Los moradores esperan
Mientras los falsos desterrados niegan toda esperanza.
Alfredo Silva Estrada, Los moradores
Irse
Bendícenos, Señor, a los que tenemos poco tiempo y mucho futuro.
Tienes que complacernos, Señor, porque así somos,
impacientes y desvergonzados. Porque hemos sufrido.
Ya sabemos que no todo es estar drogados en las montañas,
no todo es hacer mapas de nada y pensar en la nada y sentirse vivos.
Lo hemos aprendido por las malas. Hemos cambiado.
Bendícenos, Padre, a los enemigos de la esperanza,
a los que nos fuimos, a los que renunciamos,
a los descerebrados por el virus del miedo,
a los que solo vemos en el presente la escoria del mañana.
Me duele la mandíbula cuando recuerdo lo pequeño que era mi país.
Mi país era una diosa de cemento a la orilla de un río envenenado.
Era jugos vaginales, paisajes degollados: intermitencias.
Yo creía que mi país estaba en mi cuerpo
pero mi cuerpo es incorruptible y no hay país que sea un cuerpo.
¿Recuerdas, amor, todos esos días viajando solos,
mirándonos a través de ventanas que no eran nuestras?
Solo teníamos que resistir un poco más, olvidarnos de nosotros.
“Ya tengo en mí los pasajes. Ya tengo en mí tu pared de calma”.
Hold on, darling, you’ve got to hold on.
Mi país es el poema más grande que he escrito.
Esta ciudad me da hambre, todo me acelera el corazón,
cualquier cosa me encandila durante horas. Ya no soy
el tipo paciente de antes.
En Union Square me he sentido un ácaro industrial,
un parásito de hierro manchando de óxido
la entrada de una boutique.
He llorado, me he quedado ciego, estuve en coma, puedo jurarlo.
Esta ciudad me hace adorar la falsedad y la cólera.
Camino de noche y lo quiero todo,
quiero la sangre de la vida.
Odio mucho, pero odio con glamour.
Soy la mitad de un fantasma y el mundo me sigue ofreciendo la vida.
Irse, porque no soportamos el silencio del sol,
la carne indiferente del universo.
Irse, porque lo perderemos todo si no nos partimos los huesos.
Ocean Beach, hay barcos formidables
deslizándose detrás de la bruma.
Duele seguir con la mirada esos ángulos rectos, los veloces containers.
Hay látigos verdes sobre la arena, cadáveres translúcidos
y dementes que agitan los brazos entre las olas como babosas de mar.
Salivamos. Huimos. Solo pienso en salvarme, no en hacer caminos.
No hay caminos; hay cosas pasando, ruido. Mis oídos no soportan
el alarido de los rieles cuando atravieso la bahía.
Las grúas se iluminan, la bahía se ilumina.
Así son los puertos de Oakland. Blancos. Lejanos.
Veo esas cosas y enloquezco.
Irse, querer cualquier cosa, despertar con un agujero en la mano
y sentir que llevamos 29 millones de años
esperando el gran meltdown. Un final bello, monstruoso.
Estaremos bien, no nos perdamos.
Nuestras crisis son las mismas
y todas las ciudades se caen a pedazos.
Escúchenme bien, lo diré una vez más: todas las ciudades
se caen a pedazos. Solo permanece el deseo.
Mi deseo está ahí, deseándome como loco.
Me encanta distinguirlo, poseerlo, recorrerlo.
Lo violaría, con ruido,
sintiendo en mis manos su carne tibia, su extensión sedienta.
Bendícenos, Señor, a los que te hemos traicionado.
Sálvanos de la pobreza, sálvanos de la desesperanza.
Sálvanos, Padre, de Barcelona, sálvanos de Madrid,
sálvanos de San Francisco, de Nueva York, sálvanos
de Buenos Aires. La beatitud no es más que un sueño violento,
pero tu salvación es puro misterio,
un gueto abandonado que hemos venido a poblar.
La costilla de la ciudad es un viento gris.
Los barcos se frotan como gatos, se untan de almizcle.
Quise buscarte entre la arena
y me quebré en dos como un pez verde.
Dime qué somos, amor, fuera de los barcos,
“Soles pacíficos, mujeres de piedra”. Todo es errancia,
no saber lo que se dice,
perdernos en la ciudad todos los jueves, extáticos,
buscando una planicie, lugares anchos para respirar y redimirnos.
**
Poetas (A Venezuelan Psycho)
Tengo treinta y tres años y ya he alcanzado todo lo que quiero. Lo que no he alcanzado nunca lo quise.
Soy emprendedor, soy ambicioso. Nunca dejo pasar una oportunidad.
