Por JULIO TÚPAC CABELLO
Tenga cuidado. Si su opinión es inesperada o tuvo una emoción distinta a la de todos los demás. Si observa que esa persona interpreta una situación muy distinta a la que el resto de los mortales. Si se ríe cuando nadie más. Puede que usted esté en presencia de un outsider.
Los outsiders son personas que tienen una mirada del mundo —o ciertas miradas para cierta parte del mundo— que dista lo suficientemente de los demás como para que su relación con éste sea harto diferenciada. Visto así, de alguna manera todos somos outsiders. Pero hay algunos que tienen este rasgo aún más pronunciado que el común. O, al menos, una parte del tiempo.
Porque tienen un bagaje histórico-simbólico personal que les ha entrenado para sentir que no pertenecen y/o porque la circunstancia que les toca no les es propia, por lo que les está dado ver lo que a los que están involucrados con dicha circunstancia les es imposible por la cercanía: los outsiders suelen mirar la realidad, como decían en otros tiempos los publicistas, “outofthe box”.
El problema, o la virtud, el caso, es que para un outsider ver lo que no está a la vista de los demás es un given, algo que le está dado. Resulta con frecuencia vistoso, aunque también con frecuencia omite considerar lo que a la mayoría de los que se sienten dentro del hecho aludido les impide ver lo que él ve.
Es un lector de subtextos, con la particularidad de que las connotaciones e implicaciones de lo aparente no necesariamente las ha puesto quien emite la comunicación, o la circunstancia misma que es interpretada. Muchas veces, esas connotaciones son las que pone él o ella, el o la outsider, y son sorprendentes.
A veces coincide con un valor verdadero en los significantes que los demás no habían notado. Entonces es cuando el outsider brilla. El resto no puede explicarse cómo no había visto aquel mensaje cifrado que, luego de ser explicado, lucía tan obvio. El outsider es el intérprete de un idioma que no a todos está dado entender.
Pero ay del outsider si su transcripción no es entendida. Si lo que él ve resulta un absurdo que no tiene pies ni cabezas, que no es equiparable en absoluto con la realidad. Entonces el outsider se convierte en estorbo, en un ser que profiere ruidos, inconveniente y fastidioso.
A veces, muchas veces (pregúntele a Steve Jobs), esa lectura será entendida sólo con el tiempo. Cuando “los puntos se junten”, diría el fundador de Apple en su discurso de Stanford.
Decía el científico Castillo del Pino que los sentimientos, más allá de una expresión emocional, cumplen la función de armar nuestra relación con objetos, personas y situaciones, y que, sobre todo, nos organizan el mundo, junto al orden lingüístico.
Es una suerte de acento a las explicaciones que Todorov nos daba sobre los símbolos, esos íconos convertidos en hechos psicológicos con significados.
Y visto así, basta con suponer que alguien haya sido entrenado, voluntaria o forzosamente, en el arte de organizar sentimentalmente su vida al margen, distinta o parcialmente diferenciada al del resto de sus congéneres, para que sus sentimientos le organicen un mundo que ve y construye sujetos y predicados de la realidad muy particulares, que distan de la realidad y sus significados organizados por el rompecabezas de los sentimientos de los demás.
Por eso, lógica pero erróneamente, un outsider puede ser considerado un tipo indiferente, pero también confundido con uno de una cursilería sin remedios. Cuando resalta, muchas veces es porque no está tocado por lo que a los demás ha conmovido o, al revés, se revuelca en una melcocha de emocionalidad donde los demás ven un desierto seco de significados.
Un outsider es a veces incapaz de sensibilizarse con lo que duele a todos porque para él hay algunas significaciones afectivas que no se ven tan claras. Ha pasado por durezas que le hacen pensar que determinados escenarios no son tan dolorosos en comparación, o, simplemente, viniendo de una arena completamente distinta, se figura con rapidez cómo salir de un laberinto que a todos paraliza de dolor. Pero otras veces ocurre lo contrario: cuando los demás están desprevenidos, es capaz de conmoverse con un minúsculo detalle que nadie más ve, porque ha entendido en su interior que aquel tiene todo el significado del mundo, es un parte aguas, un antes y un después.
Así, ni kitsch ni psicópatas, observados por otros como raros camaleones pero no que se convierten a lo que todo el mundo es, sino, por el contrario, que se transforman en tempos distintos que los demás y hacia distintas formas, los outsiders tienen una vida que les cuesta compartir.
