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El discreto canto de Fedora Alemán (2002)

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Por MARSOLAIRE QUINTANA

Una larga vida dedicada a la música —desde el escenario primero y luego desde el escritorio del Museo del Teclado— es tanto su mayor logro como su mayor orgullo. Primero diva criolla del Bel canto, Fedora Alemán es más que un ejemplo a seguir, más que una pionera y mucho más que una hermosa mujer de 90 años: es, sobre todo, un monumento viviente a su propio talento.

«Esto será difícil. Será complicado explicar con palabras el sonido de un ave sin alas». La primera anotación que este trabajo ha surgido de la migración que por años se cultivó en la intimidad. Había llegado el momento de acercarse de una vez por todas a un hechizo viviente, a un símbolo del bel canto que alguna vez viviera este país, y entrada en el alma hay quietud profesional de saber si era o no acertado contar la historia o dejar que el propio personaje la elaborara. Pero el plumaje metafórico de su vida se levantó con suavidad —un telón grácil que se le va para dejar ver la escena que se avecina— y esperaba, resuelto, el comienzo del trino. Fedora Alemán, a sus 90 años, aguardaba paciente con una carta entre sus manos que me había dedicado. El mejor de los regalos, sin duda.

«Esto sería arduo», se anotó la reflexión al culminar el encuentro. Es tan extraño como no cerrar los ojos cuando suenan los primeros acordes de la Gymnopédies de Erick Satie, o la introducción de La Mer de Debussy, y notar que un cordón lo hala a uno por la nuca y lo eleva hasta una altura desconocida que se siente, paradójicamente, en las entrañas. Igual e inexplicable es la reacción corporal de quien escucha entonar en la voz de un ser humano —completamente ajeno— la recóndita armonía que contiene, como un secreto, la poesía de un aria de Puccini. Sería un absurdo pretender describir con fidelidad la creación musical —entre todos los matices del arte es la experiencia más individual, tanto para el que la produce como para el que la consume— y, mucho más, develar el alma de alguien nacido para dedicarse a ella. Se corre el riesgo de destrozar El canario si se le da huella para esclarecer el misterio de su canto. Pero el lenguaje también es insondable y dentro de él está el germen creador: «Siempre se debe escoger lo mejor», dice Fedora Alemán, «siempre se debe buscar el camino de la perfección», sigue, tiende de las frases como alfombra y se sienta en ella a contar nueve décadas.

«Yo nací en Caracas, en lo que se llamó después San Bernardino. Mi madre tenía una quinta como para atemperar por donde pasaba el río Anauco. Fue el 11 de octubre de 1912. Era la última de los hijos, la quinta. Dicen por ahí que no hay quinto malo, sí señor. Pero tuve otro hermano al que atropelló un carro cuando tenía apenas cinco años».

«La mía era una familia hermosa. Mi papá era médico, un dermatólogo muy respetable que tenía una clínica privada. Mi madre era muy bella y parecía una marquesa. Tuve tres hermanas y un hermano queridísimos, pero ahora están muertos todos y eso me hace sentir muy sola, pues eran mis grandes amigos, mis compañeros de vida».

«Nuestro padre estaba muy preocupado por nuestra educación y por eso no escribió a todas en el colegio San José de Tarbes, que para ese entonces quedaba en Carmelitas, y en donde aprendí el idioma francés con bastante tino. En esa época lo que venía de Francia tenía muchísimo éxito en el país. Sin embargo, cuando se terminaba la educación, había muy pocas opciones. En esa época la mujer no tenía otra actividad que no fuera casarse, conseguir marido, tener hijos, crear una familia. Eso era todo lo que podía esperarse de la vida, algo muy distinto a lo que sucede hoy».

«Así que nos decidimos a ingresar en la escuela de artes y oficios, a pocas cuadras de mi casa, que quedaba de Sordo a Peláez. Pintura y encuadernación, recuerdo claramente, eran los talleres que ofrecían a las niñas. Incluso conservo libros que encuaderno en esa época: los conservo con tanto cariño».

