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Martillazos contra el muro: Berlín no era Jericó

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El 9 de noviembre de 1989, hace 32 años, una multitud incontenible acaba a martillazos con
28 años de oprobio

Berlín no era Jericó. El muro no cayó por el toque de trompetas hechas de cuernos de carneros. Los alemanes del Este acabaron con él a martillazos como una manera de descargar su indignación. ¿Qué sentían esos millones de personas encerradas dentro de los límites impuestos por un Estado totalitario, esclavizadas a un sistema miserable, sometidas por la violencia y la crueldad de una clase dominante poseedora de todos los privilegios, obediente de las órdenes de Moscú? El muro de Berlín (1961-1989), emplazado a lo largo de la frontera que demarcaba las “zonas de influencia”, creadas tras la ocupación por la alianza militar que derrotó al régimen nazi de Adolf Hitler. Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y la Unión Soviética dividieron el territorio alemán en cuatro zonas imponiendo su dominio sobre Alemania. Berlín quedó separada en dos pedazos, el Este quedó bajo el control de la República Democrática Alemana o RDA ocupada por la Unión Soviética, mientras que el lado Oeste estaba bajo la influencia de las potencias occidentales

El muro separaba por igual a Europa y al mundo. Fuera del universo estalinista de la Unión Soviética y de los países que sobrevivían a la asfixia dentro de la Cortina de Hierro, muchos se preguntaban hacia dónde conduciría esa aventura colectiva sin significación ni finalidad que pretendía hacer historia a costa de sacrificar la libertad del individuo, sin entender que existe una naturaleza humana y lo humano se caracteriza por la vida del espíritu que trasciende a la historia. Pierre Henri Simón lo resume así: “Arrollados por lo fatal, consideraron el mundo y la historia como irremediablemente absurdos, entregados no a una ley secreta de progreso, menos aún a los designios de una providencia, pero sí a la contingencia pura y al azar. Chocaban de frente, por doquiera, contra el muro de lo trágico, ¿pues qué otra cosa es lo trágico sino la sensación de una resistencia obscura e insensata contra la cual se rompe la fuerza de libertad y de razón que hay en el hombre?” (Proceso al Hombre, 1962).

La respuesta contundente surgió de una marea humana de hombres y mujeres que llegaron a los límites de la repugnancia a una doctrina que bajo el concepto de la búsqueda del Hombre Nuevo y otras manipulaciones del socialismo real, representaba a la historia como un movimiento de fuerzas independientes de la iniciativa humana, donde el individuo debería sacrificar su presente y su vida en función de un gobierno dirigido por patanes y cuyos dogmas había que obedecer aun siendo irracionales. El 9 de noviembre de 1989, hace 32 años, una multitud incontenible se desborda y acaba a picotazos con 28 años de oprobio, luego de haber sido separado un país en dos mitades desgarradas, con su gente, sus familias, sus amigos, sus pueblos, sus árboles y pájaros, unos en una tierra de libertad y otros en una cárcel gigante: la Alemania del Este, un país convertido en una carcasa de horror y vilezas, un Estado militarizado, ocupado por los soviéticos, un régimen policial y represivo que, basado en la coerción, la amenaza, la violencia y la tortura aplicadas por la temible Stasi (Staatssicherheit) del Ministerio de la Seguridad del Estado, trató de doblegar y condicionar el comportamiento de millones de individuos que al final, en forma valiente y pacífica se rebelaron por su libertad y su dignidad.

El escritor Guy Sorman, testigo de los acontecimientos de la noche del 9 de noviembre, comenta en una entrevista: “La destrucción fue voluntaria y laboriosa; los alemanes orientales, actores y no espectadores, a golpes de martillo es que derriban el muro de hormigón. Yo estuve allí, presenciando que, apenas cruzado el muro, los alemanes orientales, liberados, corrieron a los supermercados del Oeste y regresaron a casa cargados con lo que no podíamos encontrar en el Este, entre otros, pañales para bebés y bananas. (…) La destrucción del muro y la caída del comunismo soviético, fueron en verdad imprevisibles. Nadie lo había previsto, el presidente de Alemania Oriental, en junio de 1989, había declarado que el muro estaría allí durante cien años, inmediatamente se unió a esa opinión el líder socialdemócrata de Alemania Occidental, Gerhard Schroeder. La destrucción del muro tampoco fue instantánea, como tampoco quedó inmediatamente claro que Alemania del Este había desaparecido, ni que Europa se había reunificado, ni la Unión Soviética borrada del mapa, ni que la ideología comunista estaba fuera del juego. La eliminación de la dictadura soviética procedió lentamente y solo tuvo éxito gracias al talento visionario de Helmut Kohl en Alemania, de George Bush en Estados Unidos, de Boris Yeltsin y Gorbachov en Rusia; gracias a ellos, que consiguieron precipitarse en la brecha, Europa acabó reunificada y la URSS desapareció. El Muro de Berlín y los que aún se le asemejan, son únicos y son los únicos que simbolizan una ideología. Por tanto, la elección última de la humanidad es la siguiente: vivir en el ‘infierno’ capitalista pero con el derecho a salir de él o en el ‘paraíso’ comunista, obligados a permanecer allí” (L’hebdo, 30.10.2009).

Sin fusiles no hay comunismo. Los militares y la policía no dispararon contra la multitud

“Cuando el manto de Dios pasa por la historia, hay que saltar y agarrarse a él”

En una entrevista a Helmud Kohl (El País/08.11.09), excanciller de Alemania y protagonista de esa historia, resume los entretelones del momento y nos brinda una lección reveladora del sentido de la oportunidad en política, afirmando lo siguiente: “Yo jamás dudé de que el muro caería en algún momento y de que Alemania volvería a unirse. Pero siempre fue una pregunta abierta cómo y cuándo ocurriría esto. Durante largo tiempo ni siquiera supe si esto sucedería mientras viviera. Siempre estuvo claro que para que eso ocurriera debían concurrir muchas cosas; tal como sucedió durante los años 1989 y 1990. No sólo la voluntad de libertad de las personas de la RDA; no sólo la Glasnost y la Perestroika; no sólo la política de distensión entre Oriente y Occidente; no sólo el presidente de Estados Unidos, George Bush; no sólo el secretario general soviético, Mijaíl Gorbachov; no sólo el canciller alemán: nadie se habría bastado por sí solo para llevar a cabo la caída del muro y la reunificación. Se requería más bien una feliz –me gustaría decir histórica– constelación de personas y acontecimientos.

También forma parte de la conciencia histórica saber que con la caída del muro aún no se había conquistado la unidad. Al contrario, nada estaba aún decidido el 9 de noviembre de 1989. Es cierto que se había abierto una rendija en una puerta, pero nada estaba decidido todavía en el día en que cayó el muro. La reunificación de nuestro país era más bien una lucha de poder político en torno al statu quo europeo y a los intereses de seguridad en el Este y el Oeste. Hasta el último momento, fue un acto de equilibrio en el campo de tensión de la guerra fría.  Para describir la situación en la que yo me encontraba entonces me gusta citar a Otto von Bismarck, porque no hay una imagen mejor: ‘Cuando el manto de Dios pasa por la historia, hay que saltar y agarrarse a él’. Para eso tienen que darse tres requisitos: en primer lugar, hay que tener la visión de que se trata del manto de Dios. En segundo lugar, debe sentirse el momento histórico; y en tercer lugar, hay que saltar y (querer) agarrarse a él”.

Sin fusiles no hay comunismo

Guy Sorman, expresa que la destrucción del muro reveló, finalmente, sin lugar a duda, por nocaut, la verdadera naturaleza del comunismo. “No, no era una ideología alternativa a la democracia liberal; no era otro camino hacia el desarrollo económico; no era otra forma de democracia popular frente a la democracia burguesa. El comunismo nunca había sido más que una ocupación militar: ¡sin fusiles, no hay comunismo! Nadie acepta, a menos que sea un apparatchik, vivir en un régimen comunista, a menos que se vea obligado a hacerlo. Como prueba, la destrucción del muro fue posible solo porque la policía en el Este no había disparado. Se abstuvo, no por humanismo, sino porque Gorbachov, que había percibido el malestar generalizado no solo en Alemania del Este sino en toda la Unión Soviética, había decidido que la policía y el ejército ya no dispararían contra la gente”. Sorman reconoce que la historia está sembrada de muros, erigidos para evitar que entren personas indeseables, “pero un muro para evitar que la gente salga, esto nunca se había visto. El muro de Berlín, prohibía a la gente que dejaran una sociedad supuestamente ideal hacia un capitalismo supuestamente odioso. El objeto era tan incongruente como los argumentos para justificarlo. Los líderes comunistas, en 1961, habían tomado prestado el vocabulario (nazi) de la profilaxis para proteger la pureza comunista de los ‘hedores’ del capitalismo. Me objetarán los muros que separan a Israel de Cisjordania y el que separa a México de Estados Unidos, podemos lamentar su existencia pero su función es de seguridad, no ideológica. El confinamiento sigue siendo inseparable de cualquier régimen comunista, mientras que ningún país capitalista se ha amurallado jamás”.

Sin embargo, al celebrar los 32 años de este triunfo de la libertad y la democracia, nos damos cuenta de que el muro de lo trágico no solo está hecho de ladrillos, hormigón, campos minados y alambradas de púas, aun observamos y padecemos muros mentales, muros ideológicos, muros de incomunicación, muros virtuales y tantas otras separaciones y desgarramientos. Hay quienes aun mantienen a sus pueblos dentro de muros difíciles de franquear como en Cuba o quienes en su desquiciamiento se empecinan en construir muros de odio y miseria como en Venezuela, donde unas cuantas mafias de militares y criminales han excluido del progreso humano a 30 millones de personas, sometidas por la violencia y la crueldad, obligando a 6 millones de compatriotas a escapar de la “revolución bonita”.

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