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El niño del fútbol invisible

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Nicolás Guimarães es un niño ciego que delira por el brasileño Palmeiras. Su madre lo lleva al estadio y le va narrando cada partido. El niño se alza por encima de sus dificultades y su mundo de oscuridades se llena de luz cuando habla el fútbol.

Brasil es el fútbol fluyendo en sus venas. Éxtasis con cada historia escrita en la pobreza insoluble de las favelas, donde una pelota rota rueda en campos corroídos por el hambre; que como furioso exterminador arremete contra las endebles paredes del estómago en aprietos. Un gigante que lleva en su interior un deporte que está profundamente arraigado en su ser. Kilómetros interminables de realidades que padecen la misma patología: su acendrado amor por el número uno de los deportes. El balompié es una religión que profesan más de doscientos millones de brasileños, que van desde los brazos abiertos del Cristo Redentor, en lo alto del monte Corcovado, en Río de Janeiro, hasta la enmarañada selva amazónica. Es una pasión que los arrastra a todos hasta el clímax de las emociones. Para el aficionado los colores de su oncena son parte de la vida, los jugadores que representan su adhesión son ídolos que pueden realizar las más grandes proezas en un campo de juego; es tan grande el sentimiento que en cada jugada sus corazones van creando un coro de voces que estalla en un grito cuando el balón besa la red, como el sigiloso amante que burló todas las fronteras para abrazarse con su destino. Esa desbordante agitación rompe todos los diques de la cordura, el aficionado es un individuo que ve reflejada su existencia en la suerte de una pelota que avanza o retrocede en los pies de seres que los impulsa las ganas de encontrarse con la idolatría colectiva. Es un arte en el que los virtuosos llevan sus pinceles para decorar el arco con obras monumentales, que comienzan en la retina de la tribuna y terminan en la garganta profunda de quien desgarra el alma cuando el gol se hace presente.

Un terrible diagnóstico 

Todo cambió para la familia Guimarães el 11 de agosto de 2007. Martha acudía hasta el Hospital Universitario de Sao Paulo a dar a luz su segundo hijo. Las expectativas lucían esperanzadoras para una típica familia de la cosmopolita urbe brasileña. El alumbramiento tuvo algunas complicaciones, lo que motivó que dejaran al niño hospitalizado durante dos semanas para practicarle unos exámenes. Un equipo multidisciplinario los esperó en el tercer piso del hospital. El médico-pediatra Joao Neves les informó sobre la compleja patología del niño. Con mucha claridad indicó que Nicolás había nacido ciego. Que su caso era francamente irreversible. La infausta noticia cayó como un mazazo en el corazón de la familia Guimarães. Les ofrecieron apoyo psicológico para poder manejar todo lo que se venía. Nicolás fue llevado a su casa en la calle Augusta 976, Consolação. Un vecindario rodeado de cafés y sitios de interés turístico. Su cuarto fue decorado con los colores del popular equipo brasileño del Palmeiras. Cada rincón estaba lleno de detalles de la oncena. Martha no solo era su madre sino también sus ojos. La ceguera de Nicolás la hizo construir lazos invisibles en donde ella conseguía al niño y lo llevaba a través de los caminos del fútbol. Sus canciones de cuna eran las hazañas de los héroes del Palmeiras. Siempre historias en las que las dificultades quedaban rezagadas ante el ímpetu de aquellos hombres vestidos de verde.

