada de la intención: las buenas intenciones no fracasan: fracasan las acciones. El que actúa debe hacerlo a favor del bien común. El destino debe ser consentido, lo cual no equivale a resignación. Y el que se haya ocupado de forma insistente en pensar la muerte (recordando a los desaparecidos, haciendo patente la proximidad de la muerte y la fragilidad de la vida), no solo es la proyección de su biografía, sino que es expresión de algo esencial: los ejercicios espirituales, a fin de cuentas, son un modo de prepararse para morir.
Uno de los dogmas del Estoicismo, la cuestión de la serenidad ante los problemas del mundo, desafió a Marco Aurelio: como bien han documentado los historiadores, sus años como emperador fueron duros e incluso terribles (de hecho, más de uno le ha endilgado la responsabilidad del declive del Imperio, y alguno como Augusto Fraschetti, en su libro Marco Aurelio: la miseria de la filosofía, le ha acusado de actuar de modo feroz a contracorriente de las ideas volcadas en las Meditaciones, tanto en lo militar como en la persecución de los cristianos).
Estos debates, que han ocupado a historiadores y a los que buscan encontrar en las obras el retrato fiel de sus autores, no impiden reconocer la fuerza y recurrencia con que el prójimo protagoniza las Meditaciones. Si a un establecimiento ofrenda Marco Aurelio sus anotaciones, ese establecimiento es el del prójimo (con lo cual la idea de amar al semejante no podría considerarse una invención exclusiva del cristianismo, sino también del estoicismo).
Pero tampoco ciegan el asombro, la sensación de luminosidad, de lucidez próxima que nos produce leerlo hoy. Algo en estas anotaciones parece responder a las preguntas de nuestro siglo XXI. En dos párrafos distintos, que ofrezco aquí al lector de forma consecutiva, Pierre Hadot lo sintetiza así: “En la literatura universal encontramos muchos predicadores, aleccionadores, censores, que dan lecciones morales a los otros con suficiencia, ironía, con cinismo, con acritud, pero es extremadamente raro ver a un hombre ejercitándose a sí mismo para vivir y pensar como un hombre”. Su extraordinaria potencia radica en esto: “Se habla a sí mismo, pero tenemos la impresión de que se dirige a cada uno de nosotros”. Y agrego yo: nos habla a cada uno de nosotros, aquí y ahora.
La ciudadela interior. Pierre Hadot. Traducción: María Cucurella Miquel. Ediciones Alpha Decay, España, 2013
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