Mike Flanagan conjura las angustias y ansiedades del pánico contemporáneo, erigiéndose en un director representativo de las aspiraciones de la generación del milenio.
A menudo demasiado estilizado o hipster, sus películas despiertan heridas sangrientas y grietas en la base de los fanáticos del género.
Hemos pasado por cada una de las fases, primero como críticos de sus series “elevadas”, después como defensores de sus proyectos menores como El juego de Gerald y Hush, donde consigue colar ideas visuales en productos anónimos para el mercado del streaming.
Flanagan no es un autor a la usanza artie de Ari Aster, pero sus “nuevas imágenes”, de texturas francesas y nórdicas de años ochenta y noventa, causan el principal rechazo entre los puristas del lenguaje atormentado y anómalo del gore más irreductible.
Por defecto, las obras perfectamente pulidas y talladas por el escultor vintage de Doctor Sueño, logran convencer a las mayorías morales, a los buscadores de tendencias, a los apóstoles de las agendas políticamente correctas.
Para decirlo en cristiano, Flanagan seduce al mercado global de Netflix con una receta que encontró su mejor acabado en Misa de medianoche, una serie que no es necesariamente una falla en la Matrix, sino una variante depurada de la línea editorial de la compañía contra los pueblitos pequeños de provincia, que con su fundamentalismo, provocaron el surgimiento de la América conservadora y reaccionaria de los tiempos de Trump.
Por ello, la serie trasluce un problema de gestación, que es reflejar la superioridad intelectual y el desprecio de Flanagan, en todo momento, sobre personajes estereotipados como el de una monja que propone una lectura extrema de la Biblia, solo para mantener a su rebaño domesticado.
Se percibe la huella del marxismo cultural de Hollywood en el diseño de un guion que sataniza a la religión, volviéndola a reducir a un plano elemental de “opio” para los integrantes de una isla metafórica del Brexit norteamericano.
Es lo que, definitivamente, enciende las alarmas del crítico, lo que impide conectar al cien por ciento con el subtexto del libreto, según el cual el evangelio esconde una conspiración de chupasangres insaciables, derivados del cuerpo gótico de un ángel caído en forma de gárgola.
Gasta Flanagan enormes tramos la de serie en explicarlo literalmente con monólogos agotadores, con sesiones de terapia de rehabilitación, con versiones distorsionadas de discursos filosóficos, a efecto de reforzar y asentar su tesis vampírica.
Siendo sincero, Misa de medianoche me encandiló, en principio, más por sus protagonistas y sus depresiones, que por lo grueso de sus conceptos retóricos.
Flanagan sabe enganchar a los cinéfilos con planos secuencia en la orilla de una playa, con el juego de despiste que atraviesa los primeros episodios, con su metalingüismo y autoconciencia, subrayada con máscaras y postizos como de Borat en tierra de rednecks.
Hay un trabajo de la atmósfera y del clima, de lo que esconde cada quien tras su fachada, que permite avanzar con fruición en el visionado.
La cabeza del espectador se escinde, notablemente, cuando por un lado se impone el teatro de la mente y la manipulación de una Halloween revistada por The Movies That Made Us, mientras por el otro regresamos a los sermones interminables y a los planes por dominar al mundo, desde la posesión de una ciudad sitiada, como de Wanda Vision sin el poder sugestivo de Twin Peaks.
Últimamente, me preguntan si me gustan o no las series, tras leer mis columnas.
En realidad, Misa de medianoche, como las demás excusas para hablar y conversar con ustedes, me ayuda para organizar y listar las luces y sombras que engloban un trabajo seriado en la actualidad, a cargo de un cineasta como Flanagan.
Espero sepan comprender que amo su ritmo, su forma de homenajear a titanes como Dreyer, Friedklin y Schrader, aunque al mismo tiempo paso de largo con su contenido inclusivo, progre y a la vez forzadamente anticlerical.
Con un final que encierra un tributo hermoso al comediante Bill Hicks, acerca del devenir existencial, la serie supera sus altibajos en el balance, convirtiéndose en título clave del director.
Brutal, sí, su deconstrucción del gaslighting del verbo populista.
Menos impactante y original su solemnidad, su virtuosismo mecánico, sus actuaciones del método, su reclamo de sacrilegio en el siglo XXI.
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