Por FEDERICO PACANINS
María Josepha Damiana Paz y Castillo Padrón (1765-1818), conocida como sor María de los Ángeles, es la primera poeta venezolana de quien se conservan notables referencias.
El poeta Fernando Paz Castillo, familiar de la religiosa, escribió una brevísima apreciación biográfica de ella: “Su vida al parecer tuvo muchos sinsabores, propios de la época, si bien en los años juveniles la celebró la fama por sus dotes intelectuales y gozó de la distinción de sus allegados en la pequeña, discreta y elegante sociedad de la colonia”. Lo cierto es que en la última década del siglo XVIII, la joven María Josepha ingresó al Convento de las Reverendas Carmelitas de Caracas. Su relativa tardanza en tomar los votos religiosos bajo el nombre de Sor María de los Ángeles se debió a que las normas del convento solo posibilitaron su incorporación al convento cuando falleció Sor Ursula de Santa Gertrudis.
En cuanto a su obra poética, se conservan dos poemas sin fecha: “Anhelo”, con un tono lírico parecido al de Teresa de Jesús, y “El Terremoto”, crónica-poética de 224 versos basada en los trágicos sucesos ocurridos durante el terremoto de Caracas el jueves santo del 26 de marzo de 1812. Ambos poemas, más adelante ofrecidos, se preservaron gracias a las antologías El Parnaso Venezolano de Julio Calcaño, publicada en 1892, y Orígenes de la poesía colonial venezolana de Mauro Páez Pumar.
Recientemente, la obra y figura de esta poeta pionera dieron fundamento al monólogo de teatro lírico Ángeles, del dramaturgo y poeta José Tomás Angola Heredia, con una notable interpretación de la joven actriz Camila González.
Anhelo
Es mi gloria mi esperanza,
es mi vida mi tormento,
pues muero de lo que vivo
y vivo de lo que espero.
Espero gozar mi vida
en la muerte que padezco,
en cada instante que vivo
un siglo forma el deseo.
Deseo morirme y, cuando
efecto juzgo mi afecto,
la muerte traidora huye
para dejarme muriendo.
Muriendo vivo y me aqueja
el dolor de no haber muerto,
que, ausente del bien que adoro,
ni salud ni vida quiero.
Quiero en las aras de amor
sacrificar mis alientos,
y como el vital no rindo,
por rendirlo, desfallezco.
Desfallezco, gimo, y lloro,
y, triste tórtola, peno,
siendo tristes mis arrullos
índice de mi tormento.
Tormento que me reduce
a llegar a tal extremo,
que, sin admitir alivio,
lágrimas son mi sustento.
El Terremoto
Una triste carmelita
de corazón ajetreado
discurre de aquesta suerte
para distraerse en algo.
Qué tristes son los asuntos
que se nos han presentado
en el discurso de un año
al pie del Monte Calvario.
Ellos han sido capaces
de que una muda así hable,
pues creo que hasta las bestias
hablaran, si fuera dable.
En el veinte y seis de marzo
la tierra se estremeció,
de mis ochocientos doce;
¡qué espanto, qué admiración!
Todos los templos se vieron
destruidos: ¡qué confusión!
¡Los templos que en este día
es toda nuestra atención!
La Majestad, que allí expuesta
con magnificencia estaba,
se vio en este momento
en la tierra sepultada.
Muchos días se pasaron
y creo que aún semanas
sin poderse descubrir,
por diligencias que se hagan.
Ha sido crecido el número
de los que allí sepultados
se vieron entre las ruinas
en este momento juzgados.
Los templos, calles y casas
y toda nuestra ciudad
cementerios se volvieron
por los que allí sepultados
en este día se vieron.
No se oyen más que lamentos
en la hermosa Venezuela,
y solo por ser cristiano
este golpe resistieron.
Así es que no se oye
entre sus tristes querellas,
sino una conformidad
que enternecerá las piedras.
La Justicia determina,
para preservar los vivos,
que unas hogueras se formen
para quemar los difuntos
que estaban entre las ruinas.
¡Oh, qué campo tan abierto
nos queda a los que esto vimos
del mundo y todas sus cosas
pues no pueden subsistirnos!
Se vieron muchas señoras
de las que el mundo seguían
ataviadas y compuestas
en los escombros metidas.
Como se iban descubriendo
los perros se las comían
y tiraban de sus carnes
por el hambre que tenían.
Las gentes apresuradas,
a libertarse salían,
y los campos se poblaron
de los pocos que existían.
