“Ellos son venezolanos y nosotros colombianos, pero hemos tenido que pasar por lo mismo: dejar a nuestras familias, huir en busca de oportunidades, aguantar hambre y empezar de cero”. Son las palabras de Graciela Sánchez, de 39 años, desplazada por las FARC en el Remolino del Caguán, en el municipio de Cartagena de Chaira (Caquetá).
En enero del 2007, Graciela salió de su casa con sus dos hijos (Yubis Lenis de 3 años y Juan Andrés, de 8 años). Alistó una maleta y emprendió el rumbo hacia Cúcuta por tierra. “Fui desplazada por la guerrilla, ellos hicieron una redada por la región y dieron la orden de que no se podía vender a los soldados nada. Trabajaba en una tienda y ellos iban a comprar bolsas y comida”, recuerda.
Graciela baja la mirada, su voz se quebranta y habla suave, con miedo y tristeza, sobre cómo tuvo que abandonar su hogar: “A los días apareció mi nombre en un listado que decía: la señora Graciela Sánchez debe desocuparnos el Caguán y me dieron unas horas para huir, lo hice sin pensarlo dos veces. Estaba primero la vida de mis hijos”.
A finales del 2007, un amigo le propuso llegar a Las Delicias, un barrio vulnerable en el suroccidente de Cúcuta donde el 60% de la población es desplazada.
“Fueron épocas muy duras. Me tocó dormir en el suelo, sobre una sábana y en medio de la tierra. Me dio dengue porque en ese momento había como tres casitas y era solo monte”, recuerda.
Y esa misma tristeza y sufrimiento vividos, la llevó a solidarizarse con los venezolanos. Desde noviembre de 2017 a la fecha, el hogar de Graciela ha sido el refugio de al menos 50 venezolanos. La primera familia llegó a través de un sobrino. “Él me pidió que ayudara a una amiga venezolana (Raquel) y que ella llegaría solo con su mamá (Roxana). Pero cuando las fui a recoger al barrio Belén eran cinco personas”, cuenta Graciela.
En Las Delicias no hay transporte público. Sus calles no están pavimentadas y solo se ve pasar una que otra moto o carro. Para tomar un bus se debe llegar hasta Belén, un barrio que queda a 15 minutos a pie.
“Me los llevé para la casa y les di comida. Recordé mi historia y les conté que tampoco era de Cúcuta, y que dejé mi familia y mi vida por la guerra. Les abrí las puertas de mi casa y les dije que el problema era conseguir trabajo, pero que mientras hubiera un bocado de comida, comeríamos todos”, asegura.
Raquel, Roxana y sus tres familiares se quedaron durante cuatro meses en una habitación que Graciela tenía libre. Poco a poco fue construyendo, con ayuda de los venezolanos, dos habitaciones en madera y tejas.
Yo como arroz y pasta, pero no sé qué come mi hija
En la casa de Graciela actualmente viven 5 hombres, 4 mujeres y un bebé de 3 años. Todos vienen de Tinaquillo, estado de Cojedes (Venezuela). Una de ellas es María**, de 32 años, quien llegó Las Delicias hace tres meses.
María dejó a sus hijos, de 10 y 4 años, y a sus padres y les prometió volver por ellos cuando tuviera dinero y estabilidad. “Yo como acá arroz y pasta, pero no sé qué está comiendo mi hija en Venezuela”, dice.
Como los demás, María tuvo que viajar cinco horas continuas en bus, llegó a la frontera y luego al barrio Belén, donde se encontró con Graciela.
Aunque la casa de Graciela está en obra negra, con algunas paredes en tejas y madera, y sin pisos, es acogedora y los venezolanos le dan gracias por tener un lugar donde dormir.
“A doña Graciela le agradecemos porque desde un primer momento nos dio la bienvenida, sin cobrarnos. Llegamos a un lugar con techo y eso es muy bueno porque ¿cuánta gente no hay en las calles?”, resalta María. Y no es una exageración, en Cúcuta se ven venezolanos en todas las calles y de noche el ambiente es más hostil: están acostados en los andenes, en los parques y otros caminando sin rumbo por las cuadras.
