“La madurez es aquella edad en la que uno ya no se deja engañar por sí mismo”
(Ralph Waldo Emerson)
Es curioso cómo la vida, desde cualquier punto de vista, es una paradoja. Es cierto. Recuerdo muy bien los años de mi niñez, lo cual es un logro porque a veces me cuesta recordar que cené anoche, pero hay cosas que, uno no sabe por qué, quedan grabadas a fuego en la memoria, ocupando un espacio que ya no abandonarán. Y no me refiero a cosas importantes, como el nacimiento de tus hijos o el día que conociste al amor de tu vida, que también. Me refiero a instantes fugaces, casi absurdos, insignificantes, que por una u otra razón vienen a tu cabeza una y otra vez.
Mi primer recuerdo, qué curioso, que asimilo como tal, data del nacimiento de mi único hermano, Javier, tres años más joven que yo. Y no es el momento en el que le conocí en el hospital o su primera palabra. Mi recuerdo me retrotrae a un momento posterior del mismo día de su nacimiento en el que yo estoy sentado sobre un arcón de metal, una nevera de esas con las puertas correderas en las que se guardaban los helados en los bares, escuchando a mi padre, muy joven y con bigote, aunque son contadas las ocasiones en las que ha llevado bigote, hablando feliz con sus amigos Lolita y Pablo, que por desgracia ya no están entre nosotros, mientras tomaban café.
Decía, hace un momento, que la vida es una paradoja. De aquellos años, maravillosos por cierto, recuerdo también, nítidamente, que mi mayor deseo era hacerme mayor. Si hay alguien muy joven leyendo esto, lo cual dudo, quiero advertirle de que este es el mayor engaño que la vida te pone por delante. Ser mayor es un coñazo. Ahí lo dejo, como mantra y consejo. Nunca vas a disfrutar de la vida como la disfrutas cuando eres niño; la niñez, la pubertad incluso, marcan la etapa del descubrimiento, del conocimiento limpio y de la ilusión. Es empezar a escribir las primeras páginas de un cuaderno, blanco, maravilloso, con un horizonte vital azul y soleado. A partir de ahí, tu propio devenir lo contamina todo.
Y volvemos a la paradoja. El otro día, hace apenas una semana, tuve la suerte de disfrutar de la compañía, una vez más, de mi amigo Alfredo. Fue en el transcurso de una cena, con nuestras esposas y más invitados. He de decir que Alfredo es una de esas personas que te aporta, dado que tiene unas vivencias inalcanzables para el común de los mortales y, no solo eso, sino que las comparte con generosidad, regalando momentos brillantes.
Cuento esto porque, en un momento de esta cena, la conversación derivó hacia los muchos años que ya, queramos o no, vamos cumpliendo. Hay que decir que la vida nos ha tratado bien. Yo, a mis cincuenta y un años, estoy más bueno que nunca, todo hay que decirlo y Alfredo, vamos a decir que no está mal. De nuestras esposas ni hablo, pues cualquier cosa que diga puede ser, y será, utilizada en mi contra.
Bromas aparte, y con bromas no me refiero a que estoy bueno, que es muy cierto, sino a todo lo demás, en el transcurso de la conversación, yo incidía en que, a pesar de todo, no volvería atrás, a ninguna edad, que no sea la que tengo actualmente.
E insisto en que es paradójico. En cierto modo, después de la infancia y juventud, creo que la mejor etapa de la vida es la madurez. Cierto es que tiene inconvenientes, como levantarte como si te hubiera pasado por encima una estampida de ñus, pero para mí, son mayores las ventajas.
Huyendo de lugares comunes, yo no creo que los años me hayan hecho más sabio, en absoluto. Sigo cometiendo errores, algunos de ellos con asiduidad. Sin embargo, en esta etapa que la vida me obliga a afrontar ahora, puedo decir que he recuperado la esencia de lo perdido con la infancia. Asombrosamente, a mi edad, he vuelto a recuperar la capacidad de asombro, las ganas de aprender mediante la observación y, aunque resulte increíble, la ilusión.
En mi modesta opinión y, lógicamente, atendiendo a las circunstancias personales, he de decir que pienso que esto es consecuencia de la relajación que acompaña a la madurez, eximiéndote de responsabilidades que, en otra época, copaban tu horizonte vital y no te dejaban tiempo a la reflexión, a la observación ni a nada.
Así, pues, paradójicamente de nuevo, ahora que cada vez estoy más cerca de la muerte, viviría eternamente; observando, reflexionando, aprendiendo. Madurando.
Decía Jacinto Benavente que “la madurez es la etapa en la que termina la edad de las locuras y empieza la de las tonterías”. Puede que no le falte razón; quizá esa sensación que me acompaña últimamente de volver a experimentar sentimientos que ya creía perdidos quiera decir que soy tonto. Sin embargo, coincido más con Irvine Page que opinaba que “el ser capaz de vivir en paz y tranquilidad durante algún tiempo es testimonio de madurez”. Cambiando testimonio por potestad, estoy de acuerdo.
Quizá por eso me siento como si estuviera sentado en un banco, solo, en el ojo del huracán que actualmente me rodea, mirando girar el mundo a mi alrededor, a toda velocidad, pero tranquilo. A salvo de la vorágine, en el confort de mis canas.
Doy gracias a Dios por esta sensación y espero que dure, aunque entiendo que, en buena lógica, voy camino a la senectud. La vida es así, cíclica. Y así hay que asumirla.
Sean felices. Aunque el Titanic se hunda, la orquesta sigue tocando.
“Vámonos muy lejos a vivir lo que nos queda de besos. Deja atrás la soledad, nadie espera nuestro regreso”. (“Los besos que nos quedan”. Tam Tam Go).
@julioml1970
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