El certamen Miss Venezuela tiene casi siete décadas y ha sido uno de los principales referentes del país a escala mundial. En todo ese tiempo, es posible que lo haya visto de principio a fin no más de cuatro veces, pero sí llegué a ver el inicio de varias de sus ediciones anuales, porque me atraían la teatralidad del decorado, cada año más deslumbrante que el anterior, bajo la extraordinaria producción de Joaquín Riviera desde 1980 hasta 2012, y el momento de la entrada en el escenario de las presentadoras oficiales más sobresalientes, Carmen Victoria Pérez entre 1980 y 1990, y Maite Delgado entre 1997 y 2010, casi siempre junto a Gilberto Correa. De todas las participantes en el concurso, sólo recuerdo los nombres de tres de las siete venezolanas que han ganado la corona del Miss Universo y, excepcionalmente, los de otras dos candidatas, Marisol Alfonzo, que fue Miss Venezuela en 1978, y Enza Carbone, quien quedó entre las semifinalistas en 1979, porque ambas estudiaron y se graduaron conmigo en la universidad.
Fue la época más creativa, espléndida y exitosa del Miss Venezuela, desplegado a todo tren a lo largo de 32 años en los amplísimos espacios de los hoteles Tamanaco y Macuto Sheraton, en el Teatro Municipal de Caracas, en el Complejo Cultural Teresa Carreño y en el Poliedro de Caracas. No había forma de no enterarse, porque antes, durante y después del certamen era tanta la expectativa de la gente, que los medios no escatimaban detalles acerca del acontecimiento.
¿Por qué estoy escribiendo de algo que nunca me ha interesado? Soy la persona menos indicada para opinar sobre un tema del que admito sin reservas mi supina ignorancia. No sé nada de rituales de belleza, trapos y lentejuelas, pero me apasionan el teatro y la ópera. Así que no me propongo escribir del proceso para ser miss, ni de las misses ni de los missólogos –una cuasiprofesión de etimología vernácula y propia del género de esta tradición–, sino de mi interpretación, más bien transversal, de la performance de esta noche, que en los medios se ha promocionado siempre como “el magno evento”.
Nunca he dudado de que lo fuera, no sólo por la envergadura de una producción que ha sido objeto de admiración y modelo en otros países, sino también porque si cabe reconocer una influencia decisiva en nuestra idiosincrasia y, en particular, en el modo de ser y actuar de la mujer venezolana, es la generada por este suceso desde la niñez. La proliferación de salones de belleza hasta en los lugares más recónditos del país, la habilidad de las venezolanas para acicalarse, su conocimiento de los productos de cuidado personal y el seguimiento constante de la moda, la importancia que para todas tiene el verse bien, incluso en la manera de caminar, un estilo que mi generación y al menos las dos siguientes aprendieron de observar a las misses desfilar sobre la pasarela, una cadencia de movimiento que termina integrado, más o menos inconscientemente, a la personalidad. Elevada a diez centímetros del suelo, la sensación de femineidad es tan poderosa que, como dice el himno del Miss Venezuela, infunde la ilusión de que “podría triunfar”.
Este año, mi interés obedecía a que una de las presentadoras era mi ahijada Mariem Velazco, Miss International 2018, a quien deseaba ver en su faceta de animadora del evento de belleza más representativo de la historia y la televisión venezolanas. Y al igual que en otras ocasiones, sentía curiosidad por el decorado y la entrada de las presentadoras bajando la escalera hacia el centro del escenario.
Pero esta vez no hubo escalera monumental dominando el espacio escénico, sino dos escalones –¡dos!– tan pobremente kitsch, flanqueados por tarimas con un escaloncito angosto y solitario en cada una, que acentuaban lo desangelado del resto del decorado en un área de modestas dimensiones, donde el proscenio era un pequeño semicírculo estéticamente desproporcionado respecto del escenario que lo contenía. Tampoco la iluminación lograba salvar el efecto visual del conjunto.
En mi profana opinión, esta no fue ni de lejos “la noche más linda”. Los asiduos espectadores del concurso se habrán dado cuenta de la diferencia respecto de anteriores presentaciones. Un nuevo formato, completamente distinto y con algunas fallas evidentes, como las dificultades de la conexión de Internet que impidieron la comunicación a través de videollamada y los errores ortográficos en algunas de las preguntas que se les formularon a las muchachas. Ni hablar de la publicidad, apenas media docena de patrocinadores oficiales presentados en un lento carrusel de diapositivas.
La 69ª edición del Miss Venezuela, en la extraña opacidad de su decorado y en la ausencia de números musicales, fue un reflejo fiel de la Venezuela actual. Resultó inevitable que mi memoria hiciera una retrospectiva de escenografías épicas, composiciones y arreglos impecables, coreografías complejas y multitudinarias, artistas venezolanos y extranjeros de indudable talento y fama internacional. Desde este catalejo la vista es deprimente, porque el contraste es tan ostensible que no hay punto de comparación.
Los organizadores atribuyeron la factura de la nueva modalidad a la pandemia, pero hay otra razón: la debacle. No hace falta que lo admitan expresamente, ni siquiera tenemos que explicarla, porque es real, tangible e inocultable, nos envuelve y desborda, se patentiza en las necesidades y en las carencias lo mismo que en las satisfacciones, donde la correspondencia es desigual.
El formato del Miss Venezuela 2021 es el formato del país y viceversa. Venezuela quedó reflejada de cuerpo entero en el espejo del certamen. El socialismo no puede permitirse dejar indemne a la belleza.
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