Y es que el gran problema de un outsider siempre está relacionado con su poca capacidad para obtener los logros que para otros son los grandes premios en el mundo real. Las cosas que un outsider hace a veces lucen deslumbrantes para otros, pero es precisamente por esa capacidad de desdoblarse que el outsider tiene que puede hacer lo que para otro luce impensable, lo que a veces es más bien una imposibilidad: esos grandes logros que otros ven en su obra, él no siente que le pertenecen. Incluso podría pensar que lo ha hecho con facilidad por no sentirse involucrado.
Por el contrario, cuando un outsider sueña con una meta que requiere compromiso en el tiempo, involucramiento y cercanía emocional, rara vez va a lograrlo, pues ese escenario lo pone fuera de sus áreas de competencia. E incluso haciendo todo lo requerido y poniendo de sí, siempre va a haber dentro de él algo que lo hace mirar su camino desde fuera, aéreamente, al margen. El outsider es, por iniciativa o naturalmente, por intención u omisión, un sujeto que (a veces pareciendo que está adentro) siempre está afuera. Opera siempre, de una u otra manera, consciente o inconscientemente, una forma de saboteo. A veces, un conveniente saboteo.
El outsider siempre ve el perímetro, las vías alternas, la manera distinta de llegar o de seguir, el destino que no es el mismo que los demás ven. Es su naturaleza. Lo que vino a mostrarles a los demás. Por más que su vocación esté ceñida a un área u oficio, por más que su amor esté contenido, incluso cuando sus convicciones son férreas y auténticas, el outsider valorará siempre nuevos caminos.
Si la autopista central está congestionada y todos toman los caminos verdes, el outsider, no importa si es verdad o no, valorará que en la vía principal y llena de tráfico hay un plus que los demás no están viendo. Si, por el contrario, la vía principal está vacía y se hace popular, el outsider buscará en el camino no previsible su propia ventaja. Pero no es porque el outsider no crea conveniente ser práctico, sino porque precisamente no se fía de la aparente practicidad.
Por eso cuando se presentan problemas que no parecen poder ser resueltos por las vías tradicionales, los outsiders se hacen notorios. Cuando la mayoría está tratando de pensar de forma alterna, los outsiders han pensado siempre así. Cuando la mayoría se pregunta qué tal sería tomar los caminos verdes, el outsider sabe la respuesta, porque en su mapa esos han sido siempre los caminos. En ese momento, los outsiders, en lugar de reclamar su triunfo, se marcharán. Ser estándar no es su naturaleza. Otro tomará la recompensa. Un outsider suele no valorar mayores pertenencias.
Ese es otro aspecto de la vida en el que un outsider es… un outsider. Las posesiones. Un outsider siempre sueña con lograr metas y alcanzar objetivos que en el camino ya no siente propios. Y se enajena de ellos, los cambia. Tiene incapacidad afectiva para hacerse de los significantes que le tocan en el camino, bien sean estos personas, empresas o mecanismos. Así que un outsider cruza la meta no sin deshacerse primero de su sentido de propiedad. O, antes, abandona.
Hay outsiders oveja negra, que tienen un síndrome de perdedor, operados invisiblemente por los flagelos de lo que Freud llamaba la deuda al padre, lo que produce una perenne incapacidad para verse a sí mismo como merecedor de ningún éxito. Vive la vida, como Sísifo, construyendo grandes épicas que al último minuto se deshacen como un castillo de arena, bien porque en principio eran imposibles, o bien porque el mismo autor se ha encargado de sabotearlas. Sin embargo, el camino queda hecho para todos los demás que, a partir de allí, sólo tienen que cruzar la meta.
En otros casos, no hay signos autodestructivos. El outsider es pleno y feliz en ese estado que se resume tan bien en la muy conocida frase del argot televisivo “detrás de cámaras”: el outsider trabaja para los demás, construye para los demás, es desprendido, es feliz con el éxito de otros y su invisibilidad lo mantiene a salvo, seguro, en su terreno, desde donde, además, explota sus fortalezas, que es ayudar desde fuera del terreno de juego, hacer que el protagonismo de otros sea exitoso, sin ser él quien actúa en primera persona.
Si hay algo peligroso para un outsider es su propensión a ser víctima de la Ley de Peter. Ese ensayo sencillo y popular que se convirtió en una teoría que vive en la cotidianidad de casi cualquiera, que sostiene que son muchas las veces que una persona es ascendida o promocionada para ostentar un rol de mayor poder por su buen desempeño en el que tiene, y al final nos quedamos con un nuevo trabajador que ejerce muy mal su cargo y sin un viejo trabajador que hacía excelentemente su tarea.
