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Lunas compartidas: cinco textos

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Por GISELA CAPELLIN

Shiraz

Dicen que algunos lugares se pueden conocer a través de fotografías. A mí me bastó escuchar una voz.

A una mujer le habían advertido sobre los peligros que le acecharían al visitar una sociedad llena de prejuicios. Ella alcanzó su destino y entendió que debía ser tolerante con lo desconocido. La actitud de respeto se inició al verse obligada a cubrir con un pañuelo su cabeza y su cuello.

Mientras la escuchaba, mi mente asociaba lo conocido con lo inexplorado. A través de su experiencia sentí la emoción de comprender una tierra habitada por una casta envuelta en tabúes y misterio.

La voz me llevó hasta la lejana ciudad que alguna vez fue capital de Irán. Al escucharla, dibujé en mi mente los jardines rodeados de columnas caladas de texturas, que realzan el paso de la luz y entregan su reflejo sobre el agua. Sentí el calor seco, aliviado por las celosías de cuadrículas y ondas que permitían al aire treparse junto a las plantas, cubriéndome con su orgánica sombra.

Las palabras nacieron con una sonrisa en los labios, según Zoroastro, el profeta persa. Shiraz es una ciudad que recuerda la permanencia de su lengua en las tumbas de los antiguos y más amados poetas. Con la descripción de los pictogramas de antiguas tablillas, los escritos elamitas me revelaron un lenguaje sonoro.

La voz se fue haciendo pequeña hasta volverse semillas de granada. El jugo de húmedos rubíes, fruta sagrada para los iraníes desde hace miles de años, símbolo de la fertilidad y del ciclo de la vida, es bebida que serena bajo el perpetuo sol.

Giraron las palabras y escuchándolas se convirtieron en gigantes con los que percibí siglos de riqueza. Se erigió en mi cabeza la fachada de cristal de la Mezquita Rosa y la voz pintó los mosaicos que remontan los techos cóncavos. Los percibí sobre mí, en círculos concéntricos, decorados con flores.

La voz sembró en mi cabeza dudas al revelar que la mayoría de los jóvenes consumen licor en exceso y no asisten a actos religiosos, a pesar del poder ejercido por los ayatolás, expertos en el conocimiento iluminativo y la moral.

Mientras habló de su viaje la narradora fue dueña de Shiraz. Yo acogí esas palabras como un obsequio y las transformé con el derecho a compartirlas. La imagen de esa ciudad quedará bajo el dominio de quien reciba mis letras.

Chicago

Acostado en el diván veo unas manchas oscuras sobre la tela. Quizás alguna vez las suelas fueron blancas. Ahora parecen unas llantas con las estrías embadurnadas de grasa.

Recuerdo que en una ocasión los lavaron. Aún vivía con mi madre al norte de la ciudad. Con sus altos estándares de elegancia debió haber sido ella. Los puso a secar recostados verticalmente en el patio del bungalow donde vivíamos. Entonces no los reconocí, mostraban una sombra amarillenta en el borde de la lona, que destacaba como un lamento por el agua y el jabón con que mi madre los había sometido. Noté los ojales desnudos. Antes no me había fijado que eran de metal. Tampoco sabía que tenían algo escrito en las lengüetas de tela. Lo descubrí al verlas estiradas hacia afuera luciendo exhaustas por las constantes y frías ráfagas de viento.

Después me mudé a una habitación en el distrito financiero, bajo las piernas de hierro de la línea del tren, con sus remaches abultados como granos de adolescente. Me acostumbré al esporádico traqueteo de los vagones y al gemir de las ruedas al frenar en las curvas.

Unos meses después encontré trabajo. Me emplearon para solicitar el billete de entrada a los visitantes de una casa diseñada por Frank Lloyd Wright. Pasaba el día entre los horizontales muros exteriores y las hileras de ladrillos de la fachada. Ya para entonces tenía el temblor en las manos y la sensación de amenaza que me trajo a estas sesiones. Recuerdo que recién mudado a The Loop me anoté en un tour que permitía subir y bajar de un tranvía a lo largo de la ciudad. Aunque estaba lloviendo caminé la mayoría de los trechos. Visité la Torre Willis. Al entrar al que por años se llamó Edificio Sears escuché que la estructura del rascacielos estaba inspirada en unos cigarrillos asomados por la abertura de la caja. Repaso los números iluminándose de verde mientras subía el elevador. Aún oigo en mi cabeza el agudo tintineo de cada cifra durante el ascenso. Al llegar arriba varias personas esperaban en silencio su turno para pararse sobre un cristal suspendido en el aire, a cuatrocientos doce metros de altura.

