César Aira: Prudencia de escribir. Fragmentos
En mi caso se trata menos de un arte de la narración que de un arte a secas. Nunca me importó relatar, ni en general hacer nada que espere el lector; mis libros son novelas por accidente; aproveché el azar histórico (salvo que éste no es un azar accidental) de que en nuestro tiempo la palabra “novela” es un passepartout que lo cubre casi todo. Mi ideal son libros como Una temporada en el infierno, Los Cantos de Maldoror, La Divina Comedia o El Libro de la Almohada, a todos los cuales no tenemos inconvenientes en rotular como “novelas” hoy en día.
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Mi modo de vivir y de escribir se ha ajustado siempre a ese denigrado procedimiento de la “huida hacia adelante”. Eso es una fatalidad de carácter, a la que me resigné hace mucho, y sucede que en la novela encontré su medio perfecto. Con la novela, de lo que se trata, cuando uno no se propone meramente producir novelas como todas las novelas, es de seguir escribiendo, de que no se acabe en la segunda página, o en la tercera, lo que tenemos que escribir. Descubrí que si uno hace las cosas bien, todo puede terminarse demasiado pronto; al menos pueden terminarse las ganas de seguir, el motivo o estímulo válido, dejando en su lugar una inercia mecánica. De modo que haciéndolo no tan bien (o mejor haciéndolo mal) quedaba una razón genuina para seguir adelante; justificar o redimir con lo que escribo hoy lo que escribí ayer. Hacer un capítulo dos que sea la razón de ser de las flaquezas del capítulo uno, y dejar que las del capítulo dos las arregle el tres… Mi estilo de “huida hacia adelante”, mi pereza, mi procrastinación, me hacen preferible este método al de volver atrás y corregir; he llegado a no corregir nada, a dejar todo tal como sale, a la completa improvisación definitiva. Más que eso: encontré en este procedimiento el modo de escribir novelas, novelas que avanzan en espiral; volviendo atrás sin volver, avanzando siempre, identificadas con un tiempo orgánico… Novelas biónicas, mutantes… […] Directamente empieza a parecerse a la realidad. Y lo mejor es que después vendrá el capítulo cuatro…
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Preferiría que vieran en mí un procedimiento, como lo veo en mi amado Raymond Roussel. […] Se acusa al procedimiento de ser una renuncia a la libertad. Yo creo más bien que es el uso de la libertad en el momento en que sirve: antes de escribir, en el momento de inventar el procedimiento. […] El artista que no adopta ningún procedimiento en realidad es dominado por entidades tan sospechosas como la inspiración o el talento.
Enrique Vila-Matas: Recuerdos inventados. Fragmentos
1
Recuerdo que en mi viaje a las Azores entré en el Peter’s bar de Horta, un café frecuentado por los balleneros, cerca del club náutico: algo intermedio entre una taberna, lugar de encuentro, agencia de información y oficina postal. El Peter’s ha terminado por ser el destinatario de mensajes precarios y venturosos que de otra forma no tendrían otra dirección. Del tablón de madera del Peter’s penden notas, telegramas, cartas a la espera de que alguien venga a reclamarlas. En ese tablón encontré yo una misteriosa sucesión de notas, de mensajes, de voces que parecían guardar una estrecha relación entre ellas por proceder del mundo de los pequeños equívocos sin importancia de Antonio Tabucchi: voces que parecían homenajearle viajando en común, viajando con una caravana imaginaria de recuerdos inventados: voces traídas por algo, imposible decir por qué. Pero a las que no dudo en convocar aquí de nuevo.
2
Voy delante de esa expedición que todos hemos soñado alguna vez y entre mis recuerdos, está el haber pensado, un día, que en cierta medida la literatura es como el mensaje de la botella (o como los mensajes de este tablón de taberna) pues también depende de un receptor, ya que así como sabemos que alguien, una persona indefinida leerá nuestro mensaje de náufragos, también sabemos que alguien leerá nuestro escrito literario, un alguien que más que destinatario será cómplice, en la medida en que habrá de ser él quien le confiera sentido a lo escrito. Eso es lo que permite que cada mensaje tenga siempre añadidos, nuevos significados; que los mensajes crezcan, cobren resonancia. Y es eso, precisamente, lo extraño y fascinante de la literatura: el hecho de que no sea un organismo estático sino algo que en cada lectura sufre mutaciones, algo que constantemente se modifica.
7
Me llamo Sergio Pitol y pienso, cuando leo a Tabucchi, en ciertos paisajes de la pintura metafísica italiana en que todo es muy nítido, muy exacto, muy certero, y al mismo tiempo definitivamente irreal.
