Si hay un equivalente del trabajo laborioso y conceptual del Guernica en nuestra época, se llama Mad God y fue dirigido por el último anarcopunk genuino de Hollywood, Phil Tipet, un puppet master que consiguió lo impensable, al colar sus fantasías distópicas y monstruosas en el cine mainstream, alterando la percepción de unas cinco generaciones, por lo mínimo, desde finales de los setenta hasta la actualidad, con engendros coronados en filmes como la primera trilogía de Star Wars, Robocop, Parque Jurásico y Starship Troppers, por mencionar algunas de sus contribuciones más famosas.
Usted reconoce la estética del viejo Phill en la imagen de Jabba The Hut, una de las quintaesencias de su arte macabro y despiadado, cínico y políticamente incorrecto dentro de la industria, buscando siempre provocarla y trastocarla como un virus, que es un triunfo de su técnica de “Go Motion”, léase bien “Go Motion”, porque es distinta a la de “Stop Motion”, cuyo padre es otro genio llamado Ray Harryhausen.
El “Go Motion”, a diferencia de su antecesor, consiste en animar con modelos y figuras no estáticas, sino en movimiento delante de la cámara, brindando una sensación de mayor urgencia y crudeza en la pantalla.
Es el sello formal del autor, bajo la inspiración de sus amigos Giger y de sus némesis directos, Jan Švankmajer y Los Hermanos Qay, quienes mejor no nombrárselos en una entrevista, para no ofenderlo, pues también tiene fama de cascarrabias, aunque últimamente lo fotografían como un anciano adorable, digno del Oscar honorífico.
Por cierto, ya ganó el premio de la academia, y se espera una posible nominación por Mad God en animación, siendo el reverso infernal de Encanto. La de Disney apuesta por los milagros, la de Tipet por las pesadillas que anidan en el subconsciente de la meca.
El realizador gusta en proyectar las alcantarillas, lo que se esconde bajo el velo de la felicidad forzada y decretada por los estudios.
Su contenido es, por igual, una soberana cachetada a la imposición de agendas y líneas, a los dictámenes de la generación de cristal, a las aspiraciones de censurar con el establecimiento de un código de disciplina moral, según anticuados estándares de belleza.
Pronto, si no ya, algunas de las creaciones de Phill Tipet serán canceladas y borradas, como su prólogo sádico y fetichista de El Retorno del Jedi, entre cadenas y lenguas de sapos fétidos.
Una especie de anticipo caricaturesco del demonio de Harvey Weinstein, en los séquitos y entornos mafiosos de la Cosa Nostra audiovisual, de la Babilonia que pinta y describe nuestro Sócrates incorregible de barba al descuido.
Después de 3 décadas de brega, Mad God llega a estrenarse en 2021, como un acontecimiento fuera de orden, de una era que pasó y que, a veces, tiene la oportunidad de volver para inquietarnos y decirnos que hay futuro para un cine decididamente feísta, experimental y transgresor, aunque perfectamente acabado.
La película se fragua a contracorriente de las tendencias animadas, todas ellas concentradas en la prolijidad digital del dispositivo higiénico y millenial de una computadora Apple.
Tippet no quiere nada con el CGI, con los hologramas pulidos y las narrativas prefabricadas en un algoritmo clean del game.
El plan conspirativo de control que marcha, aparentemente de las mil maravillas para los chicos de Sillicon Valley, unos anarcolibertarios que se apoltronaron en su silla de gobernantes del planeta web.
Por el contrario, Mad God dibuja el origen y el del globo, como un castigo bíblico de la Torre Babel, que se alimenta de nuestra suciedad y automatismo, de nuestra alienación y terrorismo, de nuestro pánico y maquinismo, para generar ciudades apocalípticas con rascacielos de Metrópolis y robots orgánicos de Blade Runner.
Dicen mis colegas avezados que Mad God les resulta un filme enorme a la altura de Jardín de las delicias del Bosco. Una de las anomalías que nos esperan en el espacio higienizado, por la banca y las fundaciones, del Museo del Prado.
En las catacumbas, y en un lugar más apartado aún, se debe ir al encuentro de Las Pinturas Negras de Goya, que también pasan de cualquier clasificación buenista, de cualquier pacto con la ilustración adocenada de los grandes almacenes de cuadros, para rentabilizar selfies, a cambio de entradas de 40 euros por persona.
Así como no se hace cola para ver la serie negra de Goya, y fotografiarse delante de ella, sino para retratar la banalidad de que se estuvo ante Velázquez, Mad God no fungirá de afiche o escenografía de cartón, para que la familia se tome fotos, consolándose con que algún día se revele el don del pequeño de la casa que es la oveja negra.
A ese niño, precisamente, Phil Tipet le confiesa su amor y odio por el cine que se devora así mismo, como uno de sus seres condenados y torturados en el averno del Dante.
Como plus, Mad God nos ofrece una sinfonía industrial apabullante y distorsionada, que ya siquiera para sí un David Lynch con Marilyn Manson.
Los tocará aplaudir a ambos y rendirse a los pies de un Phil Tipet que ha rodado un fresco tenebrista que tranquilamente podría difundirse, non stop, en una de las salas del Louvre, capaz cerca de Caravaggio o de la Balsa de Medusa que narra el naufragio metafórico de la civilización.
Lo mejor es que te divertirás como un niño viéndola, gracias a los esfuerzos de un Festival de Mar del Plata que nos ha consentido, regalándonos un obsequio de una Nightmare before Christmas.
La única película del siglo que debe admirarse como una Capilla Sixtina del horror contemporáneo.
Está todo, la explotación, el dolor, la locura, el espanto, la pandemia, el contagio de la maldad, la lucha por la supervivencia, y la gracia que solo despierta el arte indómito.
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