Por BAICA DÁVALOS
En la joven narrativa venezolana (que para mi modo de ver excluye al que tenga más de 30 años en 1972) se marca con claridad el límite que separa a las generaciones en Venezuela. Ahora hay gente que escribe aquí que no ha vivido una infancia campesina, hay unos escritores que no reflejan más nostalgias de lo telúrico, unos muchachos que desde la primera juventud son arrancados del “país natal”.
Deben crear sus propios mitos a partir del desarraigo. Francisco Massiani representa el prototipo de estos jóvenes escritores: exiliado su padre, vive la edad del liceo en Chile, en un colegio inglés (el mismo al que fue Carlos Fuentes años antes), se educa en una arbitraria y muchas veces insólita idea del gentleman, que tantos buenos modales y malos ejemplos ha regado por Sudamérica, al vestir con chaquetas de bolsillo bordado con alma Mater, pantalones de franela y corbatas con los colores del colegio, a bestias violentas de mal disfrazada urbanidad; nada tiene que ver con el baseball: practica con fruición el fútbol sureño (otra herencia inglesa); olvida la jerigonza caraqueña y llega al “país natal” con una severa nostalgia de las brumas santiaguinos y las muchachas de doradas cabelleras, “cabras” que un “gallo” bien dotado adora: es, de cierta manera, un renegado. Tiene, sin proponérselo (como en otro tiempo lo tuviera Pocaterra en virtud de la persecución de Gómez), la primera condición para ser un buen escritor, condición que —en su caso— es la segunda, pues la primera es ser hijo de un escritor nato, de su patriarca, de un poeta que diariamente da clases de estilo de pluma y de vida, Felipe Massiani.
La segunda condición (que en el destino de Francisco Massiani, como todo lo que le ocurra, ha de ser arbitraria: ejemplo: el único día que se propone seriamente no beber un trago aunque se derrumbe el B.Q y aplaste a la cajera, resulta que llega de París el único amigo de infancia y es imposible dejar de festejarlo; otro: el día que se propone y jura por todos los dioses del Olimpo que debe ser un hombre tolerante y no violento, viene un imbécil, se le para delante [está a las puertas de Suma, donde se bautizará un libro de Salvador Garmendia] y le espera con la mayor naturaleza del mundo: “-¿Es cierto que el libro de Monte Ávila te lo publicaron por cuñas?”), la segunda digo, que, por este sino arbitrario, ha de ser tercera: es su fabulosa terquedad. Se sabe que escribe un cuento diez veces y diez lo corrige, hasta el punto que cuando a uno le ha leído la primera versión o, por casualidad, le pide que vea a ver qué le parece la versión número diez, resulta que se encuentra con otro cuento o relato que nada tiene que ver con la versión número uno. A tal punto que puede ser de un tipo despechado que se llamaba Luis y tocaba la guitarra como los dioses y vienen unos tipos en una cantina y le quiebran en un atropello su instrumento con lo que Luis se revela y descubre que su pasión en la vida no era la música sino el box, pues deja tendidos por el suelo, vueltos fruta, a los cuatro matones más terribles del pueblo; y esto en el número diez se transforma en una muchacha muy triste que tenía un potrito en la azotea de su casa al que había introducido allí a ocultas de sus padres y cuando pasa el tiempo ocurre que la pobre muchacha gasta todos sus míseros ahorros de las semanas que le da su papá y en avena y maíz y cereales y cuando sigue pasando el tiempo el potrito viene y crece que espanta y pega unas gritadas por la azotea que todo el mundo en la casa está convencido que hay fantasmas, razón por la que la muchacha, que toca la guitarra como los ángeles, planea formar con unos amigos una orquesta de esas modernas, que hacen más ruido que un terremoto (y desde luego mucho más que el trote de cualquier caballo) y esto desenlaza en que el conjunto tiene un éxito loco, la muchacha se casa con el baterista y adoptan al caballo que en adelante vive en el jardín de un apartamento de propiedad horizontal. Como es evidente en ambas (y que) versiones de un mismo asunto, no se trata del mismo asunto. Pero esto a Francisco Massiani, no hay quien se lo haga ver: tal es la fuerza de su condición tercera.
¿Cómo es el sujeto que reúne estás tres ciudades?
A primera vista se lo toma por alguien que acaba de cometer un crimen y no intenta disimularlo; tal vez sufre de inmensos remordimientos de conciencia, pero estos no le quitan la convicción de que ha obrado con justicia. Esta y otras alegres comparaciones semejantes se nos vendrán a la cabeza, al encontrarnos con Francisco (Pancho) Masianni, 28 años, casado, barbudo, intempestivo inscrito en varias facultades a su regreso al país, entre ellas arquitectura y letras, todas ellas abandonadas como consecuencia de los denodados esfuerzos que la gente que lo quiere haya hecho para convencerlo de lo contrario; esto, en colaboración bastante bien distribuida con sus demonios personales que no le aconsejaban nada o que (quizás) le hayan aconsejado la nada; marino fracasado antes de haber puesto un pie sobre el puente de ningún navío, tal vez por haber aborrecido muchísimo, como Corcho, su personaje, a chupar el caramelo agrio del suceso; acordeonista y cuatrero de buenos dedos, incansable cantor de rancheras, sucesivamente más y más despechadas a medida que el líquido desciende en las botellas y asciende en los cielorrasos de la imaginación, narrador, bestia narrativa, lobo que fabrica destrozando aortas de corderos blancos, metáfora sobre la culpa y la Mancha; futbolista cuyos choques hacen estremecer el teclado de la Remington desordenada; pateador corso; ochenta y siete veces corso, sí; corso he vuelto hacer corso por padre, adopción, naturalidad y madre y vino bebiendo; esto sugiere a primera vista el “Cuando las hojas de la noche esperan que te duermas para crecer”, título que abrevió, pues originalmente estaba formado de noventa y dos palabras, varios signos y números.