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Tomo la palabra para decir que me acuerdo de Zatopek. También me acuerdo mucho de Georges Perec, que escribió un libro que se titulaba Je me souviens y en el que ninguno de los recuerdos era inventado.
Esdras Parra: Experiencia misterio. Fragmentos
Para mí, la creación literaria, y ahora trato de incluir en ese término el arte en general, es un suceso inapresable.
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Creo que uno escribe porque así debe ser, a despecho de uno mismo, contra todo orden y circunstancia y que muchas veces la misma trayectoria de ese hecho puede verse afectada por elementos ajenos a él; pero aún así, la semilla se advierte, está allí, brote o no, y el ser humano, es decir, el escritor, no parece tener nada que ver con su nacimiento. Me doy cuenta también de la simplicidad de estas afirmaciones. Me imagino, en todo caso, que uno no puede hablar sino de uno mismo y que el creador siempre estará solo ante el material de su creación. El artista no puede crear sino dentro de esa soledad, que a la larga logra convertirse en la circunstancia necesaria para la creación misma, para que ella se dé con entera libertad.
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No creo por lo tanto sino en el artista individual que trata de expresar su asombro ante el mundo, y que su nexo con el tiempo es un cordón muy frágil siempre a punto de romperse merced a la ansiedad de hacerlo más sólido y duradero. Creo que el tema de toda obra creadora es una reflexión sobre el fracaso que se cierne inevitablemente sobre la obra; que quizás no se cierne sólo sobre la obra y la realidad de ese hecho es el individuo mismo, es decir, en el creador, quien debe aprovechar y gozar del resultado sin preguntarse jamás el porqué, por el origen o por la forma en que eso adviene en él.
Juan Villoro: Los ojos del engaño. Fragmento
A propósito de El disparo de argón
Entre los muchos estímulos que interesan la mirada está la ciudad de México. En 1958 Carlos Fuentes intenta captarla en un fresco totalizador, La región más transparente. A la manera de Alfred Döblin, Leopoldo Marechal, Andrei Biely o John Dos Passos, convirtió a la ciudad en su personaje central. Su lema parecía ser el del ministro José Vasconcelos para promover el muralismo: superficie y velocidad. Todos los estratos sociales, todos los tiempos mexicanos se condensaban en su novela. Hoy en día resulta extravagante ensayar la novela global por la sencilla razón de que hay demasiadas ciudades que llamamos México: el bastión sumergido de los aztecas, la retícula trazada por el virrey de Mendoza en rigurosa observancia de la utopía de Moro, la capital donde viven dos millones de indios, la película Total recall, inspirada en un relato de Philip K. Dick. Lo más significativo de México D.F. es que se ignora el número de sus habitantes. Las calles repiten sus nombres como si tuvieran que acomodar diez ciudades superpuestas. Aunque ya hay dos barrios que se llaman San Lorenzo, no me fue difícil imaginar un tercero, trazado en cuadrícula, como la parrilla donde ardió el mártir.
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Algunos escritores escriben mejor de lo que conocen de primera mano; yo prefiero los temas que me resultan familiares pero que conservan un fondo de misterio, algo que no llegaré a saber. El San Lorenzo de la novela es un barrio inclasificable, indiferente a las estatuas y las calles célebres. Quizá sea ésta la única forma de descubrir el ritmo interior de un paisaje desmesurado. Como Las ciudades invisibles de Calvino, México aguarda los relatos que le inventen una causa, un sentido.
Jesús Díaz: El lugar imposible. Fragmentos
Mis secretas intenciones:
A propósito de Las palabras perdidas
Mi intención fue la de escribir una novela total. A través de ella pretendía reírme, rescatar a un amigo que se me había muerto entre las manos, librarme del peso de mis padres literarios, dar cuenta de algunos mecanismos del proceso de creación, de la agónica cotidianeidad cubana, del esplendor y la muerte de la ciudad de La Habana y de los sinuosos mecanismos de la censura de la Isla.
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Por “novela total” entiendo aquella que incluya todos los géneros literarios —poesía, cuento, ensayo, biografía y periodismo—, y que lo haga de una manera orgánica, necesaria al desarrollo de la trama, no en forma de antología o cajón de sastre. […] Reivindico la inclusión de la tertulia y la censura, así como las condiciones de producción y reproducción de la literatura que constituye el propio texto.
