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Estado fallido

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Causa una buena impresión encontrar una sala llena en Caracas. El viernes fuimos a ver La monja en una función pública, casi vendida en su totalidad. No es poca cosa en la Venezuela de la hiperinflación y el éxodo de miles de compatriotas, quienes huyen despavoridos por la falta de alimentos, medicinas, derechos y recursos económicos.

El éxito de la cinta puede entrañar innumerables lecturas e hipótesis. En primera instancia, se confirma el envidiable impacto del cine de terror de Estados Unidos en el país de los más altos índices de inseguridad de la región.

Las políticas aislacionistas y nacionalistas del chavismo, sobre todo en la industria audiovisual, fueron rotundamente estériles.

Fracasaron los intentos por reconciliarnos exclusivamente con una interpretación sesgada y prostituida de la historia patria, al gusto de los comisarios y burócratas del PSUV.

En efecto, después de 20 años de estafa revolucionaria, la audiencia criolla sigue consumiendo franquicias y series de origen norteamericano, sin mayores complejos. De seguro la idea chavista de censurar y combatir a Hollywood, resultó siendo contraproducente.

El filme derivado de la saga El conjuro ratifica la popularidad de los cuentos de la cripta en tiempos de depresión y crisis. En nuestro contexto inmediato, el pánico sirve de catarsis para los habitantes de la ciudad de la sangre y los asesinatos a cada hora.

Los jóvenes ríen nerviosamente y sufren los escalofríos de la técnica de los famosos “jump-scares”, durante la duración del largometraje, comprimido en 90 minutos.

Los críticos gozan de la construcción dramática e irónica del guion, pero resienten el exceso de los sustos gratuitos filmados en modo de atracción de feria.

Volvemos entonces al contexto de una casa embrujada, poblada por espectros y satanes desatados. El demonio Valak encarna la fuerza maligna por conjurar y vencer en un clásico ritual de exorcismo, a cargo de los dos protagonistas de la trama, secundados por un lazarillo tragicómico. Los personajes discurren entre casillas convencionales y evoluciones predecibles.

Las actuaciones de Demián Bichir y Taissa Farmiga dotan de credibilidad la puesta en escena. El mexicano hace el papel de un cura experimentado. La chica interpreta el personaje principal del argumento. Ella es un arquetipo de la princesa virgen cuya longevidad despierta el apetito de la entidad invasora. Un giro de explotación de la fragilidad femenina. En su cuerpo se librará la batalla final del libreto liberador y a la vez conservador en sus formas. La mujer se logra emancipar con sus propias armas, apuntándole a un desenlace de corte moralista.

La producción de James Wan cuida todos los detalles de ambientación de época, para narrar un relato clásico de posesiones infernales en un convento.

Las luces y los movimientos de cámara reflejan el interés por complacer al target de la nostalgia y la revisión qualité.

No en balde, La monja actualiza las visiones minimalistas y manieristas del espanto italiano y británico, desde Mario Bava hasta la Hammer Studios.

El estilizado ejercicio de revisión pronto abandonará la abstracción y el encanto hermético, al decantarse por el lugar común.

El compromiso con la taquilla limita y condiciona el alcance de La monja, un trabajo menos profano de lo esperado. El verdadero sacrilegio se llama “Hereditario”.

En último caso, un milagro disfrutarla, como evasión y escape, en un estado fallido.

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