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Lecciones de la pobreza

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Si algo recordaremos de estos años de tragedia nacional es la omnipresencia obscena de la pobreza, del doloroso espectáculo de la carencia para tantos de las condiciones mínimas que hacen la vida digna. Por supuesto que siempre hemos convivido con ella, nunca hubo un paraíso perdido, en los inicios del chavismo uno de cada dos venezolanos era pobre, y seguramente conviviremos con ella por largo tiempo en un futuro que no puede sino estar lleno de dificultades. Pero en condiciones de “normalidad” precaria, en la que la penuria se hace cotidiana y elusiva, generamos mecanismos que permiten al menos tolerarla, y también se puede ignorarla o despreciarla. Lo que sucede hoy a muchos es que es tan siniestro el amanecer y el anochecer de cada día para decenas de millones de venezolanos que la angustia y la amargura son temples espirituales que nos aprisionan, explícitos o soterrados.

Saber que hay niños que morirán en cantidades inusuales por la falta de cuidados médicos o ancianos que no cenarán, si lo hacen, sino con escasos deshechos, o esas imágenes atroces de multitudes de compatriotas huyendo a pedir qué comer en casa ajena, mendigos del país petrolero… en fin, no vale la pena tratar de dibujar lo que es una presencia viva de la que no podemos escapar, salvo aquellos que la engendran y de la que se nutren y, ciertamente, los que pueden crear burbujas de bienestar e indiferencia. Hay dos Venezuela, dicen Encovi y otras fuentes confiables, en una de ellas, la de la pobreza, viven ocho de cada diez venezolanos. Y la miseria, la pobreza extrema, supera la simple pobreza. Esto debería tener una imborrable huella en la psiquis colectiva.

Pero yo creo que lo importante, para mañana al menos, es que esa pobreza descomunal y atroz nos está haciendo más conscientes de la inhumanidad implícita en toda pobreza. No es solo un problema estadístico, implica valores políticos y morales. Y ojalá pueda servirnos de guía para un país posible donde el norte principal de su acción colectiva sea la lucha contra esta. Esa que hoy hace tan invivible nuestro presente, pero que no es sino la perversión extrema de un gobierno ignaro y delincuente, de un fenómeno humano tan antiguo y permanente, más aquí que allá, como la especie sapiente, que suele tan continuamente devorarse entre sí.

Pero el presente nacional nos muestra otra faceta, no menos aberrante. Somos el país más desigual de América Latina, región brutalmente desigual: “Los resultados para Venezuela del año 2017, con un Gini de 0,681 nos ubica, sin duda alguna, como el más desigual de la región, por encima de Haití… un fenómeno sin precedentes, tanto en el país como en América Latina en las últimas dos décadas” (España y Ponce. Prodavinci). Como señalan los autores hay dos Venezuela, la de los dólares y las de los bolívares. A tal punto, ironizan que es muy posible que un viajero acaudalado viva una experiencia turística en el país sin caer en absoluto en cuenta de la devastadora crisis.

Y, obviamente, son cara y cruz de una misma moneda. No hay duda de que en los países del Tercer Mundo un desarrollo sostenido no es pensable sin una redistribución razonable de las riquezas. Lo ha mostrado, entre muchos, Leonardo Vivas en un mesurado y muy inteligente ensayo, publicado por la Fundación F. Ebert. En un país petrolero como el nuestro, en que el aporte de este ha mermado sustancialmente, una reforma tributaria progresiva se impondría necesariamente, por ejemplo. La desigualdad es otra enseñanza moral del dolor que nos embarga, en el fondo de muy eternas virtudes, la generosidad y el anhelo de paz y la equidad que la sustenta.

Ningún opositor debe dudar de que tenemos una tarea inmediata a la cual supeditar el resto, que es la de salir de un gobierno corrupto e ineficaz, absolutamente cruel con los que padecen, incapaz de encontrar un camino hacia el futuro. Pero ese futuro no nos caerá del cielo, hay que construirlo. Y hacerlo atravesando el desierto, venciendo la pena, aprendiendo de ella.

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