En días recientes me topé con esta frase que escribió Pedro Manuel Arcaya en sus memorias: “La democracia es un mito en Venezuela, pero un mito peligroso, porque ha servido de bandera a las revoluciones que afligieron y arruinaron al país”. Desconozco el tiempo exacto en el cual Arcaya escribió el pensamiento, pero sería deshonesto de mi parte no decir que la frase no ha dado pie a diversas cavilaciones, y más aún, ponderar hasta qué punto tiene validez la premisa expuesta por este intelectual venezolano.
No es un secreto la historia y trayectoria de Arcaya. Fue un hombre vital para entender buena parte de la primera mitad del siglo XX venezolano, y como él, otros pensadores de la época (Vallenilla, Fortoul, Zumeta) manifestaron en reiteradas ocasiones la piquiña que sentían por el sistema democrático, habida cuenta del largo trayecto que representaron los gobiernos militares durante los primeros sesenta años del siglo pasado en Venezuela.
La historia da vueltas, y el retorno a la democracia se ha convertido tal vez en la consigna más palpable de la oposición venezolana. El siglo XXI se ha caracterizado por la hegemonía de un sistema autoritario, que con sus propias particularidades ha dejado atrás los recuerdos de ese sistema representativo del ciudadano hacia cual, al menos en la retórica, tanto se quiere volver. Sin embargo, las palabras de Arcaya resuenan. Las últimas votaciones, por darles un nombre, difícilmente puedan considerarse un ejercicio de civismo frente a la burla de la autoridad. Habrá quien vote por la importancia y simbolismo que tiene el voto en nuestra historia, pero difícilmente ello conduzca a cambios reales en el ejercicio de los hilos del poder. Los verdaderos hilos. Las joyas de la corona. Concesiones a nivel local, muchas. Pero entrega de cuotas de poder realmente significativo, lejos del horizonte. Y todo en nombre de la democracia. Porque en el país todo el mundo se hace llamar democrático.
Sea como fuere, la democracia, al menos la democracia nominal, parece haberse convertido en una bandera de la revolución de turno, punto. ¿Cómo revertir esta percepción? ¿Realmente existe en el venezolano el tan mentado “ADN democrático” forjado a lo largo de las últimas décadas? Más aún, ¿hasta qué punto ese famoso “ADN” se traduce en instituciones, Estado de Derecho, puente hacia el progreso?
Observo que la dinámica del país se sumerge en una vertiente, en la que el tema político queda por completo de soslayo frente a otras prioridades. A lo mejor y sí, se izó la bandera blanca de la política y la población, los gremios, los representantes más importantes del mundo empresarial se comenzaron a enfocar en una senda que, si bien tiene múltiples limitaciones estructurales, desencadena en el país una dinámica distinta a la que se tenía hace algunos años.
De hecho, no deja de ser curioso que hoy en redes sociales el tema de discusión, entre bromas y simplificaciones, sea el famoso estribillo “Venezuela se arregló”. Hasta no hace mucho los temas que cubrían buena parte del debate político venezolano eran otros: la posibilidad de transición o salida del régimen, los bachaqueros, la escasez de alimentos y medicinas, crisis energética y de abastecimiento de combustible. Muchos de estos temas siguen vigentes. Otros, en cambio, se han trasladado hacia diferentes derroteros.
Que en Venezuela hoy se empiece a hablar sobre eventuales mejoras debe verse como positivo. En los momentos más álgidos de crisis, los venezolanos estuvieron sometidos a una servidumbre sin precedentes, y sin embargo, la coalición de poder se mantuvo al mando produciendo mayores daños a la población. Es reduccionista pensar que el “país se arregló”, como también lo es afirmar que nada ha cambiado. El país se halla en una senda de difícil lectura, que sin duda está en un proceso de transformación cuyos resultados difícilmente se avizoren en este momento. Entretanto, al menos en nuestro presente, la democracia en Venezuela parece ser un mito, citando al gran Pedro Manuel Arcaya.
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