Que una figura así a la que se trata de inyectar una fuente dosis de suero inmortalizante (en momentos en que se desplaza a la carretera sobre la verde grama del club de los ingleses, en busca del off-side que desconcierte al referee, como una patada de córner que no lave ni Mandrake) se nos escape de la jeringa, es incomprensible. Porque nada se ha dicho todavía hay en momentos en que levanta una tijerita digna de un guitarrero andaluz, acerca de su excelente calidad de dibujante, una creación que emprende con el humor de un empresario de circo, un empresario particularmente dotado que a la vez fuera contrabandista, predicador, tratante de blancas, administrador de un hospicio, huésped de él mismo, destilador clandestino y tahúr profesional.
No es de ningún modo una novedad el hecho de que un narrador o un poeta dibujen. Es novedoso en cierto grado el modo como lo hacen, el ángulo de vista que toman, la forma de expresión que obtienen. Desde Blake a Lorca, de Kafka a Miller o Lawrence, la expresión plástica de un escritor ha sido una más de sus maneras de ver y expresar su mundo propio. En el caso de Francisco Massiani, ese mundo no está, como en su narrativa, centrado en las imágenes de la adolescencia. Al dibujar, Massiani es más un niño que levanta un barrilete, que un Corcho desesperado por las frustraciones de sus donjuanerías. El suyo es un ambiente infantil: es terrible y asombrado; en la medida en que es dura, despiadada, sin compasión y sin restricción, la mirada de los niños. Escrutando la conciencia de los hombres que se manifiesta en su exterior, pero está clavada en una zona a la que sólo la prospección de un minero rabdomante puede llegar, Massiani obtiene una pareja humana de monstruosa complacencia y putrefacción. Sólo un niño muy malvado e irreprimido puede fotografiar con su inocente maldad, la maldad consciente que se desprende de esa pareja en tinta sobre papel violáceo. Además, esta elección del fondo del papel avisa que sobre este par de seres de alegre descaro se ha dado a golpear con fuerza y constancia la pureza a la que ellos jamás tendrán acceso.
Pero no todo son pústulas y morados sanguinolentos en los dibujos de Massiani. Hay otras perspectivas, otros modos de ver y expresar. Son los frutos de una gran alegría o una inmensa compasión. Es una mujer que no está en realidad acostada sino descuajeringada; su brazo en v inclinada, sus piernas recogidas, el tumulto de su vientre lleno de tumultos de otros vientres que la han aplastado y sobado, su cara hinchada de manos que la manejaron como a dinero, extendida ella, mujer bíblica de profunda generosidad, como un billete grasiento ganado por un pescador en una playa hedionda a barcos y mujeres, a sonidos de vino y canto. Y luego están los Reyes, en un dibujo hecho con pámpanos, los reyes (que por supuesto son Pancho Massiani y su mujer) beben vino bajo los parrales a la cabecera de una mesa que no tiene cabecera ni es redonda. Cerca corre un arroyo o canta una acequia viñatera, el sol, el gran Rey-Padre, mira todas estas cosas con tan gran condescendencia: en vez de enviar sus poderosos rayos manda efluvios de algo así como el General Eléctrico, un Dios que puso una secadora en su casa.
Más allá, el pintor tiene un encuentro con el gran maquinista Rajagarganta, en 1883, frente a su locomotora, bajo el sol de París. Se ve que este sol es distinto al de los reyes, es como solían decir los viejos, El Sol de Europa: nada más que como la luna de aquí; un buen adorno en todo caso y magníficamente colocado en el dibujo.
Hay dos motivos en los que Massiani comienza a interesarse: Proyecto para un Circo y Los Vengadores. En los primeros, está el puro asombro de la infancia que se queda para siempre en quienes han visto un circo en pleno despliegue; en los segundos, que por su factura son notoriamente los últimos trabajos, se ve mayor seguridad en la parte meramente plástica y probablemente por esa causa (no sé decirlo con la experiencia y el lenguaje de los críticos de verdad verdad) se diría que la cuestión psicológica se retira hacia un plano secundario y deja paso a la intención pictórica. Este sería el camino para separar —si es posible semejante locura— al pintor del narrador, cosa que suena como si se quisiera apartar el caballo del hombre en el centauro; cosa que sólo a los críticos se les ocurre.
