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Los rostros de la muerte

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La pandemia nos tomó a todos por sorpresa. Ni en nuestros más absurdos ejercicios imaginativos habríamos jamás previsto que una peste de esta magnitud se cerniría sobre la humanidad en el siglo XXI, una época en la que la ciencia y la tecnología han alcanzado niveles de conocimiento, innovación y desarrollo extraordinarios. Sin embargo, el COVID-19 apareció de repente y nos cambió la vida, pero además nos reveló que la muerte tiene más de un rostro. De hecho, nos enfrentó a ella sin escudo ni armas para combatirla hasta mucho después de que su temible guadaña se cobrara la vida de millones de personas en todo el mundo.

La pandemia obligó a todos a tomar medidas de protección cuando ni siquiera conocíamos la naturaleza y composición del coronavirus. La primera de estas fue recluirnos en casa, lo que supuso un cese radical y no planificado de la cotidianidad. A más de dos años de su aparición, pienso en cómo ha impactado en nosotros su presencia y cómo hemos aprendido a vivir con la amenaza latente de su arremetida sin posibilidad de percibirlo. Distancia social, mascarilla, lavado de manos y vacuna son nuestras únicas defensas, a pesar de las cuales el número de contagios se mantiene en alza y el de decesos, siendo un poco menos, sigue sumando lápidas en los cementerios. Hasta ahora, la cifra de fallecidos a escala mundial es de 5,3 millones de personas. Este número equivale, más o menos, a toda la población actual de Noruega o de Costa Rica. También equivale, más o menos, al número de la diáspora venezolana.

Si comparamos esta pandemia con otras registradas históricamente respecto a la cantidad de personas fallecidas, aunque hay que tener en cuenta la dificultad de conocer con exactitud las cifras reales, la diferencia es impresionante. En cada una de esas enfermedades la muerte se ha presentado con un rostro distinto.

En el año 541, la “Plaga de Justiniano”, en tiempos del Imperio Bizantino, fue de tales proporciones que diezmó a la población de Constantinopla, calculándose entre 30-50 millones el número de muertes.

“La peste negra” causó en Europa, África del Norte y Próximo Oriente, entre 1347 y 1351, la más abrumadora mortandad, estimada entre 75-200 millones de personas.

“La viruela”, producida por el virus Variola, cuyo origen se presume en la India o en el Antiguo Egipto hace aproximadamente 3.000 años, llegó a América con los conquistadores y se expandió rápidamente, provocando estragos sobre todo en la población azteca en 1520. Esta enfermedad, extremadamente contagiosa, considerada una de las más devastadoras, causó la muerte de 300-500 millones de personas en el mundo y fue finalmente erradicada en 1980.

“La gripe española”, de origen desconocido, entre 1918 y 1919 causó más de 40 millones de muertes.

Desde 1976, el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), que provoca el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), se ha cobrado la vida de 36,3 millones de personas en todo el mundo y todavía no se ha logrado elaborar una fórmula para combatirlo.

Todos somos conscientes de la inevitabilidad de la muerte, pero no estamos acostumbrados a verla cara a cara, no estamos preparados para afrontarla cuando se asoma por algún lado y nos sonríe con su mueca macabra. Desde que nacemos, nos pasamos la vida intentando eludirla, manteniéndonos tan lejos de ella como nos es posible. Por eso cuesta entender las razones de quienes niegan la existencia del COVID-19, cuando la evidencia es inocultable, y mucho más las de quienes rechazan vacunarse.

Es verdad que la eficacia de la vacuna contra el coronavirus no es del cien por ciento, de ahí que sea preciso más de una dosis para prevenir y reducir el efecto letal del virus, pero representa un avance extraordinario de la ciencia que se haya logrado elaborar en apenas 2 años. Hasta ahora se han administrado 8,32 billones de dosis en todo el mundo, y sería absurdo negar que gracias a ella millones de personas contagiadas han logrado superar el COVID-19 y quién sabe cuántos millones más podrían no contagiarse nunca.

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