«Ask not what your country can do for you, ask what you can do for your country»
(JOHN FITZGERALD KENNEDY)
Aquel día de otoño había faltado el profesor de historia y nos pusieron a otro profesor de guardia. Según explicó el recién llegado, teníamos una tarea que hacer durante esa hora de clase.
Nos pidió que leyésemos en voz baja un texto del libro. La lectura trataba acerca de las organizaciones benéficas y la participación ciudadana. Nuestro trabajo consistía en leer despacio, reflexionar y tomar partido por una de las dos posiciones, que eran opuestas. Por un lado, argumentar a favor de la colaboración con una ONG de forma obligatoria al cumplir dieciséis años; por otro lado, defender nuestro derecho a no participar en semejante tarea que debía afrontar el gobierno.
Pasados unos minutos nadie se atrevía a hablar. El profesor aprovechó ese momento para contarnos que esta tarea le traía a la memoria una vieja serie de televisión americana de estudiantes de Derecho en la cual el profesor les exponía a situaciones difíciles y contrapuestas desde un punto de vista de justicia y moral y les explicaba que debían posicionarse de manera razonada en un lado y defender a su cliente, para ser capaces de posicionarse también en el lado contrario y defenderlo. De lo que se deducía que la verdad no importaba realmente, sino el ejercicio de una buena defensa. Nos consolaba pensar que ni éramos estudiantes de Derecho ni teníamos que cumplir esa misión.
Entonces, los partidarios de ayudar a los sintecho y colaborar con instituciones de beneficencia hablamos. Uno apuntó la solidaridad con los necesitados, otro argumentó a favor del sacrificio por el prójimo. El profesor señaló que el trabajo de ayuda con los necesitados nos ayudaba a nosotros mismos, a quienes colaborábamos con las organizaciones benéficas, a disciplinarnos. Era bueno ver y valorar la realidad desde perspectivas diferentes, decía.
La verdad es que teníamos ganas de saber cómo argumentarían quienes se encontraban enfrente de nuestra postura. Los que no pensaban como nosotros parecieron tranquilos exponiendo la idea de que el gobierno era responsable del bienestar de todos. No había mucho que añadir por su parte. Según los defensores de este lado, no tenía sentido que los adolescentes se ocuparan de hacer el trabajo de los demás, es decir, de los políticos y gobernantes.
A punto de acabar la clase, el profesor tomó la palabra y escribió «libertad» en la pizarra. Nos preguntó si creíamos que la libertad significaba dejar a la sociedad, a nuestra sociedad, en manos del Estado. Nos recordó la importancia de la iniciativa ciudadana, de los movimientos en defensa de los derechos de los homosexuales, de la necesidad de atender y entender el desamparo de los sintecho, la terapia de grupo llevada a cabo por Alcohólicos Anónimos, la labor de Médicos Sin Fronteras.
No dejaba de mirar el reloj mientras hablaba para no privarnos de la siguiente clase. Terminó despidiéndose de nosotros no sin antes citarnos la paradójica sentencia del discurso inaugural de John F. Kennedy en el Capitolio en Washington D.C del 20 de enero de 1961: «No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país!
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