Don’t Look Up es una película catastrófica, me atrevería a diagnosticarla como el peor síntoma del Hollywood concienciado e impostor, cuyas estrellas progresistas juegan a fabricar contenidos antiamericanos y anticapitalistas, con presupuesto de blockbuster.
Absurdo de Netflix, un largometraje redundante, innecesario en su longitud y engatillado formalmente, que nunca trasciende de su presunto anecdotario sarcástico.
Cuenta con la desastrosa dirección de Adam Mckay, quien se creyó el cuento de ser el Oliver Stone del milenio, el heredero del Kubrick de Teléfono rojo. Pero no es ni una cosa, ni la otra. Los montajes soviets de Mckay son bruscos y torpes, plagiados de algún spot de MTV.
Encima, la visión «satírica» de Adam es la de una comedia gruesa y de brocha gorda, cada vez menos efectiva y plana en lo narrativo. El realizador alcanzó un pico con Anchorman y Step Brothers, sus mejores comedias. Artefactos realmente transgresores con personajes.
Después filmó Big short, le llovieron las nominaciones, ganó el Oscar por adaptación, y cayó presa de las campañas populistas de la meca.
Así plasmó la debacle financiera de la burbuja económica que estalló entre 2007 y 2010.
Big short costó 28 millones y recaudó 132 millones. De tal modo, el creador se ha vuelto experto en rentabilizar el «dólar del descontento», el consumo rebelde de los indignados.
Un negocio, una impostura del cine antisistema que diseña Adam Mckay, sintiendo nostalgia por la vida simple que ya no tiene, pues trabaja con puro A lister como Brad Pitt.
Luego vino la mascarada de Vice, otra que la izquierda global aplaudió, que celebraron los enemigos de Estados Unidos en Cuba e Irán, para decir que la campaña bélica de Cheney en el medio oriente, fue un excusa para hacerse más asquerosamente rico, a costa de una guerra.
Vice tampoco tenía que ver con el cine, sino con el método de una parodia anclada a una televisión demagógica de clase media. Aquella denuncia llegaba tarde, como una filtración de Wikileaks.
Pero le daba un estatus de «autor» a un Mckay que conocía de las ventajas de instrumentar temas importantes, a pesar de filmarlos a las trompadas con un diseño de producción de broadcast.
Así llegamos a Don’t Look Up, una seguidilla de golpes bajos que se cuentan como un especial antinavideño de Saturday Night Live, careciendo del timming y del humor de las emisiones del programa de Lorne Michaels. La película falla en cada una de sus apuestas.
Los actores se limitan a interpretar estereotipos reductores, para señalarnos defectos obvios de la cultura basura en los medios, la política y las redes. El casting jamás logrará profundizar en un solo drama, quedándose en una superficie de parodia con protagonistas canallas.
Con todo, causa gracia la imagen de una Cate Blanchet Coca Tan Blanca, idéntica a tantas conductoras engoladas y acartonadas que todavía secuestran a la pantalla chica con su sonrisa plástica.
Jennifer Lawrence nos brinda algunos momentos de interés, con su forma de representar la incomodidad que sufren los científicos al lidiar con las mentes cuadradas y los burócratas de La Casa Blanca.
Pero siempre me queda la impresión de ver un artimaña del privilegio que se pretende criticar, al mostrarnos a los miembros de la élite de Hollywood, ponerse en el cuerpo de héroes de blue collar, de la clase trabajadora que ya no componen.
Jennifer y Timothée posarán con su disfraz de militantes de la generación woke, mientras Leo Di Caprio se concentrará en su momento Oscar de gritar un discurso como de Network, para despertar a la audiencia aletargada del horario estelar.
Por lo demás, el activismo de Leo Di Caprio, dentro y fuera de la película, resulta siendo tan verosímil como la arenga de un dictador en la ONU, a favor de los derechos humanos. Leo también da discursos en la ONU, porque se le canta y es Di Caprio.
Pero sabemos que su ecologismo es pura imagen y mercadeo de una filantropía maléfica que tomó a la industria del cine.
Un mensaje verde y culposo que es insostenible, en los parámetros de un filme derrochador como «Don’t Look Up», de un presupuesto de 77 millones de dólares.
En el pasado, vimos las películas que desea tributar Adam Mckay, pero que no puede superar por su acumulación de clichés. Le falta la personalidad estética de Mars Attack, la incorrección política de Idiocracy, y la monstruosidad audiovisual de Dr. Strangelove, una lección de política conspiranoide y puesta en escena inspirada en los memes de la cold war.
Don’t Look Up confirma prejuicios de convencidos, sobre el ascenso del Big Tech, los extremismos bipolares, la guerra civil no declarada, los supremacistas blancos, los corruptos de Washington, las secuelas del trumpismo y las audiencias empobrecidas, al límite de un apocalipsis, de un castigo bíblico.
Todos son condenados por el listillo de Adam Mckay, que al parecer es el único que se salva de la involución del planeta, junto con sus compinches en la producción. En último caso, una película decididamente fatua y prescindible, que no merece el hype de la temporada de premios.
Como problema, nos expone la manía moralizante, instructiva y didáctica del no cine de nuestros días, privándonos de pensar por nuestra cuenta, privándonos precisamente del poder de sugestión del cine.
Aquí todo es chato y predecible.
No la comparen con Melancolía, por favor. Dejen en paz a Lars Von Trier.
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