Me levanto temprano todas las mañanas. Siempre sé exactamente dónde estoy y hacia dónde me dirijo.
Soy útil.
Sé cuánto dinero tengo en el banco, nunca pierdo la cuenta. Llevo un registro de todas las conversaciones electrónicas que he tenido con mis amantes.
Soy talentoso y original. Lo sé porque me invitan a conferencias donde mis intervenciones siempre son polémicas.
Todas las mujeres que me conocen me han amado. Los animales también.
Me encanta ir a todas partes con mi chaqueta de cuero negra.
Me gusta hacerlas rabiar de deseo
con el olor de mi chaqueta negra.
Limpio mis botas con un cepillo de pelos de jabalí. Es verdad.
Soy tolerante. No soy perezoso.
Jamás me enfermo, tengo una salud de hierro.
Soy encantador, soy un galán. Siempre causo sensación donde voy.
Soy el más duro, nadie puede conmigo.
Me afeito solo una vez a la semana para tener siempre una barba tenue, muy sensual. Los días en que me afeito no salgo de casa para que nadie me vea sin esa sombra de misterio en el rostro.
En general intento no salir a la calle para no perder este aroma de animal encerrado, que dice claramente: “No me interesa el mundo de afuera, yo soy pura profundidad,
un pozo sin fondo”.
Me aburre la gente interesante. No me importan, no los amo.
Mis amigos, en cambio, son gente de primera. Me invitan a pasar los fines de semana en grandes casas a la orilla del mar, frente a playas aisladas y solitarias, muy al norte de Nueva York.
He pasado veranos enteros en lugares como esos.
En los días más calientes abro las ventanas y dejo que entren las moscas. Me gusta dar espacio a esos seres minúsculos, que le dan vida a la casa
con su forma mugrienta de posarse en los restos del desayuno
o sobre la espuma que se fermenta en el borde de la licuadora.
A veces me encargo de cuidar algún perro, regarle las plantas al vecino
o recibir a inquilinos pasajeros con una sonrisa
y un manojo de llaves en la mano.
Así somos los poetas, los de verdad, los de buen corazón.
En invierno la nieve sucia acumulada en las aceras me recuerda lo difícil que es hablar, lo lejos que están todas las palabras.
Puedo escribir dos libros en seis meses, cinco libros en un año. Pero no puedo decir que me interese la poesía.
La poesía es el género más pobre que existe.
Los poemas que escriba a partir de ahora parecerán bichos celestes,
como las escolopendras de Aimé Césaire,
y serán ruidosos y viriles, como un Mustang de 1968
rugiendo su milagro en el aire vibrátil del infierno.
Quiero conocer al superpoeta del mañana, feroz y célebre
como un virus.
Yo he olido la mugre concentrada en las habitaciones de todos los viejos desquiciados que componen nuestro canon.
Fui besado en las manos por la viuda de un poeta que acabó sus días encerrado en un manicomio. Me decía: “Gracias, gracias”, mientras me enterraba en la carne sus anillos dorados, contagiándome del azufre de su perfume.
Una poeta que casi muere por culpa de su psiquiatra me regaló la mitad de su biblioteca. Metía uno por uno en una bolsa los pocos tomos que habían sobrevivido a una reciente inundación. Mientras tanto su perra, hambrienta, me lamía las manos.
Estuve sentado en la silla de ruedas de un poeta que murió mudo y deslumbrado. Nunca lo conocí, pero pude dar un par de vueltas en su silla póstuma, manchándome las manos de un polvo negro y denso que aún recuerdo.
Todos los poetas han terminado muy mal, todos han muerto de la misma hambre atroz.
Yo tengo treinta y tres años y ya lo he conseguido todo en la vida,
ya estoy donde quería.
Tengo treinta y tres años y todos los poetas yacen, congelados,
detrás de una lámina de hierro negro como la sangre.
Paul Celan está muerto.
Gregory Corso está muerto.
Bob Kaufman, Peter Orlovsky y Jack Spicer están muertos.
Bob Dylan, Leonard Cohen, muertos.
Antonio Cisneros está muerto.
Antonio Gamoneda está muerto.
Manuel Vilas está muerto.
Rita Valdivia está muerta.
Emira Rodríguez está muerta.
Igor Barreto está muerto.
Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, José Barroeta, todos han muerto.
Tengo treinta y tres años
y todos los poetas tienen muy mala estrella.
Tengo treinta y tres años y todos los poetas
yacen muertos, muertos, muertos, muertos,
al fin y para siempre muertos,
detrás de una lámina de papel tan blanco como la sangre.
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Cuaderno de otra parte
Santiago Acosta
Libros del Fuego
Caracas, 2018
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