Fue una tarde de noviembre, de las últimas del otoño, cuando los días son cortos y fríos. Todo había transcurrido con normalidad, si por normalidad se entiende una plomiza rutina, motivada entre otras cosas por la lluvia que anegaba la calle y el cálido ambiente de la casa. Una tarde melancólica de domingo, con los niños jugando a la play, mi mujer enredando por la casa en cosas varias y yo leyendo. Recuerdo que estaba terminando mi segundo libro de Joel Dicker, El libro de los Baltimore. No obstante, flotaba en el ambiente una sensación de calma tensa, que se quebró, como era previsible, cuando la tarde se tornaba en noche.
Fue entonces, a eso de las 8:00, cuando sonó el teléfono. En estos tiempos en los que todo el mundo usa el móvil, el teléfono fijo causa irremediablemente un sobresalto nada agradable, como de malos augurios. Antes de cogerlo, distinguí el teléfono de mis padres en la pantalla. No me extrañó demasiado, era bastante normal que mis padres me llamaran a cualquier hora, con algún pretexto para hablar conmigo. Lo descolgué. Era mi madre.
―Julio, tienes que venir ahora.
―Mamá, ¿qué pasa? ¿Ha pasado algo? ¿Estáis bien?
―Tienes que venir.
Y colgó. Le devolví la llamada, pero no respondía. No era propio de mi madre este tipo de actitud, así que, inmediatamente, pensé en mi padre. Algo le ha ocurrido a papá.
―Maricarmen, ha llamado mi madre. Ha ocurrido algo. Me voy para allá.
―Pero, ¿qué ha pasado?
―Ni idea, pero algo serio.
Sin tiempo para la réplica, cogí el coche. El recorrido bajo la copiosa lluvia otoñal se me hizo eterno. Una vez llegué a la casa, abrí con mi llave. La escena que vi al entrar me tranquilizó un poco.
Sentados en el sillón del salón, estaban mis padres. Aparentemente, en buen estado. Sus caras, sin embargo, me resultaron ajenas. Me miraron como quien mira a un extraño y mi padre, haciendo una seña con la cabeza, señaló el otro sillón.
―Mira quien ha venido –dijo, con un tono de voz que yo nunca le había oído. Su voz denotaba un extraño tono de inquietud.
El sillón estaba vacío. Mi madre, que permanecía callada, parecía no querer mirarlo.
―¿Quién ha venido? –Respondí.
―¿Es que no lo ves? –casi gritó mi padre– ¡Tu abuela Ángela!
Me quedé pasmado.
He de decir que mi abuela Ángela existió, pero había fallecido cuarenta años atrás. Es cierto que convivió con nosotros en esa casa en la que me encontraba ahora. Muchos recuerdos de mi niñez se encontraban asociados a mi abuela. Siempre fue una mujer muy callada, contemplativa. Dulce y paciente.
Aunque murió cuando yo tenía 10 años, la recordaré siempre.
Sin embargo, no pude evitar que uno de esos recuerdos volviese a mi cabeza al escuchar a mi padre.
Era una costumbre, un gesto muy característico de mi abuela. Cuando nos íbamos con mis padres a cualquier lugar, mi abuela salía a la ventana a despedirnos. Le gustaba asomarse para vernos marchar, costumbre que mi madre, en la actualidad, conservaba.
A los pocos días de morir mi abuela, por instinto, mientras salíamos con el coche una mañana de domingo, miré a la ventana. Asombrosamente, allí estaba mi abuela, despidiéndose con la mano, como hacía siempre. Yo, lógicamente, reaccioné como el niño que era, apartando la mirada, con miedo. Cuando volví a mirar, al cabo de unos segundos, ella ya no estaba allí.
Aún, a día de hoy, me pregunto si fue sugestión, aunque siempre he pensado que realmente la vi. Que realmente seguía con nosotros, de algún modo.
Por supuesto, mi abuela Ángela no estaba allí, ahora, en aquel sillón.
―Pero papá, ¿qué me estás diciendo? La abuela no puede estar aquí, la abuela está muerta.
―Lo sé, hijo, pero aquí está.