Pero para volver sobre el tema inicial de la formulación de una teoría (tema en cuyo hallazgo todo lector verdadero, serio y encopetado, de una revista literaria, se despedaza en fascinación) acerca de la posibilidad de un cambio radical entre los narradores que vivieron la cultura del caballo, los generales alzados y las espuelas y las casas puestas a secretísimas mujeres fascinantes, que eran objeto de la coleadera sempiterna de la vox populi; y estos otros que vivieron a Caracas como un lugar caótico (en el que, según Adriano González León, andan buscando un tesoro enterrado en época de los conquistadores y hasta ahora no descubierto por ningún MOP) será bueno desarrollar los primeros andamios que conduzcan a la elevación del edificio teórico. Estas tablazones propondrían: que no se tome aquí en ningún sentido peyorativo lo telúrico, desarrollado con vigor por narradores como Armas Alfonzo, Hernando Track, Adriano ya citado, Esdras Parra, la poesía de Ramón Palomares y Luis Alberto Crespo, etc., sino que se vea con atención en los escritos de Massiani, cuyo maestro es (aunque no tengan nada que ver, como suele ocurrir en estos casos) en muchos aspectos Salvador Garmendia, quien es el único de los narradores de su tiempo que se engolfa en la ciudad. Es más: en los vericuetos y meandros de una Caracas devastada tanto por las urbanizaciones afluentes como por su prosa, de donde a fuerza de pugnar en los cuchitriles más miserables (no por cuestiones económicas sino Morales) surge la irrealidad de los Volátiles ; la existencia de una ciudad con las entrañas puestas en carne viva, en la que se solazan jóvenes vencidos por la descomunal realidad, en permanente fuga hacia el centro de sí mismos; hacia la luz y la pureza que están ocultas en el interior fulgurante, donde se conserva el secreto de los mitos, la fragilidad de los amores, infidelidades inconfesables: que se vea en estos escritos, en Piedra de mar, en Las últimas hojas de la noche, las frases voraces con que se manifiesta el fragor de la adolescencia. Es decir: en la voz de los personajes de Massiani está expresada la angustia que padecieron sus tíos, esos personajes de Salvador Garmendia que sienten su alma estrujada y pasean en el vacío de los días indiferentes, sus hábitos de pequeños seres. Una hecatombe se ha producido en el centro del mundo de estos seres: una hecatombe de la que ellos no están conscientes: todo el mundo ha volado hecho añicos y la lepra de los detritos que llueve sobre sus cabezas los bañan de una mugre insustancial: no saben qué hacer de sus existencias, excepto padecerlas. Sus descendientes oblicuos, los personajes de Massiani, han tomado cierta perspectiva al apartarse del centro del estallido, no porque lo hubieran planeado, no: la fuerza expansiva de la onda los lanzó lejos: al regresar se encontraron con una ciudad que debían sufrir, como unos despojos sobre los que se estaba fundando lentamente un orden en el caos. Pero nada de esto les concierne: tan indiferentes como los habitantes de los días de ceniza, esos pequeños seres de mala vida los corchos, los Luises, pasan saltando sobre los escombros, pero tienen algo que ganaron, el núcleo incontaminado que guarda el amor y es preservado por el humor.
Estas son las dos grandes direcciones (diría un profesor de literatura) por donde se puede encarrilar la todavía breve obra de Francisco Massiani: amor y humor. El amor que muchas veces no se puede declarar como en los cuentos del pollo Un regalo para Julia y el del regreso a la cancha de fútbol, con la muchacha que, a toda costa, quiere irse y el tipo que, a toda costa, quiere hacerla participar en su mundo de futbolista; y en ambos cuentos la total incomunicación entre los adolescentes, ese muro que establece la disparidad de los mundos interiores con los que cada personaje vive ensimismado: las chicas quieren ir a su casa a planchar la blusa para el baile; los muchachos piensan en que tendrán debajo de esas blusas, que esconderán con tanta tenacidad bajo sus vestidos; las muchachas: el mundo social, la figuración, el prestigio, los automóviles; los muchachos: el sexo, el sexo, el sexo, el sexo y, si queda algo, otra vez: el sexo.
Para terminar está la paz sobre uno de los escritores que —junto a David Alizo, Ben Ami Fihman y Luis Alberto Crespo— consideró que tiene un futuro como tal en Venezuela (o donde diablos sea que se encuentre) diré que creo que Francisco Massiani será un escritor excepcional, no sólo por las tres condiciones a que me he referido sino (en un lugar no clasificable en orden numérico por lo descomunal) porque es un hombre que ama con una pasión desmedida vivir y teme (con el único lenguaje en que se trata de estas cosas, con el temor y temblor de un religioso que llega a ratos al grado de exaltación de los místicos) a la muerte, nuestra invitada.
*Alguien que acaba de cometer un crimen y no intenta disimularlo, de Baica Dávalos, forma parte del volumen Ruido de nueces (Editorial Universidad de Carabobo, Valencia, Venezuela, 1974). En esa publicación su título era Francisco Massiani. El futbolista sobre el teclado de la Remington caliente.
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