La injusticia perdura, y a menudo es reveladora de los tiempos que corren, de prejuicios instalados y de oportunismos arquetípicos que volverán una y otra vez. La de Alfred Dreyfus es a pesar de los 127 años transcurridos particularmente reveladora y, por si fuera poco, relevante en esta semana de infamias. Vale la pena recordarla. En 1894, Alfred Dreyfus, joven capitán del Ejército francés es acusado de espiar para Alemania. El tribunal militar lo envía al lugar más lejano que encuentran: la Isla del Diablo en la Guyana Francesa. El momento histórico es frágil. La orgullosa Francia aún no le perdona a Prusia la derrota de 1871, los 140.000 muertos que costó y la pérdida de Alsacia y Lorena. Y Dreyfus tiene unos cuantos méritos y fortunas en su contra. Es un topógrafo, su historia militar es impoluta, tiene un buen pasar, y proviene de una familia alsaciana que ha preferido instalarse en la Francia derrotada en vez de quedar del lado de los vencedores. Todo esto tal vez no sea suficiente para justificar su desgracia. Ocurre que además, o ante todo, Alfred Dreyfus es judío.
Roman Polanski es también francés, ha nacido en París en 1933. Sus padres son polacos, se han instalado en Francia y tienen la muy mala idea de regresar a su país de origen cuando Roman tiene cuatro años.
Mala y triste decisión para un matrimonio judío. Su madre morirá en Auschwitz, su padre sobrevivirá a Mauthausen y Roman tendrá una infancia desvalida que signará, a partir de 1962, una obra cinematográfica deslumbrante de casi cincuenta años, que va desde la crueldad de El cuchillo bajo el agua, la reinvención del policial negro con Chinatown, la conjunción de comedia y horror con La danza de los vampiros, entre muchas, muchas otras. Y la desgracia y el escándalo lo persiguen. Al asesinato de su bellísima esposa, Sharon Tate, le sigue un caso de sexo con una menor, que le vale un exilio permanente en Francia y una maldición que lo persigue hasta ahora.
Obviamente el caso Dreyfus es más que una tentación narrativa. Es una provocación.
La película resultante se llama El oficial y el espía, o Yo acuso, es una crónica apasionante del caso Dreyfus. La trama de por sí lo es.
Un militar acusado falsamente por los suyos y llevado a la peor de las prisiones con la complicidad de sus superiores. La astucia del libreto de Robert Harris y Polanski está en su punto de vista. Dreyfus pasa a ser un personaje casi lateral, porque la línea argumental tiene que ver con el coronel Marie Georges Picquard, un exprofesor de Dreyfus en la escuela militar, designado como jefe de inteligencia del ejército francés. A diferencia de sus colegas que solo obedecen a un antisemitismo ancestral y ciego, Picquard, que tiene un perfil académico similar al de Dreyfus, es capaz de dejar a un lado sus prejuicios y obedecer a su conciencia. A través de su investigación, la película accede a las endebles pruebas contra el acusado. Y a dos indicios preocupantes: un memo sin mayores datos que recibe el agregado militar alemán, con informaciones tenues sobre supuestos secretos de la artillería francesa y otro indicio, no menos débil llegado desde Berlín, sobre la existencia de un traidor entre las
filas galas. Dos años después de la condena de Dreyfus. A partir de ese momento la película evoluciona en dos direcciones complementarias. Por un lado la investigación de Picquard, reveladora más que de su
conciencia, de su acucioso espíritu científico, al tiempo que sabemos de sus amoríos con una mujer casada. Por otro, el juego de poder que, al no poder ser contenido en el ambiente militar tropieza con uno de esos seres imprescindibles “a lo Brecht”: Emilio Zola. Que escribe el mejor panfleto de la historia: J accuse! Yo acuso. Por cierto, vale la pena releerlo, es el lenguaje en acción al servicio de una de las mejores causas, firmada por quien desde la novela y la prensa se ha erigido, no como juez –conviene recordarlo– sino como fiscal de la Francia bien pensante.
La película es, desde el libreto, un prodigio de inteligencia narrativa, conduciendo una intriga policial que va a desembocar en una gesta política. Pero la realización de Polanski, en la madurez de sus 86 años, rezuma ferocidad. Porque Polanski habla de un acusado y condenado injustamente, con el agravante de serlo por sus pares y a traición. Y con la película logra recrear en una historia concreta, intensa, vibrante, lo que la historia posterior erigiría como una abstracción y un ejemplo de la injusticia y la perversidad políticas por excelencias. Los ejemplos han sido muchos, universales y por motivos diversos.
La semana pasada asistimos a uno de ellos.
El oficial y el espia / Yo acuso. (An officer and a spy/ J accuse). Francia-Italia. 2019. Director: Roman Polanski. Con Jean Dujardin, Louis Garrel,Emmanuelle Seigner, Herve Pierre, Matthieu Amalric.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional