Por RODOLFO IZAGUIRRE
Sentí que era muy pequeño, un enano de feria y la potente voz terminó por estremecerme de pavor: «¡Afirmarte allí, rapazuelo pobrete que yo soy Espronceda!» y, de pronto, el cielo sobre mi cabeza se convirtió en un huracán asesino no porque se embraveciera con alguna inesperada tormenta sino porque un bergantín volaba por los aires. Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela no corta el mar sino vuela un velero bergantín, y en 1835, venció al fuerte oleaje del Romanticismo español, y se lanzó al mar para que los piratas de todos los tiempos no tuvieran ocasión de esconderse en las tabernas de La Tortuga. ¡Era La canción del pirata, el célebre poema de José de Espronceda!
¿Esta es la poesía a la que estoy condenado?, me pregunté una vez que cesó el estruendo provocado por Espronceda. Merezco algo menos bronco y avasallante, me dije desconsolado y poco después Gustavo Adolfo Bécquer me hablaba de golondrinas y Federico García Lorca de gitanerías y de un torero muerto a las cinco de la tarde. ¡Era mejor que aquel velero bergantín que paralizaba de miedo a todo mar conocido de uno a otro confín!
En París vivió un joven que ponía colores a las vocales. Tuvo, al parecer, una corta vida activa literaria, pero él y su poesía contribuyeron a desarreglar mis sentidos y un día, al parecer, creyó haber padecido una temporada en el infierno lo suficiente; dejó de escribir y desapareció. Lo vieron en África convertido en mercader y murió en Marsella de cáncer óseo y una pierna amputada.
Me envolví en el cine y en la música y fui trepando, paso a paso, la escarpada montaña de mi vida y en una de sus vueltas y revueltas, sentado sobre una piedra blanca, antigua y poderosa estaba Rilke. ¡Llevaba tiempo allí, esperándome!
En París conocí a Paul Eluard en un Feria del libro. «¿Venezuela?», exclamó al conocerme. «¡La nombramos y parece distante, pero, querido amigo, si hay algo eternamente cercano es justamente la distancia porque da más vida a nuestra imaginación!». Me miró a los ojos, bendijo que yo viniera de lejos y dijo: «¡Los extranjeros, como tú, llevan en sus sombras al país que los vio nacer!».
Pero quienes me alejaron para siempre del espanto de aquel bergantín enloquecido de Espronceda fueron mis amigos de Sardio. Me enseñaron a vivir bajo el cielo y bajo la luna. Adriano, a escribir con más sincera sintaxis; Salvador, a levantarse de la mesa de trabajo, dejar de escribir y ponerse a revisar y a tocar todos los trastos de la cocina para constatar que están allí y al hacerlo, evitar quedar perdido en la aventura que está escribiendo.
Guillermo Sucre puso un día una máscara frente a mí, hizo que desapareciera y sólo quedó sobre la mesa la crítica transparencia de su escritura y de su pensamiento. ¡Pero también me dio a conocer a Saint John Perse!
La vez que vimos al caballo cabalgando sobre las aguas del Orinoco, Luis García Morales me tranquilizó: «El río es el caballo, me dijo, eI caballo es el viento, el viento es el tiempo, el tiempo es el río y el río la oscuridad anegando la lumbre de una página por escribir» y Perán Erminy me enseñó la sabiduría de saber escuchar. Luego, Elisa Lerner abrió las puertas de su escritura, enseñándome, sin decirlo, a reconocer y a captar la sensibilidad de las palabras cuando tiende a desvanecerse en el aire.
Hoy puedo decir que llegué al lugar donde es difícil escuchar el trepidante bramido del velero bergantín que no corta el mar sino vuela. En estos nuevos y apacibles senderos por donde acostumbro pasear me encuentro con Rafael Cadenas o con alguno de los heterónimos de Eugenio Montejo y me pregunto si no habrán también padecido ellos la ensordecedora presencia del velero bergantín de José de Espronceda y haber pasado toda una vida como la mía tropezando aquí, trastabillando allá, cayendo y levantándose hasta alcanzar exhaustos pero radiantes, como yo, la cumbre de todos los Kilimanjaros que existen sobre la tierra.
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