Lo primero que pensé es que mi padre había sufrido un accidente cerebrovascular, un ictus, la enfermedad de moda, que le estaba haciendo desvariar. Hasta ese momento, siempre había dado signos de tener la cabeza perfecta, pero esto, mirado desde cualquier ángulo, era demasiado. Busqué, desconcertado, el apoyo de mi madre.
―Mamá, ¿tú también ves a la abuela? –pregunté.
―Claro, hijo. Ha venido a por mí.
Yo ya me estaba volviendo loco. No entendía nada. Mis padres siempre habían sido una gente muy cabal. Entonces mi madre se volvió hacia mí. Su expresión no reflejaba su ternura y despreocupación habitual, tan característicos. El escalofrío que recorrió mi espalda cuando habló mi madre no fue nada para la sensación que me produjo su mirada. Sus ojos glaucos, eran ahora casi blancos, transparentes. Estaban anegados en lágrimas que, sin embargo, no caían por sus mejillas.
Yo pugnaba por poner algo de cordura en aquella situación, que me estaba transportando por momentos a una sensación de irrealidad insoportable y desconcertante.
―Bueno, bueno, vamos a tranquilizarnos. A ver, ¿habéis tomado alguna medicación nueva que yo deba conocer? O si no, ¿que habéis comido? Me parece que estáis sufriendo una alucinación colectiva. Puede ser resultado de alguna intoxicación.
Mis padres me miraron como si el loco fuese yo. No obstante, me pareció percibir que se relajaban un poco, como tratando de hacerme comprender que todo aquello, al menos para ellos, tenía todo el sentido.
―Mira hijo –dijo mi padre– tu abuela ha venido porque dice que ha llegado la hora de que mamá se reúna con ella.
Yo estaba perplejo.
―Tú sabes bien que yo no sería capaz de vivir sin mamá. Me moriría, me iría detrás, así que le he pedido a tu abuela que me lleve a mí. La abuela me ha dicho que eso no lo decide ella, que solo está aquí para hacer más suave el tránsito, pero que mamá se ha de ir en cualquier caso; ha llegado su hora.
Yo estaba alucinando. Pero ¿qué clase de siroco les estaba dando a mis padres? Empezaba a pensar que habían tomado drogas. Aunque fuera por error.
―Nos ha parecido que la mejor opción es irnos los dos, pero no queríamos hacerlo sin consultártelo –continuó mi padre.
Aquello ya era demasiado. Mi paciencia estaba llegando al límite, la verdad.
―¿Me estáis pidiendo permiso para suicidaros, o es que ya me estoy volviendo completamente paranoico? ¿Pero tú te estás oyendo? ¿Qué quieres que te diga, que os vayáis con mi bendición?.
―Lo siento hijo, pero lo hemos decidido. Nos vamos los dos.
Era evidente que no podría hacerles entrar en razón y la situación me estaba sobrepasando, así que decidí que lo mejor era que los viese algún profesional.
―Donde nos vamos a ir los tres es a urgencias, a que analicen qué clase de sustancia os está intoxicando. Ahora voy a bajar a por el coche, que lo he aparcado lejos y vosotros vais a bajar al portal a esperarme. No admito un no por respuesta.
Así que, bastante cabreado y no pudiendo soportar ya más locuras, cogí el abrigo y salí para ir a por el coche.
Cuando ya estaba llegando el ascensor, mi padre se asomó a la puerta. Su expresión había cambiado; ya no parecía preocupado, sino sereno, liberado de un gran peso.
―Hijo, vete tranquilo –me dijo.
Yo estuve a punto de decirle que estaba a mil jodidos kilómetros de estar tranquilo, pero me callé y me metí en el ascensor.
La lluvia continuaba taladrando el suelo de Madrid. Me dirigía al coche, cuando un instinto primario, de esos que llevamos tatuados en los genes, me hizo volverme, como tantas veces había hecho a lo largo de los años, en un gesto que siempre me llenaba de ternura, a mirar a mi madre despidiéndose de mí.
Entonces los vi. Sentí que me flaqueaban las piernas y me tuve que apoyar en el coche para no caerme al suelo. Esta vez no volví la mirada, como cuando era niño, para constatar una realidad que me hizo entenderlo todo.
Nítidamente, desde la ventana de su dormitorio, mi abuela, mi madre y mi padre me decían adiós con la mano.
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