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“Desgraciada la generación cuyos jueces deberán ser juzgados”. El Talmud
Haberse afincado en el proyecto fallido de los golpistas del 4 de febrero de 1992, a saber: no haber logrado culminar su faena en el magnicidio, asesinando al presidente de la República, antes por el coraje y la astucia del asaltado que evadió las celadas de tanques y la lluvia de balas de las metralletas, que por la impericia de los asaltantes, fue el truco de la vieja y tinterillesca retórica calderista para desviar la atención del hecho verdaderamente crucial y trascendente del 4 de febrero: romper la unidad de las fuerzas armadas, quebrantar el orden constitucional, desatar una crisis de excepción sin precedentes en la historia democrática de Venezuela y crear las condiciones para asaltar el poder y devastar a Venezuela hasta arrastrarla al apocalipsis que hoy sufrimos todos los venezolanos. Los hechos son tan brutales que el discurso oprobiosamente legitimador de esa felonía sostenida por el ex presidente socialcristiano ante el Congreso pleno al comenzar la tarde del 4 de febrero de 1992, no fue más que una manera de evadir el problema de fondo y extender una cortina de humo para proteger a los forajidos con cuyas acciones se solidarizaba estando incluso coludido con el crimen. Fue por cierto el primer beneficiado, como para suspender su falso retiro de la vida política y aprontarse a ocupar por segunda vez la Presidencia de la República. Contribuyendo a cerrar el rodeo electoral dado por Chávez para triunfar allí donde fuera militarmente derrotado. La responsabilidad de Caldera, del calderismo y su chiripero, como se cuenta murió recriminándoselo su esposa, en la gestación y desarrollo de esta tragedia, es absolutamente indesmentible. Dotó con sus fuerzas el respaldo civil al asalto. Sin Caldera esta tragedia no hubiera existido.
Como nadie lo sabía mejor que él, resabiado catedrático en Derecho, y tal como lo expresara en su malévolo discurso, era completamente inútil esperar una confesión de la decisión de llevar a cabo el magnicidio de parte de los conjurados, así las pruebas del intento fueran demoledoras. Sin el blindaje de los vidrios del despacho presidencial ordenado meses antes por el ministro Reinaldo Figueredo, Carlos Andrés Pérez hubiera sido siquitrillado a balazos. Y si no hubiera logrado escapar oculto en un carro destartalado desde los estacionamientos de Miraflores hubiera sido fusilado in situ. ¿Cómo dar con la confesión de quien, encargado de tan abyecto crimen, prefirió esconderse en el Museo Militar, observar con sus prismáticos el decurso de los hechos y resguardar su vida antes de acometer la tarea encargada, que no era otra que asaltar Miraflores y acabar con la vida de Carlos Andrés Pérez? ¿O alguien cree que CAP se hubiera entregado a los asaltantes sin pelear a muerte en defensa de su magisterio? Chávez sabía mejor que nadie cuánta cobardía alojaba en su pecho: presentarse en Miraflores a cumplir la tarea encomendada podía costarle la vida. De un maquiavélico oportunismo y cobarde como un buen traidor prefirió mantenerse suficientemente alejado del centro de los acontecimientos Y esperar por la oportunidad perfecta para apropiarse de los resultados. Lo que hizo a la primera oportunidad que le brindaran ese mismo amanecer los tartufos de las fuerzas armadas enquistados en el gobierno de CAP 2: el ministro de la Defensa Fernando Ochoa Antich y su mano derecha, un golpista tan redomado como el general Ramón Santeliz.
Son los hechos. No por casualidad la primera llamada de felicitación recibida por Rafael Caldera al amanecer de su segunda gran pequeña victoria electoral –la segunda presidencia por un poco más de 30% de los sufragios aportados por todos los minipartidos protochavistas a la espera de asaltar el poder, desde el PCV al Movimiento al Socialismo, Movimiento Electoral del Pueblo, Unión Republicana Democrática, Movimiento de Integridad Nacional y otras insignificancias a la caza de prebendas– la realizara desde Yare el propio Hugo Rafael Chávez Frías. Lo cuenta en sus memorias sin el menor empacho. Caldera era el topo que trabajaba preparando las condiciones para la espantosa tragedia. Lo reconozcan o lo nieguen quienes lo acompañaron en el asalto invasor.
Es una tragicómica ironía de la historia que el agradecimiento se saldara con el mohín de burla y desprecio con los que el traidor recibiera la banda presidencial del anciano y ya decrépito oportunista engominado. “La momia”, lo llamaba su víctima propiciatoria. El juicio de la historia fue breve y contundente, si bien continúa pendiente de su resolución final: murió en el silencio del rechazo. Carlos Andrés Pérez aún no ha sido reivindicado: lo será cuando paguen su culpa los traidores. Y asistamos a la construcción tardía de sus anhelos.
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