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Entre geografía e historia: las dendritas de Venezuela

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Por ARTURO ALMANDOZ MARTE

1 No obstante sus orígenes antiguos, que remontan a Estrabón y Ptolomeo, la geografía fue instaurada como disciplina profesional durante el siglo XVIII. Además del naturalismo iluminista compendiado en las obras de Immanuel Kant y Alexander von Humboldt, las necesidades seculares para delimitar fronteras entre los belicosos estados nacionales, sobre todo en la Europa posterior a Napoleón, apuraron el cientificismo en la antigua disciplina. Junto a su institucionalización en las universidades, contribuyeron asimismo los afanes expansivos de las potencias europeas, los cuales se ocultaron a veces entre sociedades geográficas o naturalistas. Todo ello conforma un revelador proceso histórico y epistemológico, no exento de sombras colonialistas, recogido con erudición por Horacio Capel en Filosofía y ciencia en la Geografía contemporánea. Una introducción a la Geografía (1981).

A pesar de su connatural vinculación con el espacio y el territorio, evidente al menos desde la obra fundacional de Carl Ritter, entre los siglos XVIII y XIX, la geografía moderna y académica propendió desde entonces al historicismo. Al punto de que con frecuencia terminó teniendo un valor introductorio a los tratados de historia, antes de que Marc Bloch y Lucien Febvre, miembros de la primera generación de la Escuela de los Anales, reivindicaran el medio geográfico, siguiendo las lecciones de Paul Vidal de La Blache. Posteriormente Fernand Braudel, adalid de la segunda generación de la escuela, aun siendo él historiador, le otorgó a ese medio natural un valor “estructural”, asiento de una  “una historia lenta en fluir, en transformarse, hecha a menudo de retornos insistentes, de ciclos recomenzados sin cesar”. Así, por debajo de las coyunturas y los episodios, el lecho ambiental devino el “primer estrato” de la “historia total” y de longue durée preconizada por Braudel, lo cual reivindicó en parte el rol histórico de la geografía al promediar el siglo XX.

Con todo y ello, explorando allende la relación entre historia y geografía, el profesor californiano Edward Soja criticó, al cerrar la década de 1980, la “inmersión” o postergación del análisis sociológico concerniente al espacio, heredada del historicismo predominante entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. El autor de Postmodern Geographies. The Reassertion of Space in Critical Social Theory (1989) se refirió principalmente a la “subordinación” del análisis espacial observable al considerar el corpus de la historia y la crítica social, por un lado, así como el de la geografía, por el otro. Y haciéndose eco de Michel Foucault, Soja denunció con brillantez la persistencia, en las ciencias sociales, de una narrativa dominada por el tiempo, mientras el espacio permanecía como algo “muerto, fijo”.

Es esa una denuncia geográfica que, desde el terreno mismo de la historia, ha reconocido Karl Schlögel en su hermoso libro, En el espacio leemos el tiempo. Sobre historia de la civilización y geopolítica (2007). Su título está tomado de la fundamentación espacial provista por otro pionero de la geografía humana alemana, Friedrich Ratzel, a quien trata Schlögel de deslastrar, a través de un nuevo spatial turn, de la manipulación sufrida por su obra durante el Tercer Reich, cuando la idea de Lebensraum fue manipulada por los nazis para germanizar Europa.

2 Parte de esa tensión epistemológica entre geografía e historia asoma, sin reconocimiento explícito pero de manera recurrente, en la obra de Rosa Estaba, La construcción de un territorio. Venezuela: 1500-2003 (Caracas: Academia Nacional de la Ingeniería y el Hábitat de Venezuela, 2021).  No es casual en este sentido que Américo Martín mencione en el prólogo al mismo Ratzel, aunque sea de pasada. Pero también la autora se refiere desde el comienzo a “una geografía atada a la historia”, como en reconocimiento de esa subordinación epistemológica que, en esta obra, busca una relación más equitativa.

Más que un planteamiento epistemológico que no aparece como tal, la atadura —voluntaria en este caso— de la geografía a la historia parece resultar de un desiderátum político afincado en el presente. “Es la Geografía en la que he creído y con mayor firmeza ahora, cuando más que nunca necesitamos apoyarnos en la memoria histórica que queda escrita en el inconsciente colectivo y en el territorio, para convertirla en un arma certera que enfrente la sistemática destrucción de nuestro patrimonio geográfico, plataforma del sentir y pensar de un pueblo, y parte evidente de su forma de ser”. Estaba dixit. Es un deseo y reclamo más que legítimo de la geógrafa y profesora de la Universidad Central de Venezuela, quien pudo afortunadamente proyectar su formación académica en tres de las mayores instituciones de anclaje territorial que tuvo el país en el siglo XX; a saber: la Oficina de Coordinación y Planificación (Cordiplan), el Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales Renovables (Marnr) y la Comisión para la Reforma del Estado (Copre).

3 Además de ejemplificar la relación dialéctica entre geografía e historia, otro rasgo que me parece notable en la ambiciosa suma de Estaba es la exuberancia dendrítica que recorre desde el paisaje natural hasta el productivo, pasando por el urbano y cultural. La misma autora se refiere a las “redes ‘dendríticas nodalizadas’ del País archipiélago semisalvaje o semihumanizado de 1856”; a partir de entonces, el mapeo capilar de provincias y estados, comarcas y regiones, se extiende a todo el territorio nacional. Por ello afirma con justeza Martín en el prólogo: “La obra de Estaba no se refugia en generalidades ingeniosas. Su aporte principal está en el detalle, el detalle significativo y probatorio. No le basta con demostrar la fuerza de soporte de la descentralización de Venezuela, sino que describe la cuestión en el decurso de formación de cada provincia, una a una, incluyendo municipios y parroquias, todo relatado con exquisitas probidad y sabiduría”.

Al inventariar las dendritas de Venezuela, por así decir, la obra de Estaba cataloga la toponimia, las fisonomías regionales y la descentralización nacional, desde una perspectiva afincada principalmente a mediados del siglo XIX. “El ya configurado Mapa de la Geografía Política de Venezuela de 1856 registra veinte de las veintitrés entidades federales, huellas o marcas socio-territoriales prevalecientes hasta el siglo XXI (…) Las provincias de 1856 son fácilmente reconocibles porque coinciden en su mayoría con las entidades federales que componen la Venezuela de 2001”. Es una sentencia de la autora que refrenda desde el presente, como en la lectura de un palimpsesto, el soporte histórico de una descentralización que la democracia venezolana había alcanzado al iniciar el siglo XXI, antes de ser socavada de nuevo por el centralismo. Como seguramente Estaba recuerda de su propio pasaje por la Copre, esa descentralización fue una empresa costosa, demorada secularmente y entorpecida políticamente, pero lograda después de todo, respetando en mucho las nervaduras geográficas, sociales y comarcales recorridas ahora en este libro.

4 La vastedad de La construcción de un territorio. Venezuela: 1500-2003 se refleja en el espectro de sus nueve capítulos. El primero, dedicado al medio natural y denominado “Territorio ‘salvaje’: tierra de gracia de los venezolanos”, parte de la premisa, según la propia autora, “de que no es mucho lo que se sabe sobre la importancia de todo lo atesorado en nuestros paisajes, recursos y regiones naturales”. El segundo capítulo, centrado en la construcción de estados y municipios, trasciende la constitución de jurisdicciones político-administrativas para incluir, en palabras de Estaba, “las patrias chicas que nos hermanan mediante lazos, tan imperceptibles como indestructibles, y que se traducen en un imponderable capital”. El tercer capítulo, dedicado al marco sociopolítico donde se inscribe cada una de las sucesivas etapas del desarrollo nacional, se intitula “Del centralismo democrático de partidos a la democracia territorialmente descentralizada y participativa”. Como correlato del anterior, el cuarto capítulo se centra en el papel de las redes urbanas en la construcción del territorio; considera tanto las metrópolis como los ejes urbanos surgidos, desde la llegada del petróleo en la década de 1920, hasta 1983, cuando ese modelo rentista del oro negro dio señales de agotamiento. Ese gran bastidor del sistema de ciudades es completado, en el capítulo quinto, con un paseo “por los paisajes de la red urbana de la Venezuela de 1981”; es un señalado momento en el que el pujante país que había completado su transición demográfica a la urbanización fue ensombrecido por el temporal económico y político, que al igual que en otras partes de América Latina, trajo la así llamada “década perdida” de 1980.

Los últimos capítulos registran los quiebres y desafíos multiformes atravesados por Venezuela durante las dos décadas finiseculares. El sexto versa, según la propia autora, “sobre los resultados alcanzados entre 1983 y 2003, a pesar de los tropiezos congénitos a la crisis que durante los años ochenta y noventa castigó al todopoderoso Estado petrolero venezolano”. Mientras que el capítulo VII, “Globalización, resiliencia y emprendimiento ante la adversidad”, reconoce y valora los ajustes en el modelo de desarrollo, surgidos como respuestas por parte de la sociedad civil ante la crisis. Se mira de nuevo al sistema de ciudades metropolitanas e intermedias en el capítulo VIII, enfocándolas desde la doble perspectiva de la globalización y la descentralización, las cuales se nos han tornado elusivas por igual. Y el capítulo de cierre, aunque apunte al nuevo siglo XXI, se torna aún más sombrío y desesperanzado: apoyándose en titulares de prensa y testimonios diversos, la autora contrasta “el desventurado acontecer de la Revolución Bolivariana de Venezuela con las realizaciones que pudimos conseguir hasta el 2003, momento que señala el definitivo término del período de los enriquecedores años de la joven e inexperta democracia venezolana y, por tanto, de esta investigación”.

En medio de esa vastedad, son comprensibles ciertas desatenciones en la narrativa que me permito señalar. Dado el título y la envergadura de la obra, convendría —pensando en una segunda edición, libro complementario o continuación de la línea de investigación— reforzar la atención a la era colonial en términos de fuentes primarias, especialmente durante el período de las reformas borbónicas, en el último tercio del siglo XVIII. En el albor republicano, se echa en falta una mayor presencia de la obra de Agustín Codazzi, que dio forma, como sabemos, al territorio ignoto que Estaba se encarga ahora de articularnos a través de sus dendritas. Son estos aspectos que convendría reforzar para ampliar la proyección de la enjundiosa obra de Estaba, insertándola en la genealogía geográfica venezolana, que en la era republicana, va de Felipe Tejera a Pedro Cunill, pasando por Manuel Landaeta Rosales. Se reforzaría así al mismo tiempo la “atadura” de la geografía con la historia, según la relevante búsqueda epistemológica presupuesta en esta obra dendrítica.

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