Latinoamérica vive tiempos difíciles, con una mezcla de populismo, corrupción e incompetencia pocas veces vista. Desde la llegada del chavismo al poder en Venezuela, hace poco más de dos décadas, la democracia en el continente se ha visto acosada desde distintos flancos. Primero, por un populismo de seudo izquierda devenido en organización criminal, dedicada al narcotráfico, y luego por una derecha extrema -dispuesta a revivir los años del macartismo-, cuyos principios y métodos no parecen ser muy distintos de los del chavismo. De la noche a la mañana, hemos perdido el centro político, con una derecha o una izquierda responsable, capaz de ofrecer a nuestros países modelos de sociedad caracterizados por el respeto a los que piensan diferente, así como por la libertad, el crecimiento económico y la justicia social. Lamentablemente, nos hemos ido a los extremos, que conviven con el sectarismo, la corrupción, y el crimen organizado. ¿Cómo justificar cualquiera de esos extremos? Sobre todo, cuando son los mismos ciudadanos quienes se han puesto en una encrucijada inaceptable para la salud de la democracia, ¿cómo elegir entre los monstruos de Escila y Caribdis?
Brasil optó por Bolsonaro y Honduras acaba de elegir a la esposa de Manuel Zelaya para dirigir los destinos de sus respectivos países. Ecuador escogió entre un banquero del Opus Dei -que luego apareció en los papeles de Pandora- y una marioneta de Rafael Correa. Mientras Argentina se debate entre la incompetencia y la corrupción del kirchnerismo, identificado con el ala radical del peronismo, de las elecciones legislativas pasadas emergió la figura de Javier Milei, el candidato de la antipolítica, que defiende el porte de armas, que trata de emular a Bolsonaro y a Trump, que está rodeado de gente que niega que, en los años de la dictadura militar, haya habido terrorismo de Estado, y que cuenta, en su núcleo duro, con un militar que participó en el alzamiento de los carapintadas en contra de los juicios por los crímenes de la dictadura. No obstante, fue Perú el que puso la vara más alta, y obligó a optar entre Keiko Fujimori, hija del dictador Alberto Fujimori, y cómplice de las masacres cometidas por la dupla Fujimori-Montesinos, o Pedro Castillo, un personaje tan pintoresco como ignorante, que llegó al poder de la mano de un partido de ultra izquierda, dirigido por un clon de Chávez, y con fuertes lazos con el grupo terrorista Sendero Luminoso. Colombia tampoco lo tiene fácil. Pero ahora es el turno de Chile, que debe elegir entre José Antonio Kast, un conspicuo defensor de la dictadura de Pinochet, y Gabriel Boric, el candidato de la izquierda radical y de un partido comunista que parece no haberse enterado que la URSS y las “democracias populares” terminaron en un completo descalabro, que los “socialismos reales” fracasaron, y que los partidos comunistas europeos desaparecieron. Pero esa es la disyuntiva en que se han colocado los propios chilenos, descartando las opciones de centro-derecha o centro-izquierda, o incluso de derecha o izquierda. Pero lo cierto es que, si la alternativa es elegir entre Kast y Boric, cualquiera que sea el camino que escojan los chilenos, las libertades públicas se verán amenazadas y se habrá debilitado la calidad de la democracia.
En el caso de Chile, ante opciones tan radicales, cabría esperar mayor prudencia de parte de quienes han desempeñado cargos públicos de relevancia, o de quienes aspiran a hacerlo. No hay motivos para salir alborozados a dar la bienvenida a uno o a otro candidato; muy por el contrario, cualquiera que sea el que gane, hay razones para preocuparse. Sin embargo, hace un par de días, leía, en estas mismas páginas, un comentario de Antonio Ledezma, un destacado ex dirigente político venezolano, anunciando su apoyo al candidato presidencial chileno, José Antonio Kast, a quien, con orgullo y sin complejos, califica de “ultra”. En democracia, cada cual es dueño de votar -o de apoyar- a quien le plazca, o de evolucionar -o involucionar- en su pensamiento político en la dirección que le parezca; pero no deja de sorprender que alguien que hasta hace poco se identificaba con las ideas de la social democracia, y que estuvo muy cerca del ex presidente Carlos Andrés Pérez -un demócrata a carta cabal-, hoy coincida con la ultraderecha chilena, y afirme que Kast “es un ultrademocrático que defiende sin esguinces los valores y principios que tienen relación con la sagrada libertad de las personas.” Es posible que el ex alcalde Ledezma no esté enterado que la familia Kast ha sido acusada de formar parte de los “cómplices civiles” de la dictadura de Pinochet, y que un hermano de Kast ha reconocido -en una declaración judicial-, que agentes de la dictadura se movilizaban en vehículos prestados por la empresa de su familia para trasladar prisioneros, sin que se volviera a saber del destino de esos desafortunados pasajeros. Tal vez Ledezma no sepa -o le dé lo mismo- que, hasta el año 2016, José Antonio Kast formó parte del partido Unión Demócrata Independiente (UDI), que –sin esguinces– fue el sustento ideológico de la dictadura militar de Augusto Pinochet; también es posible que Ledezma no sepa que, cada vez que puede, Kast justifica las aberraciones de esa tiranía, suscribiendo la idea de que hay dictaduras buenas y dictaduras malas. Es probable que el ex alcalde de Caracas no esté enterado -o no le importe- que Kast haya afirmado que, si gana la izquierda, habrá una “dictadura gay”, que Kast menosprecie a las mujeres, que esté en contra de la actual ley del aborto, y que haya propuesto eliminar el Ministerio de la Mujer. Imagino que Ledezma no está enterado -o le es indiferente- que Kast, hijo de alemanes llegados a Chile después de la Segunda Guerra Mundial, ha prometido “cavar una zanja en la frontera” para detener a los migrantes. Es probable que a Ledezma le parezca “ultrademocrático” que, en el programa presidencial de Kast, se proponga modificar los protocolos de uso de la fuerza por parte de policías y miembros de las Fuerzas Armadas, para garantizar que sus integrantes no sean juzgados por el uso excesivo de la fuerza. A Ledezma debe parecerle “ultrademocrático” que, en el programa presidencial de Kast, se plantee la “clausura” del Instituto Nacional de Derechos Humanos, dando por sentado que la promoción y el respeto de los mismos es una insensatez. Puede que Ledezma siempre haya compartido el pensamiento político de Kast y que, simplemente, no nos hubiéramos percatado de ello, o que -como se suele alegar en estos casos- el autor de estas líneas lo esté citando “fuera de contexto”; si es lo último, me excuso por mi torpeza. Pero, ¿qué ha pasado con nuestra dirigencia política para que, con el pretexto de combatir a la narcotiranía chavista, asuma los mismos valores de quienes adversamos? ¿Cómo hemos podido llegar a tanta degradación?
Tampoco deja de asombrar que Ledezma haga una comparación entre Chile y Venezuela, mencionando que ésta es el primer país del continente en contra del cual está en curso una investigación por crímenes de lesa humanidad -lo cual es cierto-, y pida a Dios que libre a Chile de ese maleficio. ¡Como si Kast fuera el hombre indicado para hacerlo, y como si Chile ya no hubiera tenido su dosis de dictadura, de censura, de disolución de los partidos políticos, de secuestro del poder judicial, de persecución política, de tortura, de ejecuciones sumarias, y de desapariciones forzadas! ¡Como si, de haber estado en vigor el Estatuto de Roma en esa época, Chile no pudiera haber sido igualmente investigada por crímenes de lesa humanidad! Y pasando por alto que, si los chilenos lograron desprenderse de esa tiranía, lo hicieron gracias a un liderazgo político responsable y coherente, más interesado en recuperar la democracia y la libertad que en el oportunismo político de quienes, en la Venezuela de hoy, se están peleando por una botella vacía.
En democracia, cualquier persona tiene derecho a tener las ideas que le plazca y a defender las candidaturas presidenciales que le parezcan más idóneas para conducir a la sociedad a un destino mejor; pero nadie -y mucho menos quien pretende ser un líder político- tiene derecho a retorcer el sentido de las palabras para darles un significado distinto al que ellas tienen, erosionando los valores de la libertad y de la democracia
Con motivo de las últimas elecciones presidenciales peruanas, en la que competían Pedro Castillo y Keiko Fujimori, Mario Vargas advertía que “hay que votar bien”. No voy a entrar en disquisiciones sobre lo que significa “votar bien”, ni sobre quién es el que decide si se ha votado correctamente o no, y de acuerdo con qué valores y principios. Pero, en democracia, lo que importa es que los ciudadanos asuman su propio destino y participen activamente en el proceso político, para no permitir que sean otros los que terminen decidiendo por ellos. Los ciudadanos de cualquier país podrán votar en un sentido o en otro, y no cabe duda que podrán equivocarse, y que -de hecho- se han equivocado muchas veces. Por eso, la tarea de los políticos es ofrecer un liderazgo responsable, y no arengar a las sociedades a que se lancen por un despeñadero. Como decía Octavio Paz, la libertad es preciosa como el agua y, si no la cuidamos, se nos escurre entre las manos. El continente americano no puede retroceder a épocas ya superadas, renunciando a lo que le costó tanto conquistar. A mis compatriotas chilenos, les deseo suerte en esta difícil encrucijada; ellos se pusieron en este dilema, ellos son quienes mejor pueden juzgar su pasado reciente, y es a ellos a quienes les corresponde ver cómo salen de ese laberinto.
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