Nombra a un asesor, político; a un creativo, jefe; a un escritor, animador; a un atleta, preparador; y tus probabilidades cambiarán. Quien tiene ansias de ser el autor de una hazaña no necesariamente tiene la paciencia y la comprensión para que otro, que no es él, la logre a su manera. Y el que la tiene, el que es compasivo, sabe potenciar las fortalezas de otro, entiende los vericuetos del camino para salvar de trampas a su prójimo y es capaz de lo indecible para que otros brillen, no siempre tienen con ellos mismos la consideración que necesitan para sentirse lo suficientemente importantes como para ser ellos quienes salgan en la foto.
No es un puesto en el que se sienten cómodos.
Los outsiders sufren de encandilamiento cuando sus nombres salen a la luz. Viven mejor a través de sus obras. No llevan bien el protagonismo. Al menos de manera permanente. Y cuando se sabe públicamente de un trabajo esmerado que ha sido de su autoría, lo disfrutan (o no), dan las gracias y, usted verá, muy pronto se va. Quizás sin que nadie lo note.
Un problema que tienen los outsiders es que se fastidian. Estar afuera, no pertenecer, no es un capricho. Los outsiders se desmotivan. Se involucran afectivamente, como cualquiera, pero también se aburren. Necesitan aprender, entender como si fueran principiantes, ahí está su aporte. En esa mirada aún en perspectiva está su valía. Y es la zona que encuentran cómoda para vivir. Su in the zone, como dicen los anglosajones.
Habrá quienes digan que los outsiders lo que tienen es miedo al dolor de las pérdidas. Se protegen por adelantado de los adioses, se hacen de menos compromisos aparentes. Y quizás tengan razón. Casi siempre vienen condicionados por su misma historia.
Pero para ellos no es un estilo de vida escogido ni un problema de formas. Es su naturaleza. Así es como ellos dan con las cosas y así las cosas se les dan.
Cuando digo incapacidad afectiva no estoy hablando de un psicópata ni de un ser que no tiene capacidad de asir emocional o sentimentalmente un estado de cosas. Casi siempre, más que por indiferencia o indolencia, me refiero a todo lo contrario: un outsider no se siente a gusto con el episodio glorioso de la victoria si es él quien la protagoniza o, en el caso de fracasar, tampoco se siente aludido como perdedor. Puede que le toquen uno y otro rol. Y seguramente. Pero no son esas las camisetas que escoge.
Por eso, muchas veces algunos outsiders no pueden ser ‘el capitán’ que lleva a puerto un proyecto. O no por siempre. Quizás sea el mejor capitán por un tiempo determinado. Porque lo que sí tiene, sin dudas, es la visión que un capitán encargado de llevar un proyecto a puerto no puede tener, precisamente por su implicación emocional y afectiva.
El outsider ve lo que los demás no. Al menos por un tiempo. Y ahí está su gran valor y, también, su aparente inocuidad.
Pero luego necesita mirar a otro sitio. No resiste ser mirado por demasiado tiempo. Permanecer es empezar a ser parte de… Y eso significa una amenaza para su condición de outsider. Quizás también es una manera de cuidarse de los finales. Los outsiders podrían ser esos niños grandes que no han elaborado la muerte. Y a todo se atreven, menos a quedarse. Quedarse es vivir con el fin. Ellos prefieren apresurar la partida, irse en el medio de la película, y comenzar otra.
O, dirían sus defensores, todo lo contrario: porque naturalizan la muerte no creen en principios y finales, lo viven todo en movimiento.
Al outsider le acompaña la sensación de que habita el mundo de otros. Esa condición de vivir prestado es su residencia. La temporalidad. El mientras tanto. Tiene la nacionalidad de un país de otros. Crece en el seno de la familia de otros. Con mayor o menor intensidad, en una o en varias circunstancias, siente que parte de su individualidad no pertenece al grupo con el que le tocó existir, convivir o toparse. Que la cultura que le envuelve no se le parece. Que la familia que lo crió es distinta a lo que él hubiese querido.
Pero no todos los reconocen. Hay outsiders sin conciencia de sí mismos. Se dejan llevar por sus entornos. Valoran poco que sus percepciones no coinciden con las del resto. Esa asunción supone un costo muy alto. Pero del otro extremo está el outsider disciplinado. El que una y otra vez chequea y vuelve a chequear si lo que está viendo él coincide con lo que le dicen que se ve. Y casi siempre nota la diferencia y se queda con lo que ve él. Sin descartar necesariamente lo que los demás le dicen (a veces, o casi siempre, las realidades son complementarias, pero ese es otro tema). Y a veces calla… por conveniencia estratégica. La vida es inviable si se convierte en una feria permanente de discrepancias. Pero siempre chequea consigo, así sea en secreto, si las descripciones externas coinciden con sus percepciones. Los outsiders disciplinados siempre ejercen.
