La llamada «ley de la jungla», en el caso de un país, es que no hay ley, sino la imposición implacable de quien controle el poder, en especial del poder militar. Tal imposición podrá estar adornada de cualquier tipo de «legalismos», pero aquello no es más que un decorado para justificar lo que sea.
De esta manera, en verdad, el país se convierte o degenera en una jungla. Habrá, sin duda, algunas o muchas formalidades institucionales, pero no habrá instituciones, es decir, entidades que contrapesen el poder despótico que se despliega con total impunidad.
En esa jungla impera la depredación de los recursos, el desprecio por los derechos humanos y la disposición férrea para acabar con los factores políticos que tengan la oportunidad eventual de producir un cambio efectivo.
Como la esencia de la «ley de la jungla» es que yo mando porque mando yo… no hay límites para la fusión del poder formal con la delincuencia organizada. Se entiende, por tanto, que esta termine siendo el auténtico poder.
Las ideologías se transmutan en propaganda seudoideológica, que pocos creen y casi todos padecen. En este sentido el socialismo tiránico del siglo XXI es un camino expedito para el aumento de la pobreza y la desigualdad, y para la servidumbre social al mandonero y sus secuaces. Entre los cuales figuran, de manera abierta o encubierta, diversos personajes o grupos que se adhieren al despotismo por razones de variada índole. El rey de la jungla y su corte se frotan las manos.
No falta el nacionalismo regresivo y manipulador, como suerte de fundamento para los desmanes del poder tribal, dentro y fuera de las fronteras del país.
Ucrania es víctima de la «ley de la jungla» del despiadado Vladimir Putin ―su propio país también lo es―; y Venezuela es víctima de la hegemonía despótica y depredadora que la sojuzga.
Solo la fuerza decidida de una república civil y democrática puede dejar atrás la «ley de la jungla».
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