Otro de los venezolanos que vive en su casa desde hace cinco meses es Luis Brito, de 41 años. Dice que su llegada a Cúcuta no fue fácil y que hasta pensó en regresarse.
“Estaba que agarraba mis maletas y me devolvía. Llegué a dormir a la Plaza Santander y un grupo de hombres fueron a amenazarme. Me dijeron que tenía que irme porque estaban desalojando a todos los venezolanos, que no era una posada y que si no me iba mi vida estaba en peligro”, cuenta.
A Luis le dieron el contacto de Graciela y llegó a su casa. “Ese día ella sacó una ollita y comimos todos”. Luis regresó a Venezuela y luego trajo a Colombia a su pareja.
“En Venezuela podemos tener una buena casa, pero no tenemos comida, atención en salud ni ropa. Ni siquiera unos zapatos en tela se pueden comprar”, agrega Luis.
Otro de los hombres que vive en su casa es Reinel Carrillo, de 42 años. Él estuvo en la Guardia Nacional y cuenta que a pesar de recibir 5 salarios mínimos no le alcanzaba para comer. Reinel ahora busca trabajo en seguridad.
“Vine es a trabajar para poder ayudar a mi familia. Acá hay mucho desempleo, pero cualquier cosa me sirve”, dice. En la charla, una de las mujeres le dice que aproveche y estudie que están dando cursos de altura de bajo costo en Cúcuta.
Lo único que nos diferencia es el acento
Graciela se levanta todos los días a las 7 de la mañana para alistar el desayuno de sus dos hijos antes de que salgan a estudiar.
Cuenta que los venezolanos son una familia para ella. Hacen el almuerzo y comparten entre todos. “En las tardes nos sentamos en el corredor y nos ponemos a hablar. Nos contamos las historias, los dramas, lloramos, soñamos y nos reímos”, recalca.
De todas las historias, Graciela asegura que lo más difícil es saber que han aguantado hambre y que no ven esperanzas de cambio en su país. “Uno de ellos me contó que tuvo que buscar en la basura porque llevaba días sin comer. Me duele que tengan que pasar hambre en Venezuela. Por lo menos acá se ve la comida y nunca se han acostado sin comer. Les digo que un bocado de comida no se le niega a nadie y que, si hay, comemos todos. Es duro el rebusque, pero nos apoyamos entre todos”, afirma.
Graciela se hace cargo del pago de todos los servicios y no les pide dinero a los venezolanos. Sin embargo, tiene pocos ingresos porque solo trabaja los viernes, sábados y domingos en un restaurante de comida china, ubicado en el centro de Cúcuta.
“Les digo que siento miedo cuando ellos llaman o van a Venezuela porque cuando regresan vienen con más personas”, dice entre risas y puntualiza, una vez más, que sabe que necesitan de su ayuda y que la estancia en su casa es por pocos meses mientras encuentran qué hacer o siguen en rumbo a otra ciudad. Por ejemplo, recuerda una vez que desde su ventana se quedó llorando al ver partir a una pareja de venezolanos que iría a pie hasta Cali. Otros se van para Bucaramanga.
Todos afirman que pese a las dificultades que viven en el barrio, nunca han tenido problemas ni reclamos. “Seguiré ayudando a cada uno de los que toquen la puerta. Lo único que nos diferencia es el acento. Aunque algunos dicen que yo ya hablo como venezolana”, dice.
Graciela, además, sueña con seguir construyendo su casa y que sus hijos terminen los estudios. “Les digo que no tengo para una carrera, pero que miramos cómo hacemos para que salgan adelante”, agrega.
Apoyo de Acnur
Desde hace 10 años Acnur hace presencia en el barrio Las Delicias, en Cúcuta, por ser una población con alto índice de desplazamiento.
Trabajan en el fortalecimiento de trabajo comunitario y de políticas públicas y con el programa “Construyendo Soluciones Sostenibles” se logró en el 2015, la legalización del barrio Las Delicias, la llegada de servicios públicos y la construcción de un centro comunitario.
Como el caso de Graciela, Acnur ha identificado a otras 11 familias solidarias que han acogido a venezolanos.
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