No pertenece al trabajo al que acude, no pertenece al hogar donde creció, no pertenece a su país ni a su cultura. No pertenece incluso al tiempo en que le tocó vivir. Vivir es un hecho crediticio. Es un préstamo. Un mientras tanto.
Todos pertenecemos de alguna u otra manera a un grupo o muchos grupos que nos dan identidad. Pero los outsiders tienen la incapacidad para asumirlo, y en ese marginamiento (inconsciente, voluntaria o involuntariamente) entrenan una perspectiva y una pertenencia distinta, que es precisamente la de no estar en el mismo terreno que los demás.
El gran problema para la mayoría es que los outsiders son… outsiders. Su misma naturaleza les obliga a estar por fuera. Su pertenencia está en el espacio de no estar. Se asoman a mundos, saludan, se familiarizan, ven lo que ven. Y en cualquier momento se marchan. La permanencia del outsider es la impermanencia. Y no necesariamente porque comulguen con el desapego budista. Por el contrario, si hay seres que están al lado opuesto del budismo son los outsiders: nunca aquí, nunca ahora.
Los outsiders emergen en los lugares más inesperados. Encuentran nuevas lógicas en los deportes, leen trasversalmente el discurso de la política y descubren una semántica escondida que ha hecho todo el daño o está por hacerlo renacer todo; reinventan corporaciones (y a veces las corporaciones los eyectan); hacen ver a parejas y amigos lo que nadie había visto en ellos; consumen lo que otros no se atreven —sin que su móvil sea atreverse—.
Un outsider es el antónimo del alienado. Alguien a quien por más que lo encasillen, siempre va a leer distinto el instructivo de normas que le dieron para seguir.
Muchos pensarán que los outsiders son unos losers empedernidos. Ellos mismos lo han vivido, pero saben que se trata de una dinámica que a simple vista no se ve. Los outsiders no encuentran tracción magnética en general por lo que a la mayoría. No son coronados, no figuran, no están en primer plano. La historia a la que pertenece la mayoría de la gente (el primero, el que más gana, el más celebrado) ocurre mientras el outsider está viendo otra narración y forma parte de ella a su manera.
Mientras los demás lo ven perder, él se ve ganar una carrera que no es obvia. Mientras los demás celebran, él sigue. Y casi siempre celebra cuando los demás no encuentran motivos para hacerlo.
¿Es ser un outsider una condición temporal? ¿Absoluta? ¿Circunstancial? ¿Una manera de vivir? La respuesta es ambigua. Todos somos outsiders de algún modo y en algunas condiciones, pero no todos vivimos así de manera permanente.
Hay algo que tiene quien es mayoritariamente outsider, la mayor parte de su vida, que es una suerte de vida secreta. Acostumbrarse a vivir algo que los demás no ven. Y dejar de hacer de ello un evento extraordinario.
Outsider es un vocablo que existe básicamente en inglés, un idioma que es capaz de convertir en palabras cualquier idea o condición. En español, no estaría seguro de una traducción correcta.
Originalmente utilizado en la jerga de la guerra, el vocablo Underdog es usado en el idioma inglés en cualquier ámbito para significar actores, jugadores, individuos que parecen no tener el poder, el tamaño, la fuerza, la experiencia, el prestigio o el intelecto suficiente como para mostrar habilidades en determinada materia. Y ya se nos ha hecho conocimiento que, en determinados casos, el underdog da con una nueva fórmula ganadora, con un nuevo camino, con una nueva forma no vista antes por los que hasta el momento dominaban el escenario.
Dice Malcolm Gladwell en su extraordinario texto David and Golliath que, precisamente por su diferencia de tamaño, los David del mundo pueden ver lo que los poderosos tienen impedido, tener las habilidades que no son obvias desde donde siempre se ve, una perspectiva diferente. De alguna manera, y sin quererlo (un outsider es cualquier cosa menos una pretensión de héroe), un outsider es una versión inconsciente de un underdog. El outsider no tiene consciencia de su pequeñez ni de su grandeza. Él solo sabe lo que ve y, en todo caso, que es distinto. Pero a diferencia del underdog, el outisder no busca la victoria para sí.
