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¡Es una ambulancia! ¡Quítate!

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Una de las desdichas de nuestro país consiste, como se ha dicho hartas veces, en que el interés individual ignora el interés colectivo.

Santiago Ramón y Cajal (España), premio Nobel de Medicina 1906

 

El paciente debía ser trasladado de inmediato al hospital, había sido herido de gravedad y perdía mucha sangre. Después de compensarlo, nos apresuramos a introducirlo en la ambulancia. Saliendo de la institución, ya en la calle, el herido, haciendo caso omiso a su delicada condición, levantó la cabeza para mirar a través de la ventana y, a pesar de la oscuridad, vio un vehículo torpemente estacionado debajo del elevado y murmuró: “Ese carro está tumbao”. Para mi sorpresa, se refería a mi querido Malibú, con el que desde hacía ya algunos años me transportaba a la universidad y a mi trabajo voluntario como interno de pregrado. La ambulancia, con la sirena dañada, a ruido de corneta y a toda velocidad, se encaminó de inmediato hacia nuestro destino, conmigo adentro lleno de preocupación por mi carrito. En pocos minutos llegamos al hospital, donde hicimos entrega de nuestro malogrado paciente. Corría el año 1985…

Por circunstancias de la vida me ha tocado una vez más, a tantos años de aquel incidente, trasladar pacientes en ambulancia. En aquellos años ochenta, e incluso tiempo después, el sentimiento de solidaridad de la ciudadanía en general era ejemplarizante. Ante la presencia de una ambulancia, de día o de noche, con sirena o sin ella, todos, absolutamente todos, se apartaban para darle paso a aquel vehículo que debía de transportar a alguien en apuros. Hoy día no lo percibo así. El canal izquierdo de calles y autopistas, destinado para el tránsito rápido, está ocupado por vehículos que a la velocidad de una morrocoya sabanera, y sin ánimos de apartarse a pesar de luces y sirenas, obstaculizan la vía. Al pasarlos por un lado, van todos, ensimismados en su propio mundo, con un teléfono celular en mano.

La historia del inicio y desarrollo de las ambulancias es fascinante. Como casi todos los avances en medicina, se da en el contexto de guerras. Desde tiempos inmemoriales, después de alguna refriega, una vez retirado el bando enemigo se atendía a los heridos en el mismo campo de batalla y luego se trasladaban a centros de salud donde hubiese una mejor dotación. Claro que, como solía transcurrir mucho tiempo (horas, días) antes de ese traslado, la mortalidad era muy alta. No es sino hasta las guerras napoleónicas cuando se comienzan a utilizar parihuelas (camillas), que con la ayuda de caballos transportaban a los heridos a buen resguardo mientras las batallas aún seguían su curso. Los avances se siguieron dando, en particular con la guerra civil estadounidense, con el uso de otros vehículos, incluyendo barcos de vapor y el ferrocarril, que sirvieron además como hospitales móviles para las tropas. La ambulancia moderna, bien equipada, como la conocemos hoy en día, ya no solo se utiliza para el transporte de enfermos y heridos, sino que también, dotada de personal médico y paramédico, en ocasiones puede solucionar la emergencia in situ, sin necesidad de traslado.

Cuando voy en la ambulancia a buscar a algún enfermo o trayéndolo de vuelta, creo que a nadie le importa quién va allí o qué es lo que ocurre dentro de aquel vehículo utilizado con el propósito de atender emergencias. Puede tratarse de un simple traslado de algún paciente estable o, en ocasiones, de un individuo que lucha entre la vida y la muerte y cuyo desenlace depende de su llegada inmediata a la institución de salud que lo aguarda. ¿Y si se tratase de algún familiar nuestro? Pareciera que el conductor que no cede el paso solo pensara en sí mismo, en su micromundo y en sus propias contrariedades. O, simplemente, no le importa quién pudiera ir en aquella ambulancia. Solo y en sus más íntimas y egoístas preocupaciones, trata de lidiar con ellas, por vía telefónica, mientras conduce.

Y sí, después de dejar a aquel paciente en el hospital en 1985, apenas al llegar de vuelta a la institución donde ofrecía mi voluntariado me apresuré a cambiar de sitio mi entrañable Malibú. Sin la existencia de teléfonos celulares, aquel individuo no podía avisarle a nadie sobre mi más querida pertenencia. En un mundo sin teléfonos celulares pude salvar mi vehículo; ojalá en este nuevo mundo, lleno de ellos, puedan, paradójicamente y a pesar de ellos, salvarse más vidas.

 

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