Las más recientes iniciativas del régimen en Nicaragua parecen incomprensibles para algunos, y desaciertos de fondo para otros. Pero en cualquier caso, no conducen sino a su aislamiento internacional. Echar cerrojos, subir los puentes. Solos contra el mundo.
Primero, el rechazo radical del más reciente informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, igual que con los anteriores, por hacer «afirmaciones falsas y descalificaciones calumniosas», “manipular” los hechos, y seguir, además, una conducta «parcializada y politizada».
Y ahora, más extremo aún, la expulsión de la Misión del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Antes de que la Cancillería diera por terminada la presencia de la misión en el país, ya el propio presidente Daniel Ortega, en un discurso que presagiaba la decisión, había acusado al organismo de ser “instrumento de los poderosos que imponen su política de muerte… manejada por los que se han adueñado de continentes enteros, por los que han cometido genocidios sobre pueblos enteros”.
Extraña reacción. La retórica tradicional de décadas atrás para enfrentar hechos documentados. La Oficina del Alto Comisionado es parte de “los mismos que convirtieron en esclavos a pueblos de continentes enteros… que los transportaron desde África para que trabajaran… son infames”.
La conclusión es, entonces, que las investigaciones que la misión de derechos humanos de las Naciones Unidas ha llevado adelante, no son sino un ardid malintencionado del viejo colonialismo europeo, urdido contra un indefenso país del Tercer Mundo. ¿Pero quién es el alto comisionado, bajo cuyo mandato se preparó el informe?
El diplomático jordano Zeid Ra’ad al Hussein, quien ha sostenido una firme posición a favor de Palestina en el conflicto con Israel, y desde su cargo declaró en 2015 que Estados Unidos estaba obligado a llevar a juicio a los miembros de la CIA responsables de casos de tortura. Raro esclavista. Y la diatriba alcanza también a la ex presidente de Chile Michelle Bachelet, lejos de cualquier credo colonialista, quien muy pronto sustituirá a Hussein.
La vigilancia del respeto a los derechos humanos es hoy una regla universal que rebasa las fronteras. Y los organismos regionales y mundiales que los tutelan, nacen de un largo proceso que ha llevado a las naciones a aceptar no solo la necesidad de su existencia, como elemento de civilización, sino a acatar sus informes, aunque no siempre sean del agrado de los regímenes que resultan implicados en las violaciones.
Son muy pocos los casos en que la inconformidad con los señalamientos de estos organismos provoca el desconocimiento y la descalificación de sus reportes, y más escasos aún aquellos en que un país decreta su expulsión, después de haberlos invitado a realizar visitas presenciales. Una acción semejante significa ponerse al margen de la comunidad internacional, o de espaldas a ella.
Los integrantes de las misiones de derechos humanos que han acudido a Nicaragua son profesionales intachables, y responden a la seriedad e integridad de quienes encabezan estos organismos. Descalificarlos puede ser eficaz para contentar a los propios partidarios, pero no para convencer a los gobiernos y a la comunidad internacional. Y tampoco ayuda para nada a reconciliar al país, porque lo que viene a confirmarse es una voluntad de impunidad. Muy sabiamente, el jefe de la misión expulsada, el jurista peruano Guillermo Fernández Maldonado, ha propuesto la integración de una Comisión Internacional de la Verdad para profundizar en los hechos.
La retórica denigratoria que acompaña la expulsión, no tiene ningún peso frente a los señalamientos de acciones de represión oficial y paramilitar a lo largo de los meses de protesta en las calles, consideradas en el informe como violatorias del derecho internacional y de los derechos humanos, lo cual incluye el uso desproporcionado de la fuerza, las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, la obstrucción del acceso a la atención médica, las detenciones arbitrarias o ilegales, los malos tratos, los casos de tortura y violencia sexual, y la criminalización de los líderes sociales. Lo que tiene peso es el hecho mismo de la expulsión.
Y, seguramente, lo más irritante para el régimen es que el informe contradice la narrativa oficial del golpe de Estado. “Golpistas” ha sido el título que conforme a esa narrativa se ha dado constantemente a los miles de participantes en las protestas populares.
Al cerrar las fronteras al escrutinio de los hechos violatorios de los derechos humanos, el régimen desconoce el orden jurídico internacional, en el que se basa hoy la convivencia entre las naciones de todo tamaño y poderío. ¿Puede Nicaragua vivir bajo una política de fronteras cerradas? ¿Puede el régimen valerse solo, aislado como está de la propia sociedad nicaragüense?
A lo largo de la historia, ha habido naciones que se han encerrado en sí mismas, ignorando a las demás. Pero se ha tratado de países vastos en su geografía, autosuficientes en sus recursos, y por supuesto poderosos, como ocurrió con China bajo las dinastías Tang y Ming. Pero Nicaragua es un país pequeño, interconectado de manera natural a las naciones vecinas, y miembro fundador de la Organización de Estados Americanos y de las Naciones Unidas, cuyas reglas ha aceptado, y no puede renunciar a sus obligaciones internacionales sin afrontar consecuencias jurídicas y económicas.
La crisis que vivimos no tiene salida en el aislamiento, sino, por el contrario, en buscar, y no alejar, el respaldo internacional, que lleve a un diálogo nacional, ahora pospuesto por voluntad cerrada del régimen, y que ese diálogo abra las posibilidades de una salida democrática que, lejos de haber terminado, parece prolongarse de manera indefinida. La normalidad de la vida social y política solo será resultado del consenso, no de la imposición.
El camino escogido es cada vez más equivocado, y aleja las soluciones que pasan necesariamente por el restablecimiento pleno de la democracia, y el respeto sin condiciones a los derechos humanos.
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