«Aquellos años de mi infancia estuvieron llenos de libros. Siempre me gustó leer y, en la actualidad, tengo una biblioteca de más de 20.000 volúmenes. Desde muy pequeña —tendría unos 8 años— cuando me preguntaban qué quería que me regalaran, pedía un libro. En vez de contestar que quería una muñeca, en esa época eran bellísimas, pero yo expresaba mi deseo de leer. Aún conservo mis libros de Julio Verne, de Emilio Salgari. Tendría más ahora, pero se los prestaba a Alfredo Cortina y nunca me los devolvía».

“Yo vivía en un mundo un poco irreal. Creía en las hadas, juraba que tenía un hada madrina. Casi las veía, no sé. Un día vi una, tendría como 10 años. Debió ser imaginación mía… Llevaba una vida muy espiritual, muy concentrada, muy adentro”.

“Después, cuando llegó la radio, comenzó mi afición por cantar. Tendría 14 años cuando con mi hermana mayor, que tenía una vocecita bonita, fui a la escuela de música y declamación. María Irazábal, la maestra, opinó que la que tenía la voz era mi hermana y no yo. Así que hice de todo y me dije: “Yo también voy a cantar”. Como papá me llevaba a ver a muchos de los cupletistas que venían en ese entonces, empecé a cantar y cantar. Y en el examen final de esa clase obtuve veinte puntos y felicitaciones del jurado, encabezado por Isabel Hermoso de Pérez Dupuy, la gran estrella, que pertenecía a la alta sociedad. A partir de allí, todo comenzó a fluir naturalmente”.

Mientras tanto, en Polonia, el destino comenzaba a tejer la vida a su capricho. Una niña nacida en Rusia en junio de 1915 jugaría un papel determinante en esta historia. Se llamaba Nina. Había nacido en Rusia y poco después, al finalizar la Primera Guerra Mundial, se trasladaría hasta una pequeña ciudad polaca. Hacía frío en Moscú, era el más helado, crudo y hambriento invierno. La pobreza golpeaba los cuerpos con tanta estridencia como si las cuerdas del violinista de Marc Chagall se hubieran roto, de pronto, sobre un tejado de Kiev y la noche, en vez de azul, se hubiera unido a una bandada de cuervos.

Esa es la época que otra Nina, tan rusa e inmigrante como la niña de Polonia, describiría —casualidades históricas, coincidencias extraordinarias de la literatura— al narrar el mundo de una pianista acompañante que escapa de aquella Moscú fatigada y delatora, con una cantante lírica en éxtasis pertinaz.

“Comencé a estudiar piano muy pequeña, tal vez a los seis o siete años”, comienza a hablar Nina de Iwanek, una de las ejecutantes más sólidas en la historia del país. A sus 87 años rebobina con lucidez la cinta magnetofónica de su historia. “Una de mis compañeras de infancia recibía clases de piano. Un día su maestra se quedó observándome con atención. Yo estaba alelada viendo aquella clase y, al finalizar, le recomendó a mi madre que yo debía estudiar. Así fue. Avancé muy rápido porque había disciplina. A los 12 años ya estaba ganando mi primer dinero por acompañar. Desde entonces, desde esa época, lo hago”.

“En Polonia no vivían gitanos, pero en verano venían con sus carretas desde Rusia. Después de la Revolución llegó un grupo que cantaba y bailaba maravillosamente. Analfabetas completos. Como necesitaban dinero decidieron hacer un concierto en el teatro de la ciudad. Preguntaron por un pianista, y les dijeron que había una niña que tocaba bien. Conocía muchas canciones de oído-ojos negros, dos guitarras. ‘¿Cómo podría acompañarlos?’, me preguntaba. Les pedía que me cantasen el principio de cada canción, con lo cual sacaba la tonalidad. El resto salió fluidamente”.

“Con el paso del tiempo me seguí formando con nuevos maestros y me trasladé a la capital. Allí llegué a ser la repertorista de la Ópera de Varsovia, hasta que vine a Venezuela. Unos meses antes había acabado la Segunda Guerra Mundial. Llegué sin saber hablar español. Esperaba que aquí se cultivase la ópera. Nada. No quería acompañar a los cantantes, pues, en aquella época, la mayoría eran analfabetas, no sabían leer música. Así que me dediqué a dar clases de piano durante el día, y bien entrada la tarde, tocaba en el restaurante de un polaco. Fue allí que los Atencio, una familia maracucha —primitiva musicalmente, pero excelentes personas— me contaron que estaban construyendo el hotel más moderno que tenía Caracas. Era el hotel Potomac, en San Bernardino. Allí conocí a Pedro Antonio Ríos Reyna, a Alfredo Hollander, a Fedora Alemán”.

