El 19 de septiembre, cuando se celebraba en diferentes partes del mundo el centenario del pedagogo y filósofo brasileño Paulo Freire —uno de los educadores críticos más importantes del siglo XX y el tercer teórico más citado en la academia a nivel global— en Brasil, el gobierno de extrema derecha de Jair Bolsonaro y sus partidarios no se cansaron de atacarlo.
Mientras que Google homenajeaba a Freire con la inserción de la imagen de su rostro en el logotipo del buscador en todo el mundo y publicaba un tuit señalándolo como uno de los pensadores más importantes de la historia de la pedagogía mundial, uno de los hijos de Bolsonaro acusaba al gigante tecnológico de pronunciarse a favor de la decisión del tribunal brasileño que prohibió al gobierno federal atentar contra la dignidad del educador.
Paulo Freire, quien fuera expulsado de Brasil por la dictadura militar en 1964 está siendo condenado a un segundo exilio por los recurrentes críticas del gobierno de Bolsonaro con el objetivo de destruir su legado. Pero paradójicamente, el poder universal de la obra de Freire se construye precisamente en la síntesis de esta trayectoria de desplazamiento construida en la intersección entre las particularidades del conocimiento y las memorias llevadas al exilio, y otras construidas en las interacciones culturales posibilitadas por su condición de exiliado.
Pedagogía del exilio
En septiembre de 1964, tras ser perseguido y encarcelado por la dictadura militar, Freire partió al exilio con su familia. Un año antes, junto a un grupo de estudiantes había concluido un proyecto para enseñar a leer y escribir a 300 adultos en la localidad de Angicos, en el interior de Río Grande do Norte, en el noreste de Brasil. En los años sesenta, según datos del Ministerio de Educación, 15,9 millones de brasileños mayores de 15 años —39,6% de la población del país— no sabían leer ni escribir.
En sus 15 años de exilio, que comenzó en Bolivia, Freire vivió experiencias políticas y educativas en varios países de los cinco continentes como Chile, Estados Unidos, Suiza, Guinea Bissau, Santo Tomé y Príncipe, Cabo Verde, Australia, Italia, Nicaragua, Fiyi, la India y Tanzania. En Pedagogía de la esperanza, libro en el que comparte algunas de sus experiencia en el exilio, describe el exilio como una especie de «anclaje» que le permitió «reconectar los recuerdos, reconocer los hechos, los actos, los gestos, unir los conocimientos, soldar los momentos y volver a conocer para saber mejor».
En una conversación con el escritor y activista Frei Betto, extraída del libro Essa escola chamada vida, Freire afirma: «Para mí, el exilio fue profundamente pedagógico. Cuando en el exilio tomé distancia de Brasil, empecé a entenderme y a comprenderlo mejor […]. Fui tomando distancia de lo que hacía y asumiendo el contexto provisional, pude entender mejor lo que hice y pude prepararme mejor para seguir haciendo algo fuera de mi contexto, y también para un eventual regreso a Brasil».
En su primera noche de exilio en La Paz, Freire reflexionó sobre lo que llamó la «educación de la nostalgia» y su relación con la Pedagogía de la Esperanza. Para el autor, vivir la vida cotidiana del exilio implicaba no sólo afecto sino también reflexión crítica. La capacidad crítica de sumergirse en la dinámica cotidiana de un nuevo espacio-tiempo, sin prejuicios, le permitiría a los exiliados una comprensión histórica de su propia situación.
Más tarde, cuando llegó a Chile, donde trabajó durante cinco años en programas de educación de adultos en el Instituto Chileno para la Reforma Agraria, Freire comenzó a recordar los saberes que llevaba en la memoria y que pasaron a ser vividos intensa y rigurosamente en los nuevos espacios del exilio. Entre ellos, el respeto a las diferencias culturales y al contexto en el que se vive el exilio, la crítica a la «invasión cultural», al sectarismo, así como la defensa de la radicalidad, principio que el autor desarrolla en su obra Pedagogía del oprimido.
Sin embargo, el exilio como estrategia de los gobiernos autoritarios para eliminar la memoria política sigue siendo resignificado por el pensamiento de Paulo Freire como ese espacio provisional de creación, actualización y preservación de un legado pedagógico-político que es ahora patrimonio de la humanidad.
Reconocimiento internacional y legado
En 1969, Paulo Freire fue profesor visitante en la Universidad de Harvard y desde entonces recibió 35 doctorados honoríficos. A su regreso a Brasil, Paulo Freire trabajó como profesor en la PUC-SP y en la Unicamp, y de 1988 a 1991 ocupó el cargo de secretario municipal de educación en la ciudad de São Paulo. En 1986 recibió el Premio Unesco de Educación para la Paz y actualmente existen centros dedicados a discutir su obra en países como Finlandia, Suráfrica, Austria, Alemania, Holanda, Portugal, Inglaterra, Estados Unidos y Canadá. En 2012 fue también declarado patrono de la educación brasileña.
A un siglo del natalicio de uno de los mayores intelectuales latinoamericanos, vale recordar su aproximación a la educación como acto político, humanizador y transformador, y como práctica de diálogo orientada a la producción de autonomía y lectura crítica del mundo.
En Pedagogía de la esperanza, publicado en 1992, Paulo Freire recordó las numerosas ocasiones en las que se cuestionó su condición de educador y se le criticó por su exagerada politización, como ocurrió en una reunión de la Unesco celebrada en París con la participación de representantes latinoamericanos. «No se dieron cuenta, sin embargo, de que al negarme la condición de educador, por ser demasiado político, eran tan políticos como yo. No obstante, ciertamente, en una posición contraria a la mía. Neutrales no eran ni podían serlo».
Profesora titular del Programa de Posgrado en Prácticas de Comunicación y Consumo de la ESPM (Escola Superior de Propaganda e Marketing), São Paulo-Brasil, donde coordina el grupo de investigación Deslocar – Interculturalidad, Ciudadanía, Comunicación y Consumo. Investigadora de Productividad 1C del CNPq e Investigadora Asociada del InCom-UAB.
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