Es preciso que hagamos el esfuerzo de comenzar a ver la huida de venezolanos del país con ojos ajenos. Lo natural, lo humano, es que deploremos el drama que les toca vivir a aquellos compatriotas que voluntariamente –si se puede llamar voluntaria la decisión de evadirse de las deplorables condiciones de vida que ha impuesto el gobierno– han decidido buscar un mejor sitio de vida. Los que han partido a Colombia emprendiendo la travesía de la frontera a pie, con muy escuetos recursos, y debiendo cruzar, con niños en situación de debilidad, montañas, trochas y ríos, enfrentan atroces penurias de toda naturaleza y desde luego que exponen sus vidas. Sobre ello se ha derramado mucha tinta y nos produce dolor e indignación.
De lo que no estamos tan conscientes es del desacomodo que las enormes masas de expatriados venezolanos, hambreados y enfermos están causando en la tierra vecina y los esfuerzos que están teniendo que hacer las autoridades para no agregarle dramatismo a la situación que estos ya protagonizan.
Las ciudades de Bucaramanga y Cúcuta han debido ser declaradas en emergencia –La Guajira está punto de recibir el mismo trato– a raíz de la invasión de estos inmensos contingentes de personas para los cuales no existe manera de paliar sus carencias ni desde el punto de vista de lo administrativo ni desde el punto de vista económico. No hablemos de cifras porque las distancias en números en la medición de la crisis migratoria de unas y de otras fuentes son explicables. El fenómeno es inmensamente grande y sobrepasa todo esfuerzo de anticipación o de planificación de acciones ya que no ha existido una contingencia humana que se asemeje. Pensemos por ejemplo que el vecino país le tiene que hacer frente a la inmigración de cerca de millón y medio de nuevos ciudadanos.
Primero lo primero. Las autoridades tratan de definir cuáles pueden ser las mínimas condiciones de “calidad de vida” que puede ofrecerse a esa masa colosal de gentes que han irrumpido por asalto, cuyo volumen no se conoce, que no se encuentra formando parte de un registro y están en situación irregular por haber traspasado la frontera sin autorización o sin documentos. Los puntos fronterizos legales son 7 y es en ellos donde las cámaras captan las inhumanas colas de venezolanos, pero otros 11 lugares de paso operan de manera ilegal y por ellos transitan a diario, por igual, centenares de familias.
Existen centros de asistencia a refugiados en las ciudades fronterizas encargados de darles cobijo por muy pocos días para dejar espacio al resto de las familias que fluyen en busca de comida principalmente. Es evidente que esta ayuda alimentaria ni puede ser abundante, ni nutritiva ni diversa. Los presupuestos regionales han sido estirados para mejorarlos sin un resultado apreciable. Y luego están los servicios básicos que tampoco Colombia alcanza a suplir en los volúmenes y calidad requeridos. Esta situación se repite con dramatismo en Arauca, La Guajira y Norte de Santander.
La asignación de recursos estatales y los que irán llegando a Colombia, que se ha transformado en un centro humanitario de soporte a la diáspora nuestra, está siendo usada para repartir tarjetas de consumo de 75 dólares con los cuales pueden adquirir alimentos. También ello es poco.
El caso es que apenas estamos al inicio de una larga lista de distorsiones a las que tiene que hacer frente el país y el pueblo neogranandino. Si las economías de estos departamentos habían comenzado a tomar un buen curso como consecuencia del reciente desmonte de la violencia guerrillera, ese nuevo drama humano a ser enfrentado por las comunidades fronterizas no les hace ver el futuro con buenos ojos. No hay vivienda para todos ni tampoco servicios para tan enormes bolsones de personas refugiadas, y de la misma manera el poco trabajo que se genera en estas regiones deprimidas no alcanza para propios y ajenos.
Colombia acaba de pedir formalmente la asignación de un responsable por Naciones Unidas para abordar de manera profesional y eficiente este fenómeno de migración humana desproporcionado y atender la coordinación internacional de las ayudas que Venezuela se niega a recibir y que Colombia tenderá a intermediar. La crisis migratoria es de una magnitud tal que solo con ayuda, logística y procesos de terceros y financiamiento de instituciones es posible darle una atención adecuada. Iván Duque ha hecho lo propios con otros países del continente.
Sin duda que el alivio nunca será suficiente, pero no podemos dejar de reconocer que es con un espíritu de hermandad encomiable que los vecinos colombianos están atendiendo a la ciudadanía venezolana expelida de su patria.
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