Las manos blanquísimas se posan en el cuello. No tiemblan como se esperaría de una mujer de 90 años. La bufanda de seda, matizada por varios tonos naranja, cae con gracia sobre el hombro derecho. Un broche coqueto sostiene ambos extremos de la tela. Abajo lleva un conjunto de blusa y pantalón oscurísimos, posiblemente negros. No obstante, todo en ella es claridad, toda ella está rodeada de un aura de incomprensible serenidad. No se trata de lentitud, pues aún Fedora Alemán es ágil, tiene un vivaz pensamiento y un humor elástico. Su risa es agua fluida, llena de una sonoridad contagiosa, de una melodía armoniosa. Y en sus ojos todavía crepitan destellos de energía, aunque la umbría de unos lentes avioletados trate de empañarlos. La luz que entra por la ventana —ocupa la oficina de directora del Museo del Teclado desde hace 17 años de puntual asistencia— le baña el rostro y lo suaviza a tal extremo que es imposible dejar de verla y no sumirse en actitud contemplativa. “He hallado la belleza en el canto, y en él he descubierto todas las pasiones, todos los sentimientos”, dice. “Yo, la más humilde de las criaturas de la creación, he amado a través del canto”.

“Mi hermano me apoyó tanto en mi carrera”, comenta Fedora, mientras ve hacia la ventana con nostalgia. “En 1934, buscando una mejor formación, me fui con él y mi hermana mayor a New York. Acudí, al llegar, a una familia muy amiga para que me orientara. Tenía 22 años. Ellos llamaron a Mario di Polo —él tenía una orquesta de cámara que actuaba en los grandes hoteles, a eso de las cinco de la tarde— para recomendarme un maestro. Ocho meses después, me casé con él. Estuve casada con Mario durante 40 años, hasta que se fue en 1975. Era un hombre tan bello, tan bueno. Todo el mundo lo recuerda así. Hace tanto que murió, 27 años, y no hay día en que no lo recuerde. Es que no solamente fue mi marido: fue mi amigo, mi protector, el padre de mis hijos”.

“Yo no tenía deseos de casarme, pues para mí el canto era la única manera de expresarme. Viví mil romances y maravillas a través de él y, cuando llegó el momento de formar familia, casi no le creía”.

“Estudié con el maestro Cleva durante algún tiempo y, antes de casarme, en noviembre de 1934, viví una gran experiencia. Un invierno muy helado, vi un aviso en el periódico: se necesitaban cantantes para el Metropolitan Opera House. “Voy a ir”, me dije. Caminaba sobre la nieve cuando una voz masculina me llamó. “Miss, miss”, gritó, “your gloves”. Me preguntó qué hacía. Me haló a una audición y me metió en un cuartito con un pianista. Me contrataron para una gira por toda la costa oeste de los Estados Unidos. La hice. Era un repertorio popular, pero escogí también algunas piezas de cierta categoría en inglés y en español. Hasta canté Siboney”.

«La gira duró dos meses. Aquello era excesivo, en plena época de la Gran Depresión. Estaba recién salida al mundo, todavía no me había quitado la venda de la inocencia. Lo que vi allí fue tremendo, toda la libertad que había. En junio de 1935 me casé y pasé un exilio de cinco años en New York. Hasta que llegó mi hermana y nos consiguió en Washington. Ella tenía una boutique en la esquina de Gradillas, llamado Élite American Fashion, y convenció a mi esposo para que nos fuésemos a Caracas. Era 1939 y estaba a punto de estallar la guerra. Cuando llegué al país, nada había cambiado mucho con la muerte de Gómez. Apenas se notaba la transición».

