La escala de valores que como sociedad libre asimilamos en tiempos de la democracia representativa –el respeto, la tolerancia, la solidaridad, el cumplimiento– se desdibuja en el embrollo de una innecesaria, destemplada e irreconciliable confrontación de modelos e ideas, en el oportunismo artero de unos cuantos afanados de la riqueza fácil, en el atezado resentimiento y el declarado revanchismo de dirigentes políticos vinculados al oficialismo, en el manifiesto desdén gubernamental ante el repunte de la miseria que nos agobia como nación. En términos generales, escasean los buenos ejemplos de quienes cultivan principios, virtudes o cualidades que influyen sobre los distintos ámbitos de la vida social; honrosas excepciones que no claudican a los desplantes de la ignominia, que apenas se sostienen ante el incesante arrebato del régimen que todo lo interviene y lo cuestiona, que abroga el pensamiento alternativo a su forzada visión del mundo –no aceptan la diversidad cultural que para Lévy-Strauss es resultado de circunstancias geográficas, sociológicas e históricas distintas, aquellas que se expresan a través de los tiempos y que influyen sobre el modo de organizarse y de adaptarse el hombre a su realidad circundante–. La diversidad existe entre culturas diferenciadas, también dentro de una misma civilización; la tolerancia siempre allana el camino de los consensos que hacen posible la convivencia entre desiguales niveles de instrucción y conocimiento. Para ellos, sin embargo, solo existe un pensamiento único y una sola manera de afrontar los retos de los países en vías de desarrollo; un planteamiento meramente discursivo –no trasciende, aunque hace daño–, al comprobarse en el fondo de sus contenidos dogmáticos y programáticos, esa gran farsa de los fallidos marxismos contemporáneos.
El venezolano común, a pesar de su creciente mal empleo de las formas y del lenguaje, tanto como de sus comportamientos a veces licenciosos, se aferra a los valores humanos relacionados con la justicia, la libertad y la honradez, aun cuando estos se han visto aquejados –y amenazados– por las maquinaciones políticas de los últimos lustros. La libertad de elegir y de tomar decisiones sin temor a represalias infames, la ciega justicia que da a cada cual lo que es suyo, la honestidad en el pensamiento y la acción, no son precisamente las pautas –ni los valores– que hoy predominan entre la dirigencia política y la nueva clase empresarial venezolana; afortunadamente hay excepciones que ofrecen fundadas esperanzas de renovación en todos los espacios. Y a pesar de las mentiras y medias verdades que se fraguan en los predios del poder público y que divulgan sus opulentos medios cautivos, esos valores siguen siendo dominantes en la sociedad nacional; en eso creemos y por ello como sociedad no transigimos. No han podido anularlos el mal ejemplo, el lenguaje procaz y las faltas a la ética de la función pública que tanto desentonan desde aquel juramento de 1999 –hasta la propia Constitución fue objeto del vituperio–. Desde ese mismo momento supimos que los valores éticos, aquellos que configuran el comportamiento humano, que afianzan el actuar responsable y sobre todo respetuoso del prójimo, quedaban amedrentados desde las alturas del poder público.
Pasemos ahora a las buenas costumbres. Se trata de manifestaciones de cultura y buen proceder frente a las instituciones, de respeto a las formas, de buenos modales, que van desde saber arreglarse para la ocasión hasta los patrones de lenguaje y conducta en reuniones formales o encuentros casuales. Y es que la cultura y la elegancia son componentes esenciales de una educación digna de la persona humana. La caballerosidad no es un adorno de los privilegiados; es un atributo del hombre de bien, del ser cultivado que se comporta con distinción, nobleza y generosidad. Hemos encontrado despliegues de caballerosidad, en etnias de África del Sur y de la Amazonía, también entre habitantes del Valle Sagrado de los incas; una singularidad que a veces no descubrimos en grupos supuestamente ilustrados de las grandes ciudades. Y quienes observan esas buenas costumbres, fraguadas también al paso de varias generaciones, son generalmente proclives al cumplimiento del deber cívico, a la solidaridad social, al adecuado desempeño profesional, también a la honestidad en el proceder.
¿Adónde nos lleva todo esto de los valores y las buenas costumbres? En la cultura china, para citar un buen ejemplo –aunque sus ideales sean ajenos a los nuestros–, ha dicho Lee Kuan Yew, los valores son “un buen gobierno, honesto, efectivo y eficiente”. Así se edificó la prosperidad en Singapur, cuyo régimen político muy poco se parece a las democracias occidentales, pero que ha evitado –en palabras del mismo Lee Kuan Yew– “que los idiotas accedan al Parlamento o al Ejecutivo”. En uno de sus célebres libros, precisa que solo si se cambian el pensamiento y las actitudes de las personas, podría levantarse una gran nación; únicamente los valores de la honradez, la educación, el pensamiento y la actitud ante la vida.
Venezuela debe reivindicar los buenos ejemplos; siempre será tarea del gobernante en funciones, también de la dirigencia social y empresarial, ponerlos en marcha en sus esferas de actuación; para ello es preciso tener cultura, honestidad, buenos modales. Rescatar los valores referidos en líneas anteriores, tanto como las buenas costumbres, es propósito para todos los venezolanos de buena voluntad. Solo con hombres prudentes, honrados, ilustrados, podremos reconstruir la República democrática de tanta añoranza.
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