Los juegos de poder intrafamiliares han sido un tema privilegiado en el cine italiano (pensemos en El gatopardo, o Rocco y sus hermanos de Luchino Visconti, por citar solo dos), pero al cruzar el Atlántico esas pujas históricas o proletarias se trastocaron en clásicos. El padrino es tal vez el mejor ejemplo. La propuesta de Ridley Scott tenía un atractivo adicional. A la tradición del subgénero y su sustrato antropológico, se le sumaba un ingrediente inevitable del mundo contemporáneo: el de las marcas de lujo.
La saga de los Gucci es solo comprensible en este marco. Porque de ser una marca reconocida que vive confortablemente en su mercado, amparada por sus dos hermanos fundadores, la casa Gucci comienza a sufrir las tensiones propias de lo que todavía no se llamaba la globalización. Y ese concepto , la necesidad de expandirse, una y otra vez y cada día más para ser un jugador de prestigio en un mercado global es lo que comienza a resquebrajar un orden familiar regido por la prudencia y el buen sentido de los negocios. Ocurre que el mundo que despuntaba en los 80, atarse al molde que había llevado a una marca a una situación de prestigio equivalía a morir. Esto es intuido por alguno de los fundadores pero, naturalmente es una posición que solo va a asumir la generación de relevo, lo cual lleva al protagonismo de Maurizio Gucci, como líder del grupo. Pero es un drama familiar con lo cual las rencillas, las pugnas por el poder afloran y se desenvuelven en dos campos. Por un lado, la pelea interna por el rumbo que tomará la empresa. Por el otro, y complementariamente, la forma en la cual la marca Gucci evoluciona, ubicándose en el mundo frívolo, pero muy sintomático de los tiempos que empiezan a correr. Como la película y su marketing aclara, lo bueno del asunto es que esta es una historia basada en hechos reales.
En realidad la película decepciona precisamente por su incapacidad para urdir las dos líneas de interés antedichas. El tema central de la pelea por el poder es la necesidad radical de imponer la marca Gucci como una marca no solo global, sino además a la vanguardia de la moda. Una moda que se ha vuelto global. Vale la pena recordar Pret a porter, aquel film de 1994 en el cual el gran Robert Altman viviseccionaba el dinámico mundo de la moda en el umbral de la mentada globalización. El problema de la casa Gucci es que el libreto parece perderse en el mismo cenagal de los protagonistas, no solo inseguros del rumbo a tomar, sino además en medio de luchas intestinas y , en el caso de Maurizio la víctima final , perdido en la misma frivolidad que impulsa desde su audaz mercadeo de la marca. Este es el primer traspié. Hay un segundo escollo que la película sortea con poco éxito y es la dificultad para entender el mundo de la alta burguesía milanesa. (Uno no puede menos que recordar lo bien que la entendía Visconti). La trama, inevitablemente, suena falsa, porque intuimos que los actores no solo no son italianos, sino que además, lucen como unos neoyorquinos que hablan con un acento italiano parecido al de Chico Marx. Una excepción que tal vez los rescate a todos es el siempre hierático y deliciosamente sobreactuado en su lejanía Jeremy Irons.
Es un buen drama policial. Pero el espectador sale de la sala pensando que algo falta. Como si hubiéramos visto un Gucci hecho en China.
La Casa Gucci (House of Gucci). USA.2021. Director Ridley Scott. Con Adam Driver, Al Pacino, Lady Gaga.
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