«En ese entonces, escapando de la guerra, llegó Alfredo Hollander —su mujer, muy bonita, era judía—, un excelente músico que se convertiría en mi gran maestro. Tomaba clases en su casa. Él organizaba mucho material para mí. Por ejemplo, con él canté La Serva Padrona de Pergolesi, en 1947. También se estrenó, por primera vez en Venezuela, Las bodas de Fígaro en el Teatro Municipal».

«Por aquella época mi acompañante era Corrado Galcio, con quien mantuve una gran amistad hasta su muerte. Pero un día decidió regresar a Italia y, entonces, comencé a pensar en Nina de Iwanek como su sucesora».

La silueta de Nina de Iwanek, sentada sobre el piano, no delata su edad. El tímido sol que aún entra por la ventana, a través de las persianas, logra confundir al espectador cuando comienza a acariciar el teclado. Sobre la superficie del instrumento hay una gran cantidad de partituras, unas luces que la ayudan a leerlas y dos o tres portarretratos pequeños que contienen las fotos de sus nietos. Uno de ellos es hijo de Fedora Alemán, su gran amiga. Ahora no pueden hablar mucho por teléfono, porque no escuchan suficientemente claro las expresiones de afecto y de respeto que ambas se tienen. No lo dicen ellas solamente —que no han peleado jamás, que nunca han tenido un sí ni un no en sus existencias—, sino que todos coinciden en eso: sus alumnos, sus allegados, sus íntimos amigos. En la pared cercana cuelgan dos retratos dibujados, uno de su hija, casi una niña, otro de ella muy joven. Su cabello era bastante oscuro y sus ojos claros, con una especie de fulgor de un color indefinido alrededor de sus pupilas. Tal vez, si las cuentas no fallan, sería la época en que comenzó a acompañar a Fedora Alemán.

«Tenía un programa de sonatas para piano y violín que se transmitía en vivo por la Radiodifusora Venezuela. Su director era Pedro Antonio Ríos Reyna, director fundador de la Orquesta Sinfónica de Venezuela. Luego, junto a su esposa Graciela, nos convertiríamos en íntimos amigos. El violinista tuvo un ataque de celos un día y me sacó del programa. Yo me decepcioné tanto que no quise acompañar nunca más a nadie. Me conformaría, apenas, a contar mis clases. Sin embargo, Corrado Galzio me decía: «Aquí sólo hay dos pianistas acompañantes realmente buenos: tú y yo».

«Tenía mucho dolor por aquel desplante. Pero Mario di Polo me convenció para acompañar a Fedora, su esposa. Ahí comenzamos una relación que duró más de 34 años, hasta que ella se retiró en 1989, a los setenta y pico de años.

Fedora Alemán apenas comenzaba su carrera como soprano lírica. Fue la estrella del bel cantó local por muchas décadas y la gente la detenía en las calles para saludarla y mostrarle su admiración. Sobre todo por su belleza, que aún la adorna y que se ha transformado con el paso de los años en característica legendaria de su personalidad. Alfredo Sadel, Lorenzo Herrera, el mismo Hollander fueron sus compañeros en aquellos años que, riesgo mediante, parecieran soplados por una brisa ligera. Pero no. Casada con un hombre de un talento probado, con tres hijos varones creados con amoroso fervor y con lapsos importantes de retiro —a fin de cuentas las temporadas de ópera en Venezuela no se acercan demasiado a las de otros patios más cultivados— construyeron su currículum que, curiosamente, se enriquecería a partir de los 50 años.

«En 1964 decidí retirarme y, por petición del maestro Vicente Emilio Sojo y de mi íntima amiga, mi hermana del alma, Ana Mercedes de Rugeles —esposa del poeta Manuel Felipe y madre del director de orquesta Alfredo—, así como también de otros compositores, fui a estudiar pedagogía musical en el Conservatorio de música de París. Allí escogí a Jean Girodot como maestro. Al final del curso me dijo: «No se retire, usted tiene una carrera internacional a partir de ahora: me convenció para que hiciera dos audiciones, una para la ópera y otra para el Festival del Mayo musical de Bordeaux».

«Canté en el Mayo Musical y, según la crítica, fui la revelación. A partir de allí todo cambió. Aunque ya había hecho giras por Estados Unidos en los 50 —recuerdo una con María Luisa Escobar, en donde divulgamos las canciones folklóricas venezolanas— fue cuando comienzo a viajar por Europa, Norteamérica y Asia».