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Pero todo lo escrito hasta aquí es demasiado serio y la verdad es que como ya dije yo quería reírme y que mis futuros lectores también lo hicieran. Porque la risa fue una constante en medio de las tribulaciones de mi juventud y además porque la literatura que más amo —Cervantes, Twain, Borges— asume el humor como una divisa. Confieso que reírme mientras la escribía no me fue difícil. El humus de Las palabras perdidas, es decir, los materiales que me suministró la memoria y a partir de los cuales trabajé la novela testimoniaban aquella capacidad de reír que aún caracteriza a mi generación. Como botón de muestra transcribiré el epitafio con que los personajes “matan” al Gran Narrador en el texto:
Anuncia el cementerio de La Habana
que deben apurarse para ver
el cadáver de Alejo Carpentier.
¡Vuelve a París la próxima semana!
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No incluyo la respuesta del Maestro, pero adelanto que tanto él como mis otros “muertos” —Lezama, Guillén, Diego y Piñera— prueban en el texto que gozan de una eterna salud literaria.
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No sé si habré logrado mis objetivos, ni siquiera si debí haber escrito estas líneas. Después de todo, las intenciones de un autor sobre su obra no importan más que las de cualquier hijo de vecino. Como dijera Borges: “¿Qué quiere usted que le diga sobre este cuento? Yo no hice más que escribirlo”.
Sergio Chejfec: Fluir del desorden. Fragmentos
Como se sabe la entropía es un principio de la termodinámica. En una de sus formulaciones sostiene que todo proceso de transformación de energía utiliza una cantidad de calor siempre mayor a la efectivamente convertida en trabajo o en otro tipo de energía. El aumento de temperatura de una máquina durante su funcionamiento, la cantidad de fuego utilizada para cocinar, son ejemplos de […] energía desperdiciada y de hecho irrecuperable.
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Según la entropía literaria, la energía estética utilizada en la concepción y composición de un texto no se convierte totalmente en literatura, existe siempre una dispersión natural. […] La felicidad [de la narración] reside en el tratamiento útil e inteligente de la entropía. […] Cuando la narración no cuestiona las categorías, materiales y presupuestos sobre los que se construye, se aleja —al contrario del poema o aforismo, formas de la plenitud— del ideal estético. Por cuestionar entiendo la desconfianza, incertidumbre y estado de sospecha con los que el narrador debería considerar sus intenciones y procedimientos.
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Me parece oportuno destacar como inherente a la literatura de nuestros países cierta dimensión política. No me refiero a las obras de denuncia ni al realismo social, sino a ese proceso esquivo y sinuoso que hace aparecer lo político como componente de lo más hondo de nuestras interrogaciones literarias e intelectuales. En este sentido, quisiera reiterar la profunda calidad insidiosa de la narración: apunta, por su desarrollo entrópico, hacia múltiples sentidos y en este sentido asignarle la mera tarea de contar resulta superfluo. Cuando la verdad se yuxtapone y hace múltiple, la novela conjuga verbos más amplios: transmitir, aludir, insinuar. No existe realidad que ella pueda representar, no es verdadera la verdad que pudiera proponer, tampoco garantiza que sus mismas palabras tengan una razón precisa o unívoca para estar donde están. Estas negatividades operan para rescatar un enigma depositado en la mente de escritores y lectores, el misterio que se interroga sobre el sentido último de las cosas:
“¿Qué estamos haciendo acá, en la tierra, después de todo?”. Y cuando consigue reformular la pregunta es una narración lograda.
Sergio Pitol: Desaprendiendo a cada paso. Fragmentos
El bagaje teórico ha sido, a lo largo de mi vida, lamentablemente raquítico. Sólo a edad avanzada, en una época que pasé en Moscú, me acerqué a la obra de los formalistas rusos y a la de algunos de sus sucesores. ¡Quedé deslumbrado! No lograba explicarme cómo había podido ignorar hasta entonces aquel mundo cuajado de incitaciones prodigiosas. Me propuse estudiar sucesivamente los aspectos fundamentales de la lingüística, las diversas teorías de la forma, asomarme a la Escuela de Praga, llegar al estructuralismo, a la semiótica, a las nuevas corrientes, a Genette, a Greimas. La verdad sea dicha, pasado el primer deslumbramiento dejé de martirizarme. Tampoco llegué a mayores en el estudio del formalismo ruso. Leí, eso sí, con placer indecible, los tres volúmenes que Boris Eijenbaum dedicó a la obra de León Tolstói, el libro de Tynianov sobre la juventud de Pushkin, La Teoría de la Prosa de Sklovski, porque en ella, como en las obras anteriores, lo que se filtraba de teoría literaria estaba aplicado a autores y obras concretas. El libro de Viktor Sklovski lo integran una serie de ensayos sobre Boccacio, Cervantes, Fielding, Sterne, Dickens y Biely. El placer se hizo aún más intenso al llegar a Bajtín y leer sus estudios sobre Rabelais y Dostoievski. Cuando traté de asomarme a los textos especializados, esos que los estudiosos llaman “científicos”, me sentí perdido. Me confundía a cada momento, desconocía el vocabulario. Sin el menor remordimiento, los fui paulatinamente abandonando.