A las cuatro de la tarde
este espanto sucedió
y el convento en el momento
se volvió lamentación.
A las veinte y cuatro horas
fuimos de él arrojadas
por un recado fingido
que dio uno de los guardas.
¡Oh, Dios qué confusión ésta
para las monjas del Carmen
sin pensar las de sus prójimos
en fin en la calle se hallan!
Sin haberes, sin destino,
ni sin en dónde alojarse
salieron de su convento
poquito menos que a rastras
No sé si cuando veníamos
en cielo o en tierra estábamos,
pues era tanto el espanto,
que a discurrir no acertábamos.
La Priora, que por los años
ni andar puede sin trabajo,
en el medio de la calle
nos dice: “Yo estoy cansada;
ya yo no puedo seguir;
arrástrenme, se esto es dable,
o busquen quienes en hombros
me lleven a acompañarlas”.
¡Qué apuración no sería
para estas pobres monjitas,
pues que ven que su Prelada
que la carguen necesita!
En fin, unos hombres ven
esta grande apuración
y nos ofrecen que ellos
la traerán entre los dos.
Una silla solicitan
y la cargaron entre ambos,
y nos preguntan en dónde
pasaremos entre tanto.
Ellos dicen que si gustan
que tienen unos solares,
que son los que poseemos
en el discurso de un año.
Entramos ya por las puertas
de nuestra nueva mansión
y salen a recibirnos
las bestias, ¡gracias a Dios!
En una caballeriza
nos dicen que nos sentemos
entre tanto discurrimos
que destino tomaremos;
mas como nosotras nada
pensar en ésto podemos,
porque como dicho está
ya discurrir no sabemos;
los amos de los solares
nos dicen que nos sentemos,
que un toldo que hemos traído
ellos ofrecen ponerlo.
Por los lados nos los cubren
con las cosas de sus tiendas
hasta que determinamos
nuestro destino formal,
porque ya la noche vino,
pues cuando esto sucedió
ya se estaba obscureciendo
y por eso nos ofrecen
que de aquí ya no pasemos.
Un mes entero estuvimos
en aqueste alojamiento
expuestas al sol y al agua
y a todo acontecimiento.
En fin, formaron caney
y ya convento tenemos
ya no hay porque afligirnos
en la aridez de este cerro.
Para que nada se quede
ni en enigmas ni en bosquejos,
empezaremos el mapa
del convento que tenemos.
Este sitio es tan ameno
y fértil en producir,
que fueron tantas las plagas
como ya voy a decir.
Clausura dicen que tengo
en el cerro del Calvario,
y entre tabla y tabla cabe
seña Chapona sentada.
Amarrada con cabuyas,
ni un poquitico delgada,
al pie de ésta está la reja
con su muchito candado.
Más arriba está el postigo,
la llave de mi tamaño;
éste dicen que es el torno,
que es lugar muy reservado.
Tendrá media vara de ancho
el señor Locuteriado,
y del otro lado quedan
las escuchas duplicadas.
La puerta del locutorio
es una grande frazada,
y la pieza que se sigue
es la cocina abreviada.
De allí se va al refectorio,
que de lienzo está rodeado
y aqueste es todo el convento
en que estamos enclaustradas.
La iglesia es de los seglares
pues tan ceñidas estamos,
que una misa y nada más
se nos dice reservada.
A esta iglesia sigue un coro
tan hermoso y tan cuadrado
que los santos contra el suelo
están en él muy colgados.
El nivel es tan hermoso
que cuando nos confesarnos
agarranos es preciso
para no desapartarnos
El rodar en él es fácil
y son tantos los pilares
que no sé como hay narices
entre las monjas del Carmen.
Las celdas son tan hermosas
tan unidas y arregladas,
que creo no estarán más
las tejas en el tejado.
Sus techos son tan hermosos
que aún en el suelo paradas
sin estirarnos tocamos
ese grande entapizado.
Pensando estoy cuando un día
todas juntitas andemos
por ser tantos los trabajos
para habernos de taparnos.
Los paramentos de iglesia,
imágenes y retablo,
en una cocina sucia
han venido por guardados.
Y los demás por el suelo,
de ratones muy rodeados,
ha sido más que milagro
él haberse conservado.
Este es el mapa, señores
del gran convento del Carmen
de descalzas recoletas
cercadas de cuatro tablas.
En medio de una sabana
al pie del monte Calvario,
registradas y patentes
como ya dicho se haya,
Qué edificio tan hermoso
y tan bien amurallado,
como lo manda la regla
de Alberto Magno copiada.
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