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Rusia y el cisne negro

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La experiencia de la democracia no se tiene, se hace. Tanto como el transitar sobre los espacios institucionales del Estado de Derecho y la sujeción de todos a la ley, para que las reglas de juego no sean burladas sin consecuencias, reclama de una cultura de respeto a nuestros semejantes. No es la que rige en el mundo del progresismo globalista y en sus gobernantes adherentes.

Hasta el presente, lo dado, lo que está allí y es inherente, es potencia que se desarrolla o se atrofia, es la libertad. Subyugarla, por ende, es un atentado a la naturaleza de lo humano. Pero lo cierto es que, en el transcurso de la historia de los hombres y de los pueblos, solo la democracia y el imperio de la ley hacen posible –como columnas y con todas sus deficiencias– que las personas puedan construir, libremente, el edificio de sus personalidades. Ello reclama de localidad, léase de espacio, y de tiempo, para forjar lazos; infravalorados estos bajo la emergente gobernanza que privilegia lo virtual y lo instantáneo.

No es una perogrullada, pues, afirmar la interdependencia entre lo que se es y lo que se hace; entre derechos humanos, democracia y Estado de Derecho. Ninguno avanza separado de los otros, a menos que se los falsifique o vuelva engaño en el teatro de la democracia.

En ausencia de libertad para pensar, expresarse libremente, y juntarse para ello cada uno con los otros y libremente, mal puede discernirse sobre lo que es común a todos. De suyo, elegir una forma de vida sensible a lo que a todos interesa, y renovarla periódicamente, es ese eslabón que sigue a todo lo anterior y realiza a la democracia. Se concreta cuando se elige y se deja elegir, respetándose las reglas de juego y la alternabilidad en el ejercicio del poder.

Algunos creerán que se trata de una divagación filosófica, pero lo dicho es la exacta medida para entender el agotamiento que sufre el sistema de gobernanza que se dieran Naciones Unidas al término de la Segunda Gran Guerra del siglo XX. Su declinación la advertían algunos juristas desde los años sesenta. Se hace manifiesta a partir de 1989, cuando cae la Cortina de Hierro. Su final está cristalizando 30 años después, con la pandemia del COVID-19.

Que António Guterres aún sea secretario de la ONU o guíe a la burocracia a su servicio o influya en los organismos integrados por Estados que son parte de aquella, no contradice lo que es palmario. ¡Naciones Unidas es hoy una simple franquicia!

El orden internacional construido a partir de 1945 sobre un mínimo de normas imperativas, dictadas para sujetar a la vieja soberanía absoluta de los Estados, se encuentra en un callejón sin salida. El derecho de gentes se deconstruye, y lo hace aceleradamente. ¿No basta con constatar que en la Agenda 2030 de la ONU brillen por su ausencia los temas de la democracia y el Estado de Derecho, y se les sobrepongan aquellos que predica el señalado progresismo del siglo XXI?

La experiencia del Holocausto, que cerró el tiempo de los absolutismos soberanos y obligó a conjugar los asuntos mundiales en clave humana: pro homine et libertatis, en la misma medida en que se ha perdido su memoria le ha seguido un tiempo de incertidumbre. Los gobernantes de los Estados –también institucionalmente deconstruidos a lo interno– actúan como lobos entre lobos; como si viviésemos bajo el régimen anterior y posterior al de la Sociedad de Naciones, nacida al término de la Primera Guerra Mundial.

Ese camino de retorno se ha hecho inevitable desde el momento en que, más allá de lo adjetivo – que si “nosotros, los pueblos” como reza la Carta de San Francisco, o que “la voluntad del pueblo es la base del gobierno” como lo predica la Declaración Universal– ahora se cree que la tutela de los derechos humanos es una cosa, otra distinta y no necesaria vivir bajo democracias y Estados de Derecho.

Dentro del conjunto de los 193 Estados parte de la ONU solo se cuentan –según The Economist – 21 democracias, llamadas plenas. No por azar, entonces, fue trágico el diagnóstico sobre el genocidio en Ruanda: “Los responsables de que la ONU no haya impedido ni detenido el genocidio son, en particular, el secretario general, la Secretaría, el Consejo de Seguridad, la Unamir y el conjunto de los Estados miembros”, reseña el Informe de la Comisión Independiente que lo investigara en 1994.

Si Rusia ha vuelto su mirada hacia atrás como la mujer de Lot, e intenta restablecer la lógica de lo geopolítico: esa misma que piden a Estados Unidos los pueblos latinoamericanos víctimas de satrapías como la cubana, nicaragüense o venezolana –mientras China busca imponer su gobernanza global 5G– es prueba del desorden en marcha. Y mal puede resolverse con los códigos del pasado.

Téngase presente que, sucedida la pandemia de origen chino con sus devastadores efectos transfronterizos, ningún actor del Consejo de Seguridad, ni siquiera el secretario de la ONU o el Consejo de Derechos Humanos han puesto sobre la mesa reclamación alguna de responsabilidad por daños objetivos, de acuerdo con lo que prevé el Derecho Internacional, a fin de que China otorgue al planeta reparaciones por los atentados que al género humano y la economía de las naciones han significado sus experimentos científicos.

Distraídos con la diatriba ruso-ucraniana, creyendo en lo único que conocemos, a saber, que los cisnes son blancos y mientras reivindicamos un Derecho Internacional que ha sido abandonado, pasamos por alto que hay cisnes negros como lo señala Nassim Nichilas Taleb, quien nos habla sobre “el impacto de lo [que era] altamente improbable” para los aletargados diplomáticos de la ONU. Olvidan estos con lo de Ucrania que Rusia llegó antes a Venezuela y ahora guía las negociaciones entre su dictador y la oposición “democrática”, en territorio mexicano.

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