Victoria heredó completicas la alegría, el don de gente y el sentido del juego, virtudes propias de su mamá, su papá, sus abuelas y sus abuelos por las dos ramas de su familia y hasta de sus bisas, como les decía a sus viejos chochos, amados y amadas. ¡Esos legados venían incluso hasta de su hermano mayor, quien andaba siempre contento y fresquito por dentro!
Victoria creció rapidísimo. Ya para entonces tendría como unos nueve años ¡y siempre se sintió capaz de llevar a cabo lo que soñaba, lo que intuía, lo que aparecía, lo que había visto debajo de su almohada o arriba o a los lados cada vez que se despertaba! Se levantaba y empezaba su danza matutina persuadida de llevar a cabo lo que le había aparecido en el sueño. Después, mientras se tomaba el café con leche, le gustaba asomarse a la ventana de su cuarto para mirar a la calle, enterarse de lo que ocurría e incluso ver lo que imaginaba.
Esa mañana era temprano, apenas comenzaba a clarear y a moverse el mundo cercano y lejano. A Victoria siempre le encantó madrugar. Le fascinaba mirar y escuchar su vecindario. Vio cómo el señor Antonio Figueiredo abría su bodega Aires de Lisboa con su tristeza de viudo reciente y sin hijos; al radiante señor Pedro levantando, con energía habitual, la santamaría de la barbería; al colorido camión de las frutas saliendo lentamente del edificio industrial de enfrente, manejado por don Chucho… Se le antojaron una manzana o unas mandarinas.
Como todos los días, subiendo hasta la cumbre de la avenida estrecha, fue apareciendo el señor Florencio llevando su pesado carro de callejero. Todos le conocían de toda la vida y todo el mundo decía que le quería.
Todo ese paisaje le era familiar. Pero, esa mañana, aquellas acciones le parecieron cosas de sonámbulo o de loco, de costumbre, de mala costumbre. Especialmente, la visión del señor Florencio le hizo mucha luz. No podía ser natural que un señor de su edad y su sapiencia viviese en las calles y deambulara todo el día cargando aquel enorme carretón, recogiendo cachivaches, peroles, corotos, cachureo puro y duro. Un pensamiento le vino a su cabeza: la crueldad puede ser longeva, pero no es indestructible, mucho menos eterna.
Le vino el sonido de una escoba barriendo la calle… le vino también el olor a tierra mojada que el jardinero haitiano procuraba todas las mañanas al regar las matas de las caminerías… Ese petricor era uno de sus olores predilectos. Así como le resultaba placer favorito el sonido de la brisa por entre las altas copas de los árboles diciéndose secretos… Vio unas flechas atravesando el aire… Son las flechas de la justicia, se dijo. Se acordó que eran las mismas que había visto en el sueño…
Se lavó y se arregló rápidamente, se acomodó un lazo de los que siempre le puso su mamá en la cabeza desde que era una nena, se calzó sus zapatos y unas ropas coloridas de las que le gustaban tanto y se fue corriendo hasta el edificio industrial de don Chucho que todavía estaba calentando el motor de su camión y cargando unos guacales pesadísimos. Le ayudó. Le compró un par de manzanas y el señor Chucho le regaló unas mandarinas.
Corrió hasta donde el señor Antonio y habló un ratico con él, con su simpática elocuencia, mientras le compraba una caja de cereal. El señor Antonio asentía a todos los planteamientos de Victoria y pasó de su consuetudinaria y reciente seriedad triste a una luminosa sonrisa en la cara.
Después alcanzó a don Florencio y le convenció de ir juntos donde el señor Antonio. Los dejó conversando. Don Florencio no podía creer lo que le proponía el portugués del abasto. Después, pasito a pasito, don Florencio paró su carro de callejero en el estacionamiento del señor Antonio y pasó a ducharse en el baño de atrás. Luego Victoria le acompañó hasta la barbería, donde don Pedro le recibió con la alegría del primer cliente del día. Victoria le pagó con mandarinas que sabía que le gustaban mucho. El señor Florencio quedó precioso, pensó; hacía mucho tiempo que no se regalaba 45 minutos para sí. Era el mismo y era otro.
Juntos se devolvieron al abasto. El señor Florencio se encontró con que varios de los pertrechos más hermosos de su carro de callejero adornaban ahora las paredes del abasto Aires de Lisboa y, a partir de ese día, comenzó a trabajar donde el señor Antonio quien lo acogió como socio y nuevo compañero de casa.
Ese día, como tantos otros, Victoria cantó, celebró y se fue a desayunar manzanas con cereal más contenta que unos papelillos.
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