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La tradición literaria remonta sus orígenes a las Mil y una noches. En el lejano oriente este género ha sido empleado con frecuencia y ha producido algunas obras que irremediablemente tenemos que llamar maestras: El sueño de los pabellones rojos de Cao Xuequin y Gao E, escrita en China en el siglo XVIII y el Rashomón de Ryunosuke Akutagawa en el Japón de este siglo. La filiación occidental es más fácil de trazar. La encontramos en el Quijote, en Los cuentos de Canterbury y en El Decamerón. En el Siglo de las Luces rebrota con energía asombrosa, en Jacques el fatalista, de Diderot, por ejemplo, en El manuscrito hallado en Zaragoza, de Jan Potocki, y en ese portento de portentos que es el Tristram Shandy, de Laurence Sterne. En nuestro siglo este tipo de novelas cuya composición siempre se asoció con las cajas chinas o las matrioshkas rusas y que hoy día los teóricos denominan Misse en abyme, “puesta en abismo”, ha encontrado una legión de seguidores. Me conformo con citar tres títulos deslumbrantes: El buen soldado de Ford Madox Ford, La verdadera vida de Sebastian Knight de Nabokov y El jardín de senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges.
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Escribir novelas es para mí, si se me permite emplear la expresión de Bajtín, dejar un testimonio personal del perpetuo inacabamiento del mundo.
Oswaldo Trejo: De mi ars narrativa, desde dos bobos enfrentados. Fragmentos
Eso que en mí ha sido práctica inviolable —la visualización de la palabra en la escritura— viene de mi interés por la pintura, la escultura y otras artes en sus múltiples expresiones de formas conseguidas en cada época, generaciones tras generaciones. Siendo las formas las determinantes de toda creación, mucho nos costaría dentro de concepciones artísticas tan distintas escoger entre quedarnos con la Visita de la reina de Saba al rey Salomón, de Piero de la Francesca, y el Guernica, de Pablo Picasso. Porque ese Piero, no se sabe cómo, expulsó de su obra al tiempo; y porque ese Pablo, de todas las travesuras descubiertas, pudo habernos dicho que, a pesar de la narrativa de este siglo más revienta cojones, es la narrativa la que sigue en deuda y como ajena a las formas ya clásicas impuestas en este mismo siglo por la música, la pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía. No faltan, pues, razones para una acusación semejante, si pensamos que Picasso solamente para el Guernica realizó cientos de bocetos, a cual más maravilloso, de un ojo, un casco, una fauce, un cuerno, una cola, unos dientes de toro o de caballo así de cada uno de los elementos que aparecen en ese célebre cuadro, hasta tomar Picasso aquella parte de tantas partes que fuera la única posible, la verdaderamente adecuada para dar en severa integración la terrible tragedia de Guernica, llevada por el gran pintor tan dentro de sí; sería lo que no se ha dado en la narrativa que seguimos recibiendo, esos trabajosos ejercicios que exige una obra. Ya que nosotros los sexagenarios no pudimos dar en este siglo sino huevos fritos recalentados, ¿qué otra cosa podemos desear a los jóvenes narradores de aquí y de más allá, que vivirán por lo menos cincuenta años en el próximo siglo del nuevo milenio, que no sea pedirles que den hacia los años veinte de ese mismo y maravilloso siglo obras verdaderamente novedosas por renovadoras? En nuestro continente, que sean otros Lezama Lima, Sarduy, Rulfo, Guimaraes Rosa, pero distintos; en los Estados Unidos, otros Dos Pasos, Steinbeck, Faulkner, pero distintos; en Europa, otros Proust, Joyce, Beckett, Kafka, o Gada, pero distintos; y en España, en España precisamente, otros Julián Ríos, pero distintos.
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¡Qué así sea! Mientras tanto que los críticos latinoamericanos regados por el mundo sigan reuniéndose en asambleas periódicas, en diversos lugares, para hablar, hablar, hablar, y escribir, escribir, escribir sólo, salvo pocas excepciones, sobre unos veinticinco nombres de narradores que manejan de los aparecidos en los últimos cincuenta años, a saber: tres argentinos, tres brasileños, uno y medio colombianos, cuatro cubanos, uno y medio chilenos, cuatro mexicanos, un nicaragüense, un paraguayo, dos y medio peruanos, un portorriqueño, dos uruguayos, uno y medio venezolanos.
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