Sentí una profunda sensación de rechazo y al mismo tiempo una fuerte atracción por asomarme. Consideré la idea de acercarme arrastrándome por el suelo pero me esforcé y logré apoyar los dos pies sobre el balcón de vidrio.

Intenté por unos instantes mantener los párpados abiertos. Sentí que todo daba vueltas. Estrujando mis manos sudorosas vi los automóviles abajo moviéndose como hormigas. Con el estómago oprimido vislumbré la ciudad dividida en pequeñas cuadrículas, las mismas líneas rectas de un ajedrezado de cemento, aluminio y cristal que rodea esta ciudad, donde todo compite por ser perfecto, la arquitectura, el diseño, la elegancia.

Desde ese día no me he vuelto a quitar los zapatos.

Puerto España

El miedo a no volver a verte fue el mismo de saber que nunca más regresaría a la infancia.

Nos recibiste en tu casa en Puerto España. Preparaste tu vivienda para atendernos los escasos minutos que estuvimos allí. Las pocas cosas, puestas de manera armónica, daban un sitial de honor a cada objeto. Llegamos de noche. Siendo todavía un niño era difícil apreciar que ninguno de los vecinos tenía carro, tampoco me percaté del piso de tierra. A pesar de los muchos años que estuviste trabajando para mi familia, fue la única vez que vi a tus hijos. Eran todos mayores que yo, adultos. Los habías levantado con el esfuerzo de la distancia. Para mí era difícil entender que tuvieras otra familia, siempre fuiste parte de la mía. A nuestra mesa de comedor llegaban diariamente los deliciosos platos que preparabas. Al terminar de comer iba a la cocina mientras aún flotaban las esencias de las semillas, cúrcuma, fenogreco, comino, mostaza. En silencio recostaba mi cabeza sobre el delantal y tú quietamente esperabas a que yo volteara hacia arriba para ver la alegría de mi rostro. En tu casa, sin embargo, no pude sonreír. Hubo algo solemne en esa visita. No fui capaz de acercarme a ti, ni de expresar lo que sentía.

Muchos años después sigo recordando ese encuentro. En ese momento no entendí que te habían diagnosticado una enfermedad que hizo a mis padres ir hasta allá. Su viaje fue para ofrecer su ayuda y costear el tratamiento médico.

No volviste a trabajar pero siempre mantuviste contacto con nosotros. Recibíamos tus esporádicas cartas de pocas palabras, con una letra diferente cada vez, pues alguien las escribía por ti. Decías siempre lo mismo, era tu manera de informarnos que estabas bien. Yo con la excusa de coleccionar los sellos postales las fui guardando durante los años en que me hice un hombre. Siempre creí que volvería a visitarte, sin embargo, una mezcla de sentimientos lo fue impidiendo. Con el tiempo nuestra comunicación empezó a ser por teléfono; cada diciembre te llamaba para oír tu voz. Escuchaba las mismas palabras, pronunciadas con la combinación de idiomas que te caracterizaba. Me remontaba a la niñez, al bienestar que entonces sentía y al que asociaba contigo.

En tu última llamada, aunque me preguntaste por el trabajo y elogiaste mi carrera como arquitecto, sé que forzaste la risa. Percibí una expresión diferente en tu tono de voz. Finalmente, emprendiste el viaje a la eternidad que en forma de misterio me fue anunciado cuando visité tu casa.

He regresado a Trinidad, vine con mi esposa y mis hijos durante los días de Carnaval. Estoy en el hotel esperando a que ellos se preparen para participar en las festividades. Los cuerpos oscuros que trajo el cultivo de la caña atraen al público al ritmo de calipso. En la distancia escucho los agudos tonos de los bidones de metal. Ahora, al recordarte, con lágrimas expreso mi agradecimiento. Al voltear hacia arriba, como siempre, verás la alegría de mi rostro.

Montecarlo

El reto fue escribir un cuento creíble a partir de una anécdota que Antón Chéjov registró en uno de sus cuadernos.

