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El eterno carpe diem de nuestro Horacio

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Desde que nació la genial ocurrencia por parte del más brillante de los poetas latinos de vivir y disfrutar al máximo todo cuanto la vida te depare para un día o momento efímero, bastó para que a partir de tan preciso instante —y aún hoy— se desanudara en las sociedades una interminable polémica.

Un considerable bastión humano se ubica, solazadamente, del lado más cómodo; que es como decir, aprovechar el presentismo y fugacidad como irrumpen, devienen y declinan las cosas.

Aparejadamente, la repensada expresión horaciana —dice uno, ahora— también ha arrastrado con buena parte de detractores.

En tan interesante disyunción, digamos en voz alta el asunto con más detalles y cuidado, de la siguiente manera: “Vivamos. Derrochemos lo que al día de hoy corresponde; porque de mañana nada se sabe. Hay que vivir cada día como si fuera un finiquito; porque, efectivamente, alguno será el último”.

Y añaden, en su aseveración, los propaladores del carpe diem una osadía de este calibre. El futuro es completamente incierto; ya que una pandemia, un accidente, un hecho fortuito o contingencial puede cambiar el destino en cuestión de segundos y de manera irremediable.

Profundizando, hasta donde ha sido posible en este registro, en verdad la expresión se ha acortado con el paso de los años; porque los historiadores aseguran que la frase completa que creó Horacio fue la siguiente: «Carpe diem quam mínimum credula postrero», que se traduce, más o menos, como «Aprovecha cada día, no te fíes del mañana».

El padre literario y filosófico del Carpe Diem, que todavía repetimos y nos siembra de dudas e incertidumbres existenciales, fue Quinto Horacio Flaco un escritor satírico y lírico latino que vivió entre los años 65 a.C y 8 a.C. Además, considerado uno de los mejores poetas de la historia. Poseía, por naturaleza, una facilidad perlocutiva (Austin, dixit); y gozaba de extraordinaria versatilidad para expresar, de cualquier disciplina a su alcance, todo aquello que deseaba y sentía con suma perfección.

En este tramo de nuestra época, más concretamente en América Latina (Venezuela), nos honra con sus luces y proyectado talento el insigne maestro Horacio Biord Castillo, a quien dedicamos este sincero aporte, con la mejor modestia, a propósito de su más reciente publicación( poemario) Tiempo de Diluvio, tiempo de demonios. Círculo de Escritores de Venezuela. Editorial Diosa Blanca. Noviembre-2021.

Nuestro Horacio, quien se desempeña –con reconocidos méritos y aciertos- en la presidencia de la Academia Venezolana de la Lengua desde el 2015, resume su convicción filosófica en estos términos:

“Creo que no hay absolutos ni universales. La escritura es un don de Dios, un regalo de la vida, acaso una herencia de vidas pasadas, no lo sé. Descubrir ese talento y pulirlo es un trabajo de años, que requiere lecturas y prácticas. Pero no creo que haya absolutos en esto. No está relacionado con la profesión. Es un manantial que brota de las profundidades de cada ser. He visto profesores de Física que son grandes escritores (Ernesto Sábato lo fue) y profesores de Literatura que no logran apuntalar un buen poema”.

Digamos, con todo el ímpetu que permiten las fuerzas prosódicas en los enunciados, es que nuestro Horacio ha hecho de su vida un apostolado brillante en cada desempeño.

Licenciado en Letras, magíster en Historia de las Américas y doctor en Historia, investigador asociado y jefe del Centro de Antropología del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas. Especialista en Asuntos Indígenas.

Venezuela y varios países acreditan la inteligencia de nuestro Horacio en áreas de etnohistoria, sociolingüística y de investigador sobre pueblos, culturas y lenguas caribes de las regiones central y oriental de país.

Nuestro Horacio, quien ha aquilatado (de lo cual ha sacado admirable provecho) su particular Carpe Diem con prolija producción en casi todos los géneros literarios, cultiva – como se sabe suficientemente- la poesía, el ensayo, la narrativa.

Se incorporó a la Academia el 7 de julio de 2008 con un trabajo titulado “Perspectivas de una lectura postoccidental de estudios coloniales sobre lenguas indígenas caribes”. Una evidencia del fruto de cada día, de su singular carpe diem.

Descubrimos en este denso poemario de Biord Castillo una vertebración de las metáforas utilizadas, por muy distantes que se nos presenten y aparezcan en los poemas.

Sin dudas, constituye su particularísimo uso estético del lenguaje, con el cual nuestro Horacio dice y hace.

Hay una especie de involuntaria y desprevenida ilación, que se acerca y “fisgona” con lo que alguna vez nos entregaba Emil Cioran, a través de sus conceptos-claves: el pecado original, el sentido trágico de la historia, el fin de la civilización, la negativa del consuelo por la fe, la obsesión por la vida eterna, como una expresión del hombre metafísico, el exilio. Hasta allí. Sin llegarse a declarar, como el nihilista escritor rumano, enemigo de Dios.

Por el contrario, nuestro Horacio se confiesa, devocionalmente, creyente del Padre celestial. Leámoslo, de seguidas:

El profeta nos convocó

Su rostro huraño anunciaba tormentas

cuchicheábamos

Algo grave sin duda anunciaría

La voz se lo había revelado

Él no era solo un profeta

Era el Mesías

enviado de nuevo a redimirnos.

Obediencia, adoración

Nada más pedía

Nos mirábamos

Alguien tiró una piedra

la primera

Su cuerpo yació mucho tiempo

sobre las losas de la plaza

pálido

inerte

mesiánico, tal vez.

Ya a estas alturas, uno está tentado a preguntarse de dónde le vino tanta inteligencia a nuestro Horacio. Responderemos, quizás, apelando a   las claves narrativas de Walter Benjamín, con su proverbial manera de enunciar:

“Lo que llamamos sabiduría era una inteligencia que venía de lejos; pero que poseía cierta autoridad, aunque ésta no fuera sujeta a verificarse.  La inmediatez de la efímera información contrasta con el tiempo expansivo y cualitativo de las narraciones, las cuales pueden ser distendidas y destiladas en cualquier momento, sin caducar, generando siempre un entendimiento de la existencia”.

Acaso, no nos suena a “eterno retorno” –un modo raro de estarse acabando y naciendo al mismo tiempo – las explicitaciones a ”Quitarse la vida” que nos “espeta” nuestro Horacio; asimilándolo, con naturalidad, a un acto cotidiano y reversible:

“…Como perseverante en el oficio, ayer me suicidé o esta mañana. Le diría con desparpajo a mis amigos y a los compañeros anónimos de los viajes en metro. Me volveré a suicidar mañana antes del mediodía…”

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