«En el Mayo Musical, dedicado al centenario de Debussy, invitarían a Joaquín Rodrigo, a quien había conocido, como a Heitor Villa-Lobos, en un festival de música latinoamericana realizado en Caracas en 1954».

«Yo canté con Rodrigo aquí, en la Biblioteca Nacional. Me había dado una angina y estaba en peligro el recital. «No me dejes solo», me dijo. Como saben todos, él era ciego. Afortunadamente pude cantar y él me acompañó en los cuatro madrigales amatorios. Con su mujer, Victoria, quedamos amigos hasta que murieron en los 80. Casi 40 años de amistad. Me dedicó, por cierto, una canción bellísima. ‘Pájaro del agua’, para mano derecha y voz, o guitarra y voz. Y, de paso, me invitó a Madrid para el estreno mundial de aquellos Madrigales».

«En Bordeaux llevé canciones latinoamericanas y venezolanas, por ejemplo, de Antonio Estévez. Pero lo que tuvo impacto fueron las Bachianas de Villa-Lobos. En realidad, la crítica habló mucho de eso. En 1954 él me dirigió en la Concha Acústica de Bello Monte. En ese entonces estaba muy enfermo, tenía un cáncer que lo estaba matando. Sin embargo, nos recuerdo en nuestros almuerzos tomando la palabra, hablando muchísimo. Ahora, hace poco, he releído su vida. ¡Qué maravillosa vida, llena de energía y talento! Cuando murió, su viuda me envió las partituras de Melodía sentimental, que estaban dedicadas exclusivamente a la película Selvas del Amazonas, producidas por la MGM. Villa-Lobos era el más grande compositor latinoamericano, por eso, cuando al día siguiente del festival de Bordeaux leí las notas de la prensa, se me salieron las lágrimas».

«El repertorio de Fedora es muy completo, es abundante», acota Nina de Iwanek. «Cantaba muy bien música francesa y alemana, hablaba bien el inglés y se defendía maravillosamente con el italiano y el portugués», completa, y sigue: «Ella decía: ‘Mi voz no es tan especial». Porque siempre fue modesta. Pero lo que sí es irrefutable es que fue trabajadora y, sobre todo, muy prudente. Nunca corría riesgos, aunque le gustara mucho una canción. A tal punto era cuidadosa que una vez Primo Casale le ofreció el papel de Gilda en Rigoletto. «Renuncié», me dijo un día. «Casale no acepta que cantiles el aria medio tono más abajo, como está editado en el papel». Que ella lo cantaba en tonalidad original en los recitales. «Si, respondió en el concierto, estoy de viaje debo subir la escalera empinada del Municipal y puede ser que me canse y no salga tan bien». Esa es Fedora.

Al Mayo Musical le siguieron Niza, Alemania, Italia, tal vez el resto de Europa —difícil, por exhaustiva, la enumeración de la cantidad de ciudades a las que fue invitada—, Israel y toda América Latina. Tuvo los mejores papeles para su tesitura: en Los pescadores de perlas, de Debussy, en Cosi fan tutte, de Mozart, o en La Traviata, de Verdi, quizás su favorita. No obstante, su capacidad para escenificar —»perdía la timidez enfermiza al interpretar cada personaje”, reconoce—, lo que más perturbaba a la concurrencia, además de su belleza, eran sus glisandos y sus pianissimo, algo que ningún cantante posterior de estos suelos ha logrado con tal maestría.

Y es que ahora sí es difícil. Ahora es que se complican las cosas. ¿Cómo, a no ser escuchándola, podría transmitirse la privativa experiencia de escucharla en sus grabaciones? Tres destacan entre las favoritas de los melómanos: Virginia, la ópera decimonónica que durmió 100 años el sueño de los justos en la Biblioteca Nacional y que fue rescatada por Rhazes Hernández López y Primo Casale; otro, con todas las canciones de Ana Mercedes de Rugeles, y el último, una antología de canciones para recital grabada por la fundación Vicente Emilio Sojo. Era la época del cartón piedra en el Municipal, cuando todo el caudal, la vibración y el sudor de la gente tras el escenario estremecían las falsas columnas del decorado y provocaban un pueblerino murmullo entre el público. Aquí, en medio de este delirio tropical —bien que lo describiría Alejo Carpentier en La consagración de la primavera—, una diva criolla pisaba el suelo con seguridad, aunque sus pies estuvieran más cerca del aire.

“El pianissimo mío era mi gran fortaleza”, explica Fedora, cuyo nombre ya es una referencia precisa a la música, a la ópera. “Tal vez será mi configuración. El mismo Villa-Lobos, en las Bachianas, recomendaba boca chiusa. Sin embargo, cuando lo hacía con boca abierta llegaba al otro extremo de la casa. Eso tiene algo mágico. Es un trabajo enorme cuando canto esa parte de la obra y tengo que volver a la realidad y seguir cantando. Eso es algo muy difícil. Uno se sale del cuerpo, es algo elevado. Es casi místico”.

“Siempre he sido muy espiritual, además, el canto te obliga a hacer una vida muy pura. No he bebido, no he fumado, me he acostado temprano cuando he debido hacerlo”.

Algunos cantantes aún conservan la humildad después del éxito, pero son pocos. El canto me obligó a evolucionar, a hacer algo más allá de lo que yo podía o tenía dentro de mí. Nada me ha llegado fácil. Fui muy exigente conmigo, porque fue una gran preparación. Uno sigue la perfección, que es muy difícil de alcanzar. Nunca llega, jamás, pero yo intenté, lo juro. Juro que lo intenté”.

Fedora Alemán se retiró en un concierto junto a Nina de Iwanek en la sala José Félix Ribas, en el Teatro Teresa Carreño. Nadie lo sabía. “Me quiero retirar en plenas facultades, no quisiera después inspirar lástima”, le diría a Nina. Tenía más de cinco décadas sobre el escenario, quería estar a salvo y dedicarse a otra clase de trabajo. Fue por eso que aceptó la dirección del Museo del Teclado, desde donde creó el concurso de canto más importante del país, el Alfredo Ollander. Amelia Salazar, Idwer Álvarez, Sarah Caterine, cantantes exquisitos —lástima, el país ha sido muy ingrato con el canto lírico; si no que la historia de Alfredo Sadel salte y grite a todo pulmón— que hacen honor a la tradición vocal, cultivada por Aída Navarro, Manuela Velo, Mariela Valladares, Isabel Palacios y tantos otros maestros.

Después de ser la primera mujer en ganar el Premio Nacional de Música, de haber acumulado la mejor hoja de vida de este país de haber obtenido por concurso los mejores papeles en tierra extranjera en su época, le restaba retirarse con orgullo. Pero no sin cierta tristeza. Retrasó lo inevitable “por egoísmo propio, por la inmensa necesidad de cantar que pedía mi alma”.

“Despedirme de Fedora ha sido muy emotivo” es la última anotación del cuaderno. Ella es el recuerdo más lejano de mi abuela materna, a quien le hubiera gustado correr con su suerte o la de Rosalinda García, otra bellísima mujer desaparecida hace poco más de un año. A tantas mujeres les estaba destinado ser de otro mundo y no de éste. Pero el mundo de Fedora nació con ella, y por eso ha flotado sobre todos como un do de pecho.

En su mano está una carta y no existen ganas —sí muchas lágrimas por delante— de enfrentar su lectura. Es emotivo, como aquellas piezas de Rachmaninov que golpeaban el corazón en los tiempos adolescentes, cuando era estudiar composición o escribir. A muchos les ha tocado la decisión. Lo único que rescata este trabajo de la carta son sus últimas frases, trazadas con letra de monta, tan leve y tan fuerte al mismo tiempo.

“He llegado a los 90 años sin rencores”, me lee con un tono melancólico, “con la sensación de que he cumplido mi estadía en esta tierra. Agradecida a Dios, a la vida, a todos, estoy con ella, con la vida de frente, jamás de espaldas”.


*«El discreto canto de Fedora Alemán», de Marsolaire Quintana, fue publicada en el 2002, Revista Exceso, Nº157.

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