Vayamos a 1998, en concreto a la campaña electoral de ese año, cuando Hugo Chávez Frías era candidato presidencial y se disfrazaba de corderito. Vestía de civil, usaba corbata, evitaba subir la voz, escuchaba con paciencia las preguntas que le hacían los periodistas y procuraba responder con alguna cortesía. En ese momento, incluso antes de que las encuestas comenzaran a señalar que resultaría ganador en las elecciones, las alarmas estaban encendidas. Chávez lo entendía y disimulaba. Mentía sobre sus intenciones. Ocultaba el plan con el que se proponía someter a Venezuela y crear un régimen que se instaurara en el poder, de forma indefinida.
En Internet está disponible, por ejemplo, la entrevista que le hizo el periodista Jorge Ramos, en el programa Al punto, que se transmitía por el canal Univisión. Cuando Ramos le señala que hay muchísimas personas que le temen, Chávez, no sin un leve rictus de tensión en el rostro, responde breve y firme: “No sé por qué”. Visto, desde nuestra perspectiva de hoy, esto es fundamental: intentaba esconder la ferocidad de sus propósitos.
De inmediato, Ramos le pregunta si está dispuesto a entregar el poder a los cinco años (que era la duración del período presidencial en la Venezuela de ese momento) y Chávez le responde: “Claro que estoy dispuesto a entregarlo. No solamente después de cinco años, yo he dicho que incluso antes; nosotros vamos a proponer una reforma constitucional, una transformación del sistema político para tener una democracia verdadera, mucho más auténtica. Si, por ejemplo, yo a los dos años resulta que soy un fiasco, un fracaso o cometo un delito, un hecho de corrupción o algo que justifique mi salida del poder antes de los cinco años, yo estaría dispuesto a hacerlo”.
La siguiente pregunta de Ramos es todavía más urticante: ¿Nacionalizaría algún medio de comunicación? Y Chávez responde: “No, basta con el medio de comunicación que tiene el Estado hoy. El Estado tiene el canal 8, Venezolana de Televisión, hay que repotenciarlo, ponerlo a trabajar en función de la educación nacional, de los valores nacionales. Con los demás canales yo tengo las mejores relaciones, con los medios de comunicación, que deben seguir siendo privados. Más bien estamos interesados en que se amplíen, en que se profundicen”.
La respuesta a la siguiente pregunta, ¿No hay intención de nacionalizar absolutamente nada?, es reveladora de la estrategia de la máscara seudodemocrática con que Chávez avanzó hacia el poder: “No, absolutamente nada, incluso hemos dicho que nosotros estamos dispuestos a darles facilidades, aún más de las que hay, a los capitales privados internacionales para que vengan aquí a invertir en las más diversas áreas, agricultura, agroindustria, petroquímica, industria gasífera, todo lo que es el desarrollo del país. Tenemos un proyecto bastante ambicioso que necesitará de la inversión privada. Yo aprovecho para hacer un llamado a todo el mundo. Yo no soy el diablo, yo soy un hombre que va con los mejores lazos de hermandad a trabajar conjuntamente con todos los países de América Latina, de Norteamérica y del mundo entero”.
Si lo copiado hasta aquí tiene tintes de fantasía ―un Chávez que deliberadamente se aleja del radicalismo autoritario―, la respuesta a la pregunta que siguió a continuación es simplemente el apogeo. Jorge Ramos le pregunta si Cuba “es una dictadura o no es una dictadura”. Y Chávez, el enmascarado, responde: “Sí, es una dictadura. Pero no puedo yo condenar a Cuba. Sabe, hay un principio de derecho internacional que es la autodeterminación de los pueblos, los pueblos deben darse sus gobiernos o deben hacer sus propias historias, yo no puedo desde Caracas, sentado aquí, empezar a juzgar a los gobiernos y a los pueblos del mundo”.
Han transcurrido más de dos décadas de aquellos años donde el populismo autoritario se camuflaba, fingía su adecuación a las formas democráticas, para una vez instalado en el poder, dar comienzo a la demolición de los procedimientos, las leyes y las instituciones propias de la democracia.
Lo que ha cambiado es que ya no hay disimulo. El populismo autoritario se ofrece sin caretas y gana las elecciones. En la campaña electoral que lo convirtió en presidente de Perú, Pedro Castillo atacó a las empresas, se manifestó en contra de pagar la deuda externa, amenazó con regular a los medios de comunicación y afirmó su apoyo a Nicolás Maduro. Algo semejante acaba de ocurrir en Honduras: la candidata Xiomara Castro de Zelaya, que le sigue los pasos a su esposo, el socialista y madurista Manuel Zelaya ―destituido en junio de 2009 por corrupto e incompetente― ha logrado la presidencia, después de una campaña en la que ventiló buena parte de los tópicos del recetario populista.
Para los analistas y estudiosos de las realidades políticas de América Latina; para los demócratas de cualquier lugar y para el inmenso contingente de víctimas empobrecidas, perseguidas, reprimidas y sometidas de Cuba, Venezuela y Nicaragua, estos hechos son desconcertantes: que todavía, después de todo lo ocurrido, y en tiempos en los que la información está disponible de muchas maneras, que haya mayorías electorales ―que son distintas a las mayorías sociales― le otorguen el triunfo a sujetos desconectados de los tiempos que vivimos, que profundizarán todavía más las brechas económicas; que llevarán la corrupción a niveles fuera de todo control; que destruirán la separación de los poderes públicos; que actuarán contra los sectores empresariales y productivos; que no darán ni un paso en el camino hacia la mejoría de las condiciones de vida, es simplemente bizarro, autodestructivo, inconsciente, irresponsable.
Esta cuestión nos invita a preguntarnos qué hay en las narrativas del populismo que resulta tan atractivo para amplias capas de la sociedad y, al contrario, qué pasa con la oferta, con los discursos, con las prácticas políticas de los promotores o defensores de la democracia liberal, que no alcanzan, en ciertos escenarios, a ser lo suficientemente persuasivos, que no logran mostrar sus evidentes ventajas, incluso a pesar de las fallas que son inherentes al modelo democrático. No dejo de preguntarme cuánto sufrimiento más, cuánta destrucción más, cuánto exilio más, cuánta muerte más, tendremos que padecer en América Latina para entender que la gran tarea política del siglo XXI no es destruir la democracia, sino luchar todos los días por perfeccionarla.
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