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Entre revocatorios y reelecciones en democracia

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23 de marzo de 1992. Entrega al presidente-y vicepresidente del Congreso del Proyecto de Reforma de la Constitución

Dos fenómenos, acaso propios del deconstructivismo que padece Occidente a partir de 1989 – en ese instante se instala en Venezuela la Comisión Bicameral para la Reforma de la Constitución que presidiera Rafael Caldera – explica el despeñadero de igual desinstitucionalización democrática que aún corre hasta el presente como río sin madre.

Ayer, bajo la creencia de que mediaba la madurez democrática venezolana y de consiguiente la justicia del reclamo ciudadano para el ejercicio directo de la soberanía popular, se aviene la señalada Comisión a la propuesta de los referendos, que luego son insertados, a pesar de venir de la demonizada cuarta república, por los parteros del pecado original; de eso que, como lo afirmaría el mismo Caldera, “sería un golpe de Estado”, a saber, instalar una constituyente no prevista por el orden constitucional en vigor para la época. Desde entonces se consagra, exactamente, el referendo revocatorio del presidente de la república, de frustrada realización bajo la dictadura autora y causahabiente del último despropósito.

Se lo abortó en 2004, cuando el alto tribunal de la República – que con una composición distinta y antes facilita la actuación constituyente – integrado esta vez por magistrados fieles a la revolución trucan el referendo revocatorio contra Hugo Chávez Frías en un plebiscito. No bastaba, como lo manda el mismo texto constitucional, que el pueblo alcanzase un voto más del obtenido por el cargo de elección popular a ser revocado para cumplir el cometido. Y dejo el margen lo del fraude manido en ese tiempo, que me consta por haber sido testigo de excepción y que convalidaran el Centro Carter y la OEA, aceptado para serenar los ánimos encrespados y evitar el arrebato de aquél, quien, efectivamente, resultó revocado. Algo similar, como lo veo, acece con comportamiento que, en esta hora, ha asumido la comunidad internacional con relación a la Venezuela de Maduro.

Pues bien, desde entonces hasta ahora, lo que sí consta es el aborto de dicha posibilidad de democracia directa mientras afecte al régimen usurpador. Nada que decir de la repetición de la experiencia de la Lista Tascón ahora llamada Lista Cabello, convalidada aquélla por quien fuese presidente del Consejo Nacional Electoral, Francisco Carrasquero, cuya felonía – que le cuesta a Venezuela ser condenada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos – le ganó ser designado magistrado de la Sala Constitucional.

Mas lo esencial, lejos de estas bagatelas propias de nuestra genética inconstitucional y  ante lo que importa como transcendente, es entender que la experiencia de los referendos es propia de sociedades democráticamente avanzadas, y que nace entre nosotros, antes bien, como una respuesta al desencanto democrático; como si este pudiese resolverse por tales vías. Antes bien, desde cuando ocurre – llamémoslo así con ironía – el referendo «judicial» revocatorio que se le impone a Carlos Andrés Pérez, se abrió una caja de pandora; emergió la posibilidad en Venezuela de mandar a su casa a los gobernantes incómodos, antes de que cumplan sus períodos constitucionales. No se hizo otra cosa que parar en seco el reloj biológico de respeto a la institucionalidad, en la que se venía adiestrando la nación.

Al cabo, pues, los mismos gobernantes de turno, apremiados por tal realidad, han dejado de gobernar y de adoptar decisiones fundamentales para el bien común cuando tienen costos de opinión; no sea que la rabieta popular los eyecte de sus cargos. Desde allí, no sólo entre nosotros sino en el propio Occidente, ceden los liderazgos y mueren los estadistas. Ha quedado, apenas, un carnaval de candidatos y de candidaturas en las que juega el mismo gobernante señalado y que no gobierna. Lo peor, repotenciados por el andamiaje de redes, practican el narcisismo digital, incluso hasta en los instantes en que van al retrete. El pueblo, al término dejó de contar, se quedó sin referentes y sin referendos.

Vistas así las cosas, mudados los líderes, gobernantes y estadistas, en oficiantes de la pequeñez política y artesanos de lo inmediato, hoy aprecian toda elección como un derecho político, que corresponde no tanto al elector sino al elegido. Y el elegido, como parte de la refriega o justa comicial, de suyo considera legítimo conocer las cartas marcadas de su adversario: léase, las firmas de quienes acuden en procura de revocar su mandato; peor aún si se trata de un dictador mafioso que llega a la mesa de juego a dialogar con honorables contrapartes.

Hacia el futuro, que espero no se nos haga tan mediato, las enseñanzas huelgan. La participación política fortalece la representación democrática, sin lugar a dudas; pero logra su potencialidad creativa y no destructiva en los escenarios de la experiencia democrática primaria, en la localidad, en el municipio, en donde se compromete la cotidianidad que sí afecta “directamente” a todo elector referendario.

Llevarla hasta los niveles difusos y en la pirámide de la organización republicana no hace sino entronizar oclocracias, el desorden, la muchedumbre en la que nadie gobierna y menos dirige, y que le pone fin a la compleja experiencia de la democracia. Grecia es el paradigma aleccionador.

En igual orden, el torniquete que evita que los “elegidos” terminen considerándose a la vez que ungidos también beneficiarios de un derecho humano a gobernar a perpetuidad, no es otro que la proscripción de la reelección. Y si el pueblo se equivoca, o se enoja en el camino opinando desde los hígados, como ha ocurrido en el Chile de Boric y en el Perú de Castillo, que asuma su responsabilidad. Que corrija o enmiende cuando la Constitución le señale que ha llegado a su término el término constitucional.

La reforma constitucional de 1989-1992, que era como proyecto y como lo sostenía la Comisión Caldera, no una solución mágica a la crisis – El Caracazo y el Golpe del 4F – sino el camino para rectificar y asumir los tiempos nuevos, la enterraron las mezquindades; los mismos que abonaban por la Constituyente de un traficante de ilusiones.

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