Ocho siglos llevan los antepasados de Luciano Bocio al servicio de los Grimaldi. Su familia había guardado fidelidad a los poderosos patronos desde la época en que Carlos I se autoproclamó «Señor de Mónaco».

El abuelo Bocio logró ascender a plongeur al formar parte del equipo que trabaja dentro de las cocinas de palacio. Luego el padre fue Rotisseur, con lo que mejoró la tradición de servicio de su estirpe. Luciano completó su formación en el Lycée Technique et Hôtelier de Montecarlo y alcanzó el título de Sous chef de Sus Altezas Reales. Sin embargo, hoy ha decidido abandonar el cargo.

Mientras saca filo a un cuchillo le viene la idea de marcharse del principado. Coloca los utensilios sobre la superficie de mármol y se desata el delantal. En silencio sale caminando a lo largo de los pasillos hasta bajar del promontorio rocoso donde está ubicado el palacio. Atraviesa calles llenas de llantas y banderines, sin percatarse de que son preparativos para el Grand Prix.

Llega a su casa y se acuesta en un colchón, la única pieza que amuebla su cuarto alquilado en el área portuaria. Una vez soñó con unas tierras obtenidas por el dragado del mar y que ofrecieron ser rematadas, pero el príncipe Alberto II anunció que ese proyecto había quedado suspendido debido a la situación económica.

Alterado, se levanta y va al casino. Entra al espacio de altas ventanas y lámparas de cristal donde promueven juegos de azar. Desea librarse de las monedas con la imagen del príncipe Rainiero. Cambia su dinero por una ficha. Se acerca a la mesa de la ruleta y la coloca en un número cualquiera. El crupier hace girar la rueda. Luciano Bocio oye girar la bolita cada vez más lentamente y nota que cayó en el número al que él había aportado. Con brusquedad coloca la totalidad de lo que ganó sobre la mesa de los dados. Sin haber comprobado la puntuación, el crupier anuncia que gana un millón.

Luciano Bocio recuerda que el Gobierno tiene una participación mayoritaria en el lugar de apuestas. Considera evidente que vigilan sus movimientos. Las luces de varias cámaras de fotos destellan en su mirada perdida. Los empleados del casino se acercan con leves sonrisas mientras el resto de la gente aplaude.

Luciano Bocio toma el cheque emitido por la Société des Bains de Mer, va a su casa, se desploma, prende fuego al cheque y con este enciende su colchón.

Palermo

Son las dos de la tarde de un día de junio en el instante en que una cámara fotográfica enfoca una pareja y en un muelle ruedan cadena abajo el ancla de un barco de crucero mientras una tabernera sacude las migas de un mantel.

Se escucha el silbido de una ambulancia a la vez que el chispazo de un fósforo ilumina la cara de un joven que sostiene un cigarrillo a un lado de la boca coincidiendo con una vieja encorvada que palpa melones en una venta de frutas.

Un grupo de estudiantes observa cuerpos momificados en los pasadizos de unas catacumbas sin saber que a pocos metros dos automóviles se cruzan y ambos chóferes se bajan entre el corneteo de otros vehículos que expresan su apuro.

Un reloj eléctrico marca una tarjeta cuando un vigilante denuncia la ruptura de un vidrio en un estacionamiento donde cobran por hora cerca de una plaza en forma octagonal que delimita sus esquinas con fuentes que simbolizan las cuatro estaciones.

Unas manos cascan huevos para hacer un flan y otras mezclan berenjenas con tomates mientras montan frituras de harina de garbanzos sobre un pan con semillas de sésamo en el momento en que el borde de una cacerola con azúcar comienza a oscurecer.

Dos cubos de hielo dan vueltas en una copa al servir sobre ellos un licor dulce y se abre una caja registradora en tanto unos perros ladran tras un niño que persigue una pelota sin ser visto por un viejo que hojea un periódico.

La sombra de un transeúnte cubre la cara de un acordeonista que sobre la acera aguarda unas monedas mientras una muchacha con un traje de flores esquiva un gato que relame su boca escarbando un tiesto.

Son las dos de la tarde en el instante en que una cámara fotográfica enfoca una pareja posando sobre las escaleras donde filmaron el grito mudo de Michael Corleone al ver caer a su hija en el final de El Padrino.

En Palermo al igual que en mi mente variaciones inesperadas se agolpan a la vez.

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