“ El valor no es no tener miedo; es tener miedo y, a pesar de ello, resistir “. Los últimos días de nuestros padres, Joël Dicker.
Bueno, pues como parece que soy un hombre de costumbres, ayer empecé a leer otra novela de Joël Dicker.
Este joven escritor suizo, ginebrino para más señas, es un portento para los thrillers, género al que recurre con asiduidad. En el primer libro que leí de él, La verdad sobre el caso Harry Quebert, Dicker nos narra una historia en la que un pequeño pueblo de Estados Unidos debe revivir, veinte años después, un suceso trágico ocurrido en la década de los setenta. El segundo libro con el que me aventuré, El libro de los Baltimor, recrea los avatares de una familia cuya historia termina en tragedia y el tercero que leí, La desaparición de Stephanie Mailer, recrea un poco la estructura del primero, sacando a la luz un posible error en una investigación que obliga a empezarla de nuevo, varias décadas después.
Este libro, sin embargo, titulado Los últimos días de nuestros padres, discurre por caminos diferentes. Ambientado en la segunda guerra mundial, narra el devenir de varios jóvenes, de distintas nacionalidades, que se alistan en las filas inglesas para luchar a favor de los aliados. De cualquier modo, no puedo aún juzgar el libro como tal, desde el punto de vista de humilde lector, por supuesto, dado que solo llevo unas cien páginas. Sí, tengo vida, aparte de la lectura, pero tampoco voy a mal ritmo, para tener tres hijos y una mujer que atender.
Sin embargo, este comienzo del libro es claramente un alegato a favor no ya de los valientes jóvenes que pusieron su vida en juego en la contienda, sino más bien un homenaje a los padres que vieron como sus hijos e hijas partían al frente, en muchos casos para no volver.
Retrata Joël Dicker, con su diestra pluma, una realidad que, no por ser novelada, nos es ajena; el abandono al que, por distintas circunstancias, se ven abocados nuestros mayores, víctimas colaterales de nuestros conflictos, y no me estoy refiriendo, en este caso, a los conflictos armados, que también. Me estoy refiriendo a la generación de nuestros padres, que está viviendo su propia guerra al hilo de esta maldita pandemia y sus desaforadas consecuencias.
Es cierto que el puto virus nos está condicionando la vida a todos, pero la circunstancia generacional de todos y cada uno de los que estamos sufriendo esta guerra sin armamento es completamente diferente.
De un lado, están los jóvenes, gente de la generación de mis hijos, entre los quince y los veintipocos años, que, merced a la evolución de la enfermedad, se creen a salvo de ella. Es verdad que les afecta poco, pero, como parte integrante de una sociedad y, por supuesto, de una familia, su responsabilidad está dejando bastante que desear, en general.
Luego, estamos la gente de mediana edad, aunque para mí englobarme en este grupo es una demostración de un optimismo poco habitual. Creo que somos más conscientes de la situación que nuestros jóvenes, pero también estamos pecando de descuidados, en pro de nuestras costumbres y usos sociales a los que nos cuesta, en demasía, renunciar.
En ambos casos, según mi criterio, esto ocurre por la sensación de inmunidad que las cifras demuestran, pero, mirando más allá, la verdad es que creo que, tanto los unos como los otros, tenemos la sensación de que esto es algo pasajero, un avatar más, de los muchos que surgen a lo largo de la vida y que, finalmente, acabaremos dejando atrás.
Por lo tanto, si ahora, temporalmente, no podemos viajar, ya viajaremos. Si, circunstancialmente, no podemos acudir a espectáculos, ya acudiremos. Si, momentáneamente, no nos podemos juntar a celebrar con nuestros amigos, ya nos juntaremos.
Es mucho más fácil, cuando tu horizonte vital parece indicar que la meta se halla lejana, asumir ciertas carencias, ciertas ausencias, ciertas restricciones.
Y esto me lleva a donde quería llegar. ¿Que ocurre con la generación de nuestros padres? Pues ocurre que, desgraciadamente, se están perdiendo los últimos días, los últimos meses y, siendo optimistas, los últimos años de su vida, en muchos aspectos; comenzando por el aspecto social, tan importante a su edad. Están perdiendo momentos con sus hijos, momentos con sus nietos y con sus allegados en general que ya, para ellos, son irrecuperables. Cumpleaños, navidades, comidas en familia que les hacían tan felices, que les aportaban luz y motivos para seguir, han desaparecido de su día a día. Además, el miedo ha pasado a formar parte de sus días, de su rutina, robándoles la posibilidad de unas experiencias vitales que, no por postreras, deberían disfrutar.
Por no hablar de todos aquellos, cientos, miles, que han muerto en soledad, sin la mano de sus hijos para consolar esos momentos finales. Solos, tristes y asustados, como los niños que son en sus últimos días.
Huyendo del lugar común de intentar buscar un responsable de todo esto a quien partirle la cara, en desagravio, me pregunto sin embargo si no hay cosas que podrían haberse hecho mejor. Y si es así, si las cosas no se están haciendo bien, sí hay responsables. Y el día que se sepa la verdad de todo esto, que se sabrá, espero que veamos un nuevo juicio de Nuremberg, para que todos aquellos que nos han traído hasta aquí comparezcan ante aquellos que han de juzgar sus actos. Y si no, como dijo un hombre honesto, comparecerán ante el inapelable juicio del altísimo, tarde o temprano.
Es nuestra responsabilidad cuidar a nuestros mayores, pero cuidarlos en todos los sentidos. No por evitar que se contagien de covid estamos cumpliendo. También hemos de evitar que se contagien de pena, de apatía y de desamor y desapego.
Dura labor la nuestra, complicada. Así que, libremos nuestra guerra, volvamos indemnes y abracemos a nuestros padres. Por amor, por dignidad y por justicia.
“No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos». ( Friedrich von Schiller ).
Ni olvido ni perdón.
@julioml1970
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