Por razones que no vale la pena traer a colación no vivo en Venezuela desde el 2014. Ese año decidí que quería dejar de sobrevivir y comenzar a vivir.
Las cosas no estaban tan mal como están ahora, aún había comida en los supermercados, aún se conseguían medicinas en las farmacias, en fin, cuatro años después de mi partida no solo leo sobre otro país muy distinto al que dejé, sino que es como si fuera otra dimensión.
Nunca imagine que mi hijo pudiera nacer en otro lugar que no fuera el país que me viera nacer a mí. Jamás se me pasó algo así por la cabeza. Pero, el destino tiene una manera muy particular de hacer las cosas.
Vivir afuera te da muchas cosas, seguridad es la primera en la que pienso. Salir a la calle y que las probabilidades de que te roben sean bajas es ya decir bastante, la seguridad también se extiende a que en los supermercados vas a conseguir lo que necesitas y que en las farmacias están las medicinas que buscas, eso es quizás el mayor beneficio que te da el vivir en un país que no es el tuyo.
Pero por más bien que te sientas en el país que te abrió las puertas y te brindó oportunidades, yo siento que nunca lo podrás llamar tu hogar, porque simplemente no lo es.
Mi nenito nació en otro país si, y con mucho esfuerzo sus dos abuelas pudieron estar con él y verlo nacer. Porque esa es la cruz con la que carga el emigrante, el estar lejos de sus afectos, de su familia.
Lo que te da la emigración con respecto a la tranquilidad en ciertos aspecto te la quita con intranquilidad en otros y la nostalgia que queda es eterna.
Mi bebé sabrá del país del que vinieron sus papás, el país que los vio nacer, que los educó, los formó y donde vivieron momentos de triunfo y derrotas. Sabrá de Venezuela con la esperanza de que en algún momento él pueda ver el país que sus padres, de niños, conocieron.
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