El nuevo templo

La antigua cancha del Palmeiras fue demolida en aras de la modernidad. Un gigantesco armatoste arquitectónico fue avanzando entre grandes contingentes de obreros que como hormigas iban dándole cuerpo al nuevo templo. Máquinas a diestra y siniestra agilizaban los tiempos para cumplir con lo planificado. El Alianz Parque nació después de cuatro años de trabajo. Se invirtieron 300 millones de dólares para levantar el confortable escenario con capacidad hasta para 44.000 personas, un anfiteatro para 12.000, palcos para 3.000, un restaurante panorámico, un comedor y un estacionamiento para 2.500 vehículos. Fue construido por la misma empresa alemana que hizo el nuevo estadio del Bayern de Múnich. También edificó el coliseo de Sídney, el nuevo estadio de Londres, al igual que una nueva joya arquitectónica en Niza. Para la FIFA es uno de los estadios más modernos del mundo. Con una infraestructura adecuada a los estándares internacionales. En el  ranking aparece con una calificación de cinco estrellas. Por eso causó suma extrañeza que no fuera parte de las sedes en el Mundial de Brasil 2014. Sin embargo, los más antiguos aficionados andaban entristecidos por el viejo estadio. Ya las esprintadas eternas de Ademir da Guia, aquel fenomenal jugador serían huellas extrañas en la casa nueva, rodaban lágrimas entre sentimientos encontrados en los que la novedad pone fin al álbum de los recuerdos.

Invisible ante los ojos

Nicolás Guimarães creció entre las sombras de su afición. Conoce cada detalle del Palmeiras a sus escasos once años de edad. Desde los cuatro años escucha al destacado narrador Gãlvao Bueno, con este aprendió a querer más al equipo. Sus emocionantes relatos son un compañero indispensable para su afición. Cada detalle de su vida está ligado al conjunto verde. Los domingos acude al Alianz Parque a gritar por su equipo. Salir al estadio es toda una ceremonia familiar y colocan en un morral todo lo necesario para acudir al compromiso dominical. Jamás faltan los sándwich, jugos y golosinas a granel. Salen con grupos de aficionados que viven en las cercanías de su inmueble. Siempre se ubican en la cuarta fila de la tribuna norte donde el fervor es ensordecedor. Su madre Martha lo acompaña y le va narrando cada incidencia, hasta el mínimo detalle es descrito por ella, que no solo es su amadísima mamá, sino también sus ojos. En el imaginario el gran escenario está pintado de penumbras, solo el murmullo de miles acompaña su mundo sin luz. Es un mundo invisible que tiene sus propios códigos llenos de hermetismo. La emoción de Nicolás Guimarães va creciendo mientras Palmeiras se acerca al arco rival. Cuando el gol se incrusta en la red su madre canta la jugada como si se tratase del más excelso de los narradores deportivos brasileños, el niño se alza por encima de sus dificultades, su mundo de oscuridades se llena de luz cuando es el fútbol el que habla en la cancha de su alma. Martha va anunciándole todo. Es el deporte que alumbra su camino sin importarle que una terrible patología lo acompañe desde el alumbramiento. Cuando es el equipo contrario el que convierte sus ojos se llenan de lágrimas. Es la misma sensación que tuvo cuando con tan solo siete años escuchó el juego de semifinales del Mundial de Brasil 2014 en las que Alemania goleó a Brasil siete a uno en el Estadio Mineirão, ubicado en Belo Horizonte, capital del estado de Minas Gerais. El dolor no solo era por la humillación del país, sino porque el entrenador brasileño era Luis Felipe Scolari, un hombre del riñón del Palmeiras. Por eso cuando nace la adversidad, o la rebelión de los demonios que lo confunden. Casi inmediatamente saca de su bolsillo el escudo del Palmeiras para besarlo, con ello busca que sus ídolos reaccionen ante la eventualidad. Esa manera granítica de vivir su pasión es un impulso para la vida. La realidad es que sus ojos no están muertos, son vivos espejos a través de una madre que se lo brinda todo. Un amor tan sublime que trasciende los límites de la ceguera. Un pecho generoso que irradia bondad como un río amazonas que se desborda por las vertientes invisibles. Palmeiras también es la realidad que no puede observar. Sus ojos del alma pueden verlo absolutamente todo cuando habla su corazón. Niño con sueños de llegar hasta lo último. ¿Cómo imaginará el fútbol el niño ciego? ¿Qué rostro tendrán sus ídolos en el disfraz de la penumbra? Son preguntas que solo responderán sus adentros.

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