No en balde, la historia que conocemos de Jesucristo y que tanto nos conmueve, seamos o no cristianos, es la de un outsider. Alguien que no perteneció y que, a su regreso, fue capaz de mirar el sentido de la vida en su comunidad con perspectiva. Lo que Jesús decía resonó en todos sus congéneres tanto que hasta el sol de hoy lo estudiamos y comentamos. Lo que él no pudo fue ejecutarlo, convertirlo en cultura en su momento, sino que, por el contrario, como buen outsider, decidió ser sacrificado antes que negociar. Prefirió que fueran sus palabras las que quedaran, la luz que traían sus ideas que, en mucho, contravenían el orden cultural del momento.
Cuando todo se encamine en un nuevo rumbo, entonces el outsider se irá. O se apartará. Se hará marginal, invisible. El outsider mira lo que los demás no han visto. Encuentra la manera de dar con una nueva dirección. Y queda en otros mantener lo que se ha construido como una nueva normalidad. Porque en la normalidad, el outsider no aporta. La consecuencia de no ser parte del problema es que tampoco será parte de un nuevo establecimiento cuando el problema se haya esfumado.
A la fuerza. La humildad de un outsider es una camisa sin desembocaduras. Viene con la naturaleza de su perspectiva. Pero los demás no lo notan. No se dan cuenta. Por el contrario, el común de las personas percibe al outsider como a un temerario. Capaz de decir y hacer lo que otros no contemplarían. Por el simple hecho de que él, al saberse sin pertenencia, obra sin apegos. Pero su arrojo viene exactamente de la razón contraria: sabe que todo se mueve, que nada es necesariamente lo que parece y que la razón, además, es temporal. Por eso, con la misma que dice con seguridad un parecer, o se embarca en lo que podría ser una locura de la que nadie se atrevería, mañana cambia de opinión, o se marcha.
Un outsider casi siempre tiene en su historia una circunstancia que le hizo mirar el mundo desde la no pertenencia. Hijos de diplomáticos, abandonados, de vocaciones u orientaciones que no calzaban con sus grupos originales. El outsider aprendió a que ser incluido no está garantizado y, desde ahí, aprendió a mirar el mundo para entender cuáles eran sus caminos. Es un especialista en mirar los bosques en cuyos árboles la mayoría está distraída. Un estudioso de laberintos, un detector de trampas, un detective de caminos.
Aunque muchos caen antipáticos, pues expresan con claridad y con tono de obviedad lo que otros que llevan años dentro de su mundo no notan, los outsiders son esencialmente humildes. No tienen remedio. Ellos son la comprobación permanente de que nada es tan claro ni tan absoluto. De que siempre hay algo que no estamos entendiendo, que no se asoma a nuestros ojos. Que no nos ha sido revelado aún. El outsider vive de que la vida toda sea relativa. Ahí está el propósito de su existencia. Sin que exista “otro lado”, tampoco él podría existir.
Hay una virtud mística que, sin proponérsela, desarrollan los outsiders, por sus propias características: al vivir codificando la realidad de acuerdo con significados que no están a la vista de otros, entienden como natural que las cosas en el viaje de la vida contengan sentidos que no son relevados para todos. Que hay hechos, objetos, situaciones, personas, cuyo significado se entiende mucho después. O, en la gran mayoría de los casos, no nos son revelados. Desde ese punto de vista, un outsider entiende que el propósito de las cosas siempre está más allá de su propia existencia. En un resignado natural al misterio de la vida.
Cuando un outsider se achicopala, nadie tiene muy claro por qué. Hay gente que cuando comprende, por su especial construcción simbólica de la vida, que algo va mal, o se ha acabado, se va, se decepciona, mientras la mayoría comprende lo aparente. Quizás esté equivocado. O no. Al fin y al cabo las significaciones están en nuestros imaginarios no son inmanentes a las cosas o los eventos. Qué es cierto en el mundo de las interpretaciones es una tarea científicamente utópica, pero eso no impide que cada cual tenga sus interpretaciones y sea esa la manera de armar su propia vida en relación con el resto del mundo.
Lo mismo ocurre a la inversa. Lo que a la mayoría suele ser decepcionante e intolerante, frustrante y desesperanzador, es insignificante para un outsider, que muestra en las circunstancias más insólitas un estoicismo y una resiliencia que nadie vio venir en ellos.
No hay nada más valiente que un outsider cuando nadie se lo espera, ni nada más cobarde que el mismo outsider cuando todos creen que pondrá el pecho por todos los demás. Un outsider tiene significaciones distintas, iras distintas, sensibilidades distintas. A lo que la mayoría tema, un outsider lo enfrentará con una naturalidad anonadante. Pero ay de él si se presentan sus insospechados miedos, escenarios o gestos que para los demás lucen como nimiedades, y que hacen a un outsider desaparecer.
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