Por RAFAEL TOMÁS CALDERA
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En sus Autobiographical Reflections, Eric Voegelin se pregunta ¿para qué filosofar?, y propone como respuesta primera: para recobrar la realidad. Cuando desarrolla su pensamiento al respecto, tras hacer mención al desmesurado papel que juegan hoy esos lugares comunes que Bacon llamó ídolos, llega a una expresión donde se recoge quizá lo esencial de su planteamiento: se trataría de llevar a cabo “un retorno a la realidad del insight experimentado”. Esto es, un retorno a lo contenido en la experiencia misma como conocimiento inmediato —intuitivo— de algo real.
El recordatorio resulta doblemente oportuno. El discurso público se halla invadido por ideologías diversas y hasta opuestas que, sin embargo, coinciden en la reducción de la realidad a lo material. El pensar se ve sustituido por la aplicación de recetas que hacen imposible el diálogo. Que, sobre todo, en lugar de favorecer una franca apertura a las coordenadas de la existencia —Dios, la Naturaleza, la persona, los otros— nos encierran en un yo clausurado.
No deja de ser una extraña paradoja que en este tiempo signado por el relativismo se profieran afirmaciones tajantes, sostenidas por una voluntad de poder que no acepta cuestionamientos. Es un rasgo característico de tales posturas el rechazar toda pregunta que indague acerca de su fundamento y validez.
Se hace pues más necesario que nunca recuperar la intuición de lo real que aporta la experiencia. Así, podemos decir que la filosofía reviste una función terapéutica como la pudo tener en tiempos de Sócrates.
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Misterio de la conciencia es una expresión frecuente donde se investiga hoy sobre el tema. Ello tiene que ver, sin embargo, no con lo que hace en verdad de la conciencia un misterio —una incógnita que nos resulta imposible despejar puesto que nos engloba a nosotros mismos— sino con el intento de reducirla a algo anterior, en concreto a la materia.
Pero la conciencia es un dato originario, como alcanzamos a ver en la reflexión sobre la experiencia. Hemos de procurar por tanto captar el porqué de ese su carácter originario, así como el sentido en el cual resulta un capítulo privilegiado del misterio de lo real.
Acaso la manera más directa y sencilla de acercarnos a su realidad sea el encuentro humano, con su mediación por el lenguaje. En esa experiencia, confluye la aproximación ‘objetivista’, de fuera adentro, con la aproximación ‘subjetivista’, de dentro afuera. Visto desde fuera, el humano aparece como el animal que ha desarrollado la tecnología e introducido transformaciones radicales en el medio ambiente. De dentro afuera, en cambio, vemos un sujeto autoconsciente, res cogitans, con la persistente dificultad de reconciliar eso que en él dice ‘yo’ con su propia realidad corpórea.
Al encontrarse, las personas manifiestan de diversas maneras lo que se puede llamar su reconocimiento inicial. Entre esas, muy singular, el encuentro en la mirada, que hace caer en cuenta de aquello expresado en la copla de Machado: El ojo que ves no es/ojo porque tú lo veas, /es ojo porque te ve. Profunda significación de la mirada humana que anuncia y desvela ya una intimidad.
El nivel normal del encuentro se lleva a cabo, sin embargo, por el lenguaje y en su ámbito. Supuesta ahora una comunidad de lengua, tenemos que desde el saludo, donde se manifiesta al otro una intención benevolente, a la conversación, la persona que habla significa unos contenidos, se expresa en cuanto ello estaba de alguna manera en su interior y llama la atención de su interlocutor, que ha de recibir lo significado. Con ello, se realiza el acto de comunicar donde la persona misma del hablante se hace presente y puede ser recibida por el que escucha.
Significación y presencia suponen, de modo necesario, conocimiento intelectual. Aprehensión del otro como tal: no como una afección del hablante sino como realidad recibida en un acto de conciencia en el cual el sujeto que capta se une a lo captado y, al propio tiempo, cae en cuenta de sí mismo, de su propia realidad.
Estamos más allá de lo meramente pensado, en un acto en primera persona, autoconsciente. Un estado de vigilia en el cual nos abrimos al mundo común (Heráclito), de tal modo que somos conscientes de estar despiertos y de que quizá otra persona a nuestro lado duerme. Esta, en cambio, se ignora e ignora la realidad de quien vela a su lado.
Significar es, pues, hacer presente mediante el lenguaje la realidad concebida. Se lleva a cabo ante quien puede recibir lo significado y así, entre la persona que habla y la que escucha, se genera un ámbito de conciencia compartido.
Como, por otra parte, al hablar el sujeto se expresa, esto es, saca de sí lo atesorado en la intimidad, lo compartido engloba la comunicación misma del sujeto. Ya en el saludo, decíamos, se manifiesta una intención: la voluntad de que la otra persona esté bien y se conserve bien. Aun de modo incoado, ello descubre el secreto más íntimo de una persona, lo que está en su querer, en este caso con signo afirmativo.
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Esa conciencia compartida en el ámbito del encuentro, donde se alcanza aun en pequeña medida una efectiva interpenetración de las personas, es acto de conocimiento.
Hablamos de conocimiento intelectual, no de percepción sensible. De ese acto del sujeto en el cual aprehende que algo es y, en alguna medida, lo que es. Capta la realidad del otro como otro y puede formar una noción universal de su esencia. Caigo en cuenta también, de modo inobjetivo, de mí mismo, que afirmo. Será esa aproximación a algo, o alguien, en su realidad lo que me permita elaborar el discurso científico sobre su naturaleza o, en el caso de la persona, reconocer su singular calidad.
La inteligencia hace posible la decisión. Mi conducta no será el producto de una reactividad instintiva sino que me encontraré ante la disyuntiva de actuar o no actuar, de hacer esto o lo otro. Esta elevación sobre el nivel de las pasiones implica también que puedo querer el bien de otro tal como es en sí mismo y no tan solo en función de mi utilidad o placer. Querer el bien de otro, como lo formuló Aristóteles. Esto es, amar.
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El carácter expresivo de la comunicación en el lenguaje manifiesta la intimidad de la persona.
Al respecto, debemos considerar que el acto de conocer es un acto inmanente. Debemos a Aristóteles el haber tematizado la diferencia entre actos inmanentes y actos transitivos, esto es, aquellos cuyo término es el sujeto mismo y aquellos que dan lugar a un efecto real exterior.
Consciente, el sujeto habita en sí y asiste a su propio existir. Decide del curso de sus acciones. Sum, scio, volo, repetirá san Agustín: soy, sé, quiero. Mi existencia ahora habrá de ser narrada para dar cuenta de ella.
En ese habitar en mí descubro la presencia preconsciente: el enorme ámbito de la memoria donde se halla todo aquello aprehendido que no es objeto de consideración actual pero conforma mi afectividad y mi inteligencia y da peso a mi palabra.
Sin embargo, la intimidad es autotrascendente. Se ha nutrido del conocimiento, se ha actuado en el amor. Los actos de conocer y amar son por naturaleza intencionales. Se alcanza con ellos la unión con lo otro. El encuentro personal puede devenir comunicación íntima. Lejos de estar clausurado en sí mismo, el sujeto consciente se halla de por sí abierto a la totalidad y es capaz de amor y amistad.
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¿Puede esta conciencia ser producto de la constitución del cerebro humano?
Aquel que, con sumo virtuosismo, describe la fisiología cerebral, puede llegar a la conclusión de que pensar no es sino una función más del cerebro. Sin embargo, la disparidad entre el conocimiento alcanzado y las condiciones de lo material resulta evidente. Ha logrado aprehender, por ejemplo, la bioquímica de las modificaciones neuronales. Pero ese conocimiento suyo es universal ―por tanto, inmaterial― y comunicable a otros. Es ciencia, no afección de la corteza. Quien así concluye no ha distinguido entre esa dependencia funcional, no esencial, que el pensamiento humano pueda tener del cerebro y las propiedades de la conciencia en la persona.
Falta, sobre todo, el reconocimiento de un punto clave: el carácter originario, no derivado, de la conciencia.
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Dato originario es el ser de lo real. Aquella doble pregunta fundamental lo evidencia: ¿por qué hay algo y no más bien nada? ¿Por qué las cosas son como son y no de otra manera? Ante algo que es, captado en su ser actual y en su determinación esencial, no tenemos una realidad anterior a la cual reducirlo.
Queda así el ente como lo primero captado, captación en la cual se actúa nuestra conciencia. El ente en su ser real y la conciencia se nos dan de forma simultánea. Quizá se ha podido proponer a la conciencia misma como realidad primera porque la inteligencia es el lugar donde se revela el ser real en su actualidad.
Vemos con ello, sin embargo, la íntima pertenencia del entendimiento al ser, del cual podemos decir —con expresión clásica— que es su objeto propio. Entender es del ser. Caemos así en cuenta de la propia realidad del entender: en el acto de conciencia, en el cual me he unido a aquello (otro) que es, se da una sobreexistencia del sujeto consciente. El sujeto humano es autotrascendente: la persona se trasciende en el acto por el cual se actúa y habita en sí misma.
Ello significa que la conciencia o, mejor, el ser dotado de conciencia, no es un modo de ser, una determinación esencial que lo coloca en un género o especie, aunque ocurre así también en el caso del ser humano. Es un grado intensivo en el ser mismo, como un grado en la sustantividad de la sustancia. Estamos en el orden trascendental y cabe hablar, como lo tematizó el neoplatonismo, de (mero) ser ―ser como cosa―, ser viviente ―dotado de automovimiento― y ser espiritual, cuyo acto propio es entender y, por consiguiente, amar. Cosa, viviente, espíritu: tres grados intensivos del ser donde el término máximo y el sentido más propio corresponde al espíritu. Espíritu es el ser que, en su plenitud, se autoposee y se autotrasciende, mora en suma intimidad y se comunica.
La dificultad que ha llevado a hablar del “misterio de la conciencia” o que se ha pretendido resolver haciendo del pensar una propiedad emergente del cerebro, deriva en definitiva de la dificultad de reconocer en la conciencia el acto de un ser espiritual. Realidad originaria e irreductible, cuya comprensión nos sobrepasa. Ante el ser estamos en el punto de partida.
Es cierto que ello implica repensar el sujeto humano como unidad en la cual el espíritu anima la materia. Pero la fidelidad a la experiencia obliga a reconocer que estamos ante una realidad irreductible a lo corpóreo. Nos corresponderá la exploración de esta realidad a partir de lo dado. La vida humana se podrá abrir a la trascendencia en busca del Absoluto personal